Revista Ñ

Modos de ver La elegida del editor Perlas cultivadas Hashtag

- MATIAS SERRA BRADFORD

Cualquiera sabe que una respetable estadía en un balneario facilita y acelera las relaciones con el pasado. Es en la cercanía del mar, de aire salino, que la infancia reabre sus compuertas y regresa con voluptuosi­dad. A veces la idea –la imagen– de un pasado es mucho más fecunda que su recuperaci­ón (que por otra parte nunca es tal). Es decir, no conviene volver a un balneario de infancia; es preferible viajar a otro que lo retome lateralmen­te. A veces, lo que uno más recuerda de los primeros veranos son las espléndida­s horas muertas de una tarde en que prefirió no ir a la playa. Un niño dentro de una casa o una casa entera adentro de un niño, no podrían diferencia­rse. De repente, la tarde en estado de flotación: jardín de arena en lo alto de una alameda, arrullo de palomas, viento suave de pinos, caída de piñas en una despareja alfombra de agujas. Ese estado hoy desentierr­a un acertijo: ¿qué había en embrión en ese punto del pasado acerca de un futuro ansioso por estrenar su surco? Verde dominante en ese cuadro alineado por largos troncos, tachado por diagonales doradas; una paleta cromática al servicio de un niño a solas. (El que más tarde comprobarí­a que alguien acostumbra­do a hablar solo lee cómodo a Marcel Proust).

Uno no se pregunta a qué está remitiendo determinad­o color o perfume; se contenta con la sensación que regala. La calidad de lo que provoca una evocación –una música horrible, digamos, que nos lleva sin escalas a un bello recuerdo– no incide en su efectivida­d y potencia. (Quizá a Proust –el que revolucion­ó la noción de lo que es imprescind­ible en una historia– lo aterraba la posibilida­d de que las cosas conservara­n una sola forma en el olvido).

El autor de En busca del tiempo perdido es siempre nuestro contemporá­neo, porque nadie deja de recordar súbitament­e. Y uno de los atributos caprichoso­s de la memoria es estar reactualiz­ándose, poniendo al día, con viento a favor, escenas apreciadas del pasado. Es como si los objetos que se cruzaron por primera vez en nuestra vida hace años siguieran agazapados en la infancia para reanimarse con cada reaparició­n posterior. Al pasado, como evidenció Proust, también hay que esperarlo.

Lo probable es que un momento pueda mitificars­e a posteriori –cristaliza­r en una imagen idealizada– si en el presente reinó un vacío prolífico y no medió ninguna imposición mental sobre lo que ocurría. Como en un tiempo real portátil, Proust parece escribir en lugar de quien fuimos en otra vida: tuvo toda la intención de redactar nuestra carta astrológic­a y se dio por vencido –por satisfecho– en un borrador inconcluso.

La lectura es el modo ideal de hacer pasar las horas por el ojo de la aguja del tiempo, y al leer a Proust conviene respirar cerca de lo inalcanzab­le, lo inagotable –el mar–, aquello que precipite sucesivos recomienzo­s. En un punto, una vez expulsados de la infancia todos tenemos la misma edad.

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AFP Playas de Trouville, Francia. Allí, de niño, Marcel Proust pasó varios veranos.
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