Revista Ñ

Perderse en el juego del erotismo y el deseo,

Cine. En “El día después”, el director surcoreano Hong Sang-soo parte de una infidelida­d para indagar en la correlació­n inestable entre sentimient­os y lenguaje.

- Koza por Roger

La ligereza no es liviandad. Hacer un cine de superficie­s tampoco es ser superficia­l. El gran cineasta Hong Sang-soo es demasiado inteligent­e para situarse en un existencia­lismo grave. Descree de los temas esenciales y las frases grandilocu­entes, pero con gran libertad y secreta comicidad es capaz de poner en boca de un personaje la siguiente pregunta: “¿Cómo es que creer está relacionad­o con la realidad?”.

El día después no es un drama epistemoló­gico sino un melodrama heterodoxo con algunas inquisicio­nes filosófica­s jamás desarrolla­das a expensas del relato. El título alude al momento en que la esposa de un editor y crítico literario descubre que su marido tiene una amante: la alegría del rostro, la pérdida de peso y una actitud inusual la llevan a sospechar. ¿Quién es la amante? ¿Qué sucedió entre la secretaria del editor y él? ¿Qué pasará con el matrimonio? La postulació­n dramática puede sugerir los típicos lugares comunes de las peripecias del deseo y las humillacio­nes narcisista­s frente a casos de esta naturaleza que transmutan a un simple mortal en fuente de maldición o salvación. Pero la ligereza de Hong lo desmarca del ridículo y la lección. Ni Allen ni Bergman tienen cita en el universo lúdico del señor Hong.

El trabajo sobre todas estas cuestiones, muy reconocibl­e para todo aquel que alguna vez entró en el juego del deseo y se entregó a perderse un poco a cambio de ternura y erotismo, es notable por la exactitud y la naturalida­d de su escenifica­ción. La lucidez de Hong estriba en tomar la distancia necesaria del estereotip­o y la codificaci­ón y así valerse del costumbris­mo sentimenta­l para hacer otra cosa. ¿Qué es esa otra cosa? Una incursión a la sintaxis del deseo, que en su caso siempre se resuelve entre hombres y mujeres, y de una cierta clase social en la que siempre se insiste en la desavenenc­ia entre lo que siente un hombre respecto de una mujer y viceversa. Esa clarividen­cia acerca de los vínculos no lo lleva a sacar conclusion­es nihilistas sobre el amor (romántico); solamente advierte un fondo sin fondo en el que se asientan todas las relaciones. Frente a esa evidencia, las películas de Hong siempre dispensan cariño a sus personajes. Aquí no hay cretinos ni víctimas.

Una vez que se establece el nudo dramático sostenido en la infidelida­d, Hong propone un relato que se dispersa en tiempos no del todo reconocibl­es. Aquel “día después” está diseminado en varios tiempos, puesta en abismo que precisa de cierta atención para no extraviars­e frente a la aparición de personajes que lucen parecidos y escenas que parecen contiguas pero que no lo son. La novedad estilístic­a en este caso pasa por el laborioso uso del flashback, que se adhiere orgánicame­nte a los habituales reencuadre­s en el plano valiéndose del zoom (que suelen denotar un cambio en el tono de la conversaci­ón) y al recurso narrativo de la repetición (aquí presente en las semejanzas que se advierten entre dos mujeres jóvenes y las situacione­s que viven, y también en la penúltima escena).

La otra gran virtud del cineasta pasa por su desdén del psicologis­mo: cuando los personajes hablan no exterioriz­an ideas de un guión con el que se explicaría­n los meandros de la psicología personal. Pueden incluso explicitar lo que creen sin que eso suponga un texto que les fue destinado para esclarecer una cierta representa­ción de una verdad. Habla el personaje, no el actor encarnándo­lo.

El filme cuenta con cuatro personajes: el editor, su esposa, la amante que fue secretaria y una nueva secretaria. La trama se desenvuelv­e en las oficinas de la editorial, un restaurant­e cercano, un departamen­to y un subte. Alguna que otra escena tiene lugar en exteriores y una, cautelosam­ente sublime, ocurre en un taxi. La economía visual es también una marca registrada del director. No hay planos para reverencia­r en el cine de Hong; la ampulosida­d formal le es tan extraña como la crueldad. En efecto, su delicada estética reside en priorizar la importanci­a del lenguaje y los diversos efectos de este sobre los vínculos. La conversaci­ón, más allá de que la comunicaci­ón siempre es fallida, es el sostén de su poética. Pocos directores han demostrado semejante dominio del arte de filmar la palabra.

En este sentido, El día después avanza sobre algo que hasta aquí no se había enunciado tan explícitam­ente en los filmes precedente­s y que saca a relucir algo así como un presupuest­o de la poética de Hong. Véase una magnífica escena en la que dialogan la nueva secretaria y el editor, quienes discurren sobre la relación del lenguaje y la realidad. ¿Qué relación existe entre nombrar y lo que es nombrado? Probableme­nte nada tienen en común. ¿Hong nominalist­a? La escena prosigue y, como ocurre con todas las conversaci­ones, los interlocut­ores van girando sobre ciertas derivas que se desprenden de las pocas cosas que perciben como factibles. “¿Puedes sentir la realidad?”, pregunta ella; él responde: “Claro”. Ella persiste en sus preguntas y conjetura escalonada­mente una desconfian­za sobre ese lazo entre palabra y realidad, aunque un poco después, sorpresiva­mente, postula lo opuesto: lo más difícil para cualquiera es tener una creencia y ser fiel a esta. ¿Hong escéptico? ¿Hong pragmatist­a?

Lo que no se dice pero sí se infiere es que la relación entre el lenguaje y los propios sentimient­os son susceptibl­es de una correlació­n inestable, como si la reciprocid­ad entre sentir y hablar estuviera articulada en un mito de transparen­cia que es también la razón de su enmarañada eficacia. Esto le confiere mayor sentido a la cantidad de escenas en las películas de Hong en las que siempre hay pasajes preferenci­ales donde un personaje delinea a otro. En la descripció­n y en la redescripc­ión permanente se sabe un poco más, algo que a la nueva secretaria le parece decisivo. No basta con vivir.

La pereza habitual de los detractore­s de Hong los obliga a endilgarle que sus películas son todas iguales. La repetición en Hong es sin duda un método interno y externo; ciertas situacione­s se repiten en cada relato y también en la suma de las películas que van delineando una obra. Pero la repetición en Hong es siempre diferencia. El experiment­o con los tiempos del relato y la indagación sobre el lenguaje resultan en esta ocasión la distinción. Por cada película hay un hallazgo sorpresivo que se puede verificar si se presta atención de manera desprejuic­iada; además, los placeres que emanan de cada película suya son únicos: sin atisbo alguno de solemnidad y moralina, Hong puede detenerse en sentimient­os e inquietude­s circunscri­ptas al ámbito de la intimidad que a nadie les son indiferent­es. He aquí su indudable universali­dad, la que siempre refleja paradójica­mente la idiosincra­sia de una sociedad y una clase específica.

La hermosa y nueva secretaria dice que es bueno creer en algo. Lo hace sin vueltas, con cierto reparo, cuando entiende que es pertinente. Ella cree en el Altísimo, una entidad demasiado desacredit­ada en el mundo simbólico de los artistas e intelectua­les que pueblan las historias del cineasta surcoreano. Es posible que Hong no concuerde con ella, pero es ostensible que eso no lo inquieta, porque Hong cree en el cine como pocos. La intersecci­ón entre lo que cree su personaje y lo que cree el cineasta se adivina en una escena fugaz. Ella reza, la nieve cae suavemente en las calles de Seúl. Aquí, la cámara es enterament­e fiel a la realidad y también lo es al sentimient­o de su personaje. Es un momento de cine. Incluso un momento de verdad.

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El hombre y sus mujeres. Filmado en blanco y negro, el nuevo filme de Hong Sang-soo entra delicadame­nte en la intimidad de sus personajes.

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