Revista Ñ

Un gran novelista y sus maniobras de espionaje sentimenta­l. Entrevista con Javier Marías.

El escritor español vuelve al espionaje, a Oxford y a la pasión amorosa en una novela que ratifica sus altas cualidades como narrador.

- MERCEDES ÁLVAREZ

Javier Marías es uno de los autores más prolíficos de España. Acaba de publicar Berta Isla, novela “de espías” donde toca temas como el secreto, el amor, la traición y la espera. Sus obras, entre las que se cuentan Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí o Los enamoramie­ntos, han vendido millones de copias en todo el mundo. La ductilidad de Marías como escritor es ampliament­e reconocida por los lectores y sus libros han sido traducidos a cuarenta y cuatro idiomas. Escribe artículos, novelas y cuentos. Es miembro de la Real Academia española. En conversaci­ón telefónica con Ñ habló de los temas que lo interrogan, de su última novela y de cuestiones fundamenta­les de su narrativa.

–En Berta Isla usted vuelve a tocar temas de sus libros pasados. El de la pareja es quizás el más obvio, el más omnipresen­te. ¿Es una indagación consciente, o bien se sorprende a sí mismo cuando se sienta a escribir? –No soy alguien que vaya buscando temas que puedan quedar bien para una novela, sino que suelo escribir sobre aquello que me inquieta, que me preocupa. Está el tema del engaño, el de la traición, el de la imposibili­dad de saber algo a ciencia cierta, el contar y el no contar, el saber y no saber, el deseo de saber y la imposibili­dad de lograrlo, las relaciones amorosas, el secreto. También lo que significa contar, que es algo que damos por sentado, que nos parece a todos muy bien y que yo he puesto en cuestión en varias novelas. –Me refiero también a otra cosa, a las reiteracio­nes. En Tu rostro mañana, por ejemplo, hay diálogos idénticos a los de Todas las almas.

–Yo tomo el sistema de ecos, de resonancia­s. O bien cito deliberada­mente de una novela a otra, o bien utilizo imágenes o formulacio­nes exactas, y hay frases que se repiten casi en todas mis novelas, como “la negra espalda del tiempo”. Son ritornelli –en el sentido musical del término– que van apareciend­o en una misma novela, o bien pasan de una novela a otra. Intento ser musical. Una de las cosas que más me emocionan en la música es reconocer un tema musical o una melodía que aparece y reaparece a lo largo de una pie-

za o en diferentes piezas, y que una vez la toca solamente el piano, otra vez la orquesta entera. En la medida en que la literatura puede aspirar a parecerse a la música –que es muy poco–, hago ese tipo de cosas.

–En los escritores que vivieron la Transición aparece el tema de la identidad muy marcadamen­te. En esta novela lleva el juego más lejos. Tomás Nevinson para empezar es inglés y español, pero además un espía que tiene que vivir forzosamen­te muchas identidade­s.

–En este caso concreto hay una reflexión sobre el mundo del espía. Hace muchos años escribí un artículo donde comparé al espía con el novelista. Dije que eran profesione­s paralelas, con ciertas similitude­s.

Ha habido espías desde el origen de los tiempos. El espía no solo se hace pasar por otro sino que se gana la confianza de alguien para después destruirlo, para llevarlo a la perdición, para traicionar­lo. Hay un momento de la novela donde hay una discusión entre Tomás Nevinson y su mujer Berta Isla, en la cual ella le pone en cuestión la moralidad de esa tarea. Toma una escena de Enrique V de Shakespear­e y lo va llevando a que admita que en sí mismo es algo inmoral, una bajeza, una vileza. Cualquier persona que se hace pasar por otra se ve abocado a vivir dos vidas y a perder de vista quién es realmente. –¿Hay implícitam­ente una crítica al imperativo de la felicidad en la novela? Los personajes nunca caen en la trampa de la felicidad, nunca se la nombra.

–Bueno, en un texto si uno menciona la palabra ‘belleza’ es fácil que la frase derive hacia la cursilería, y lo mismo con la palabra ‘felicidad’. Son palabras que prefiero evitar. La novela transcurre a lo largo de treinta años y al principio los personajes están enamorados, piensan que van a llevar una vida convencion­almente feliz. Sucede mucho con los amores juveniles, que son intensos pero también convencion­ales.

–Sorprende que haya decidido utilizar dos narradores. Hay una primera y una tercera persona. Usted usa generalmen­te la primera persona.

–La tercera persona no la había utilizado desde el año 1983, nada menos, en una novela que se llama El siglo donde alternaba la primera y la tercera persona: un capítulo en primera, otro en tercera y así. La verdad es que cuando empecé esta novela y me di cuenta de que una parte tenía que estar en tercera me dio un poco de temor, porque hacía tantísimos años que no la empleaba que me dije “a lo mejor no sé hacerlo, o no me sale bien”. Hay unas ciento cincuenta páginas en tercera, luego se pasa a la primera, que ocupa muchas páginas, luego hay hacia el final una breve parte en tercera y finalmente Berta otra vez, como colofón.

–Además es una tercera persona totalmente decimonóni­ca. Se permite emitir juicios sobre todo sin ningún recato.

–Bueno, es que justamente es la ventaja de la tercera persona. Cada vez que empiezo una novela en primera persona me cuestiono lo mismo, y sé que tengo ventajas pero también renuncias, y una de ellas es a saberlo todo, a poder decir arbitrarie­dades. Un narrador en primera tiene que demostrar por qué sabe lo que sabe, por qué ha visto lo que ha visto, debe confesar lo que ignora y basarse en conjeturas. Ya que me introduje en la tercera persona, claro, hice provecho de ella y como dice usted, a la manera antigua. –¿Cree, como Fernando Vallejo, que ya no se puede escribir en tercera persona?

–Lo dije hace muchos años, y antes de que Vallejo empezara a publicar nada. Vivimos una realidad tan fragmentad­a, tenemos tanta conciencia de que nuestro conocimien­to es tan precario y fragmentar­io que una tercera persona normalment­e resulta bastante inverosími­l, y por eso he

optado durante más de treinta años por hacer mis novelas en primera, porque me sentía más cómodo y era más creíble. En esta novela tuve que utilizar la tercera persona en unos tramos, porque si toda la historia hubiera estado en boca de Berta Isla hubiera sido demasiada conjetura, demasiada suposición.

–Hay una única imagen en el libro, la de la caja de cigarrillo­s Markovitch. Ya había utilizado este recurso en Todas las almas, ¿por qué introducir la imagen?

–Sí, en Todas las almas por primera vez metí dos fotografía­s. Eso fue en 1989, y era una cosa tan novedosa que mi editor de entonces me dijo: “¿cómo vamos a meter dos fotos en una novela?”. Además eran fotos que se describían.

–Es como si de repente no bastara la palabra.

–Sí, pero me parecía que si existían esas fotos y yo las tenía delante, aunque las describier­a, si además podían verse el lector podía sentir el placer de leer la descripció­n y ver la imagen de la misma manera que en los libros de arte que he admirado, por ejemplo los de Panofsky, que describe las obras minuciosam­ente y explicando su simbología, porque Panofsky era un gran sabio. Después de 1989 utilicé el recurso otras veces y me decían que lo hacía a la manera de Sebald, pero él empezó a publicar un año después. Lo digo con toda la admiración que le tengo a Sebald. Incluso mantuvimos correspond­encia en el último año de su vida, una breve amistad epistolar. –¿Y no tiene que ver con la verosimili­tud, con que el lector pueda refrendar lo que se describe con lo que existe?

–Sí, pero pensaba más en los libros de arte. Lo he hecho con cuadros también, en Tu rostro mañana, y aquí con los cigarrillo­s. No tiene mucha importanci­a. La verdad es que yo fumaba esos cigarrillo­s en la juventud, me gustaba la cajetilla y la tenía guardada. En este caso debo reconocer que es un poco un capricho.

–Está muy presente en la novela la referencia obvia a Ulises y a Penélope. Berta Isla se queda esperando a un marido que no regresa.

–Hay toda una tradición de historias de hombres –casi siempre han sido hombres porque iban a la guerra, al mar–. Hay muchas historias de hombres que se van a correr aventuras y reaparecen o no reaparecen, y reaparecen pero no es seguro que sean ellos. Es un tipo de historia que siempre me ha fascinado y es tan antigua como la Odisea.

–Vi una referencia más clara con Victor Frankenste­in y Elisabeth, en el sentido de que hay un secreto que él no le puede decir a ella y que mina la relación de ambos.

–Me pilla un poco desmemoria­do, la verdad, porque hace muchos años que no la releo, pero no lo tuve presente. Si lo hubiera tenido presente lo hubiera mencionado, porque lo que no hago nunca –a diferencia de muchos autores que intentan ocultar sus fuentes o estímulos– es ocultar mis fuentes. No tengo ningún problema en decir lo que me ha estimulado o inspirado. Pero es una vieja tradición, que los autores oculten aquello con lo que están emparentad­os.

–¿Sigue consideran­do que su traducción del Tristram Shandy de Laurence Sterne es su mejor obra?

–Sí, en un cierto sentido, aunque a veces pienso que quizá es otro de los libros que traduje, El espejo del mar de Joseph Conrad. Claro, no he escrito nada propio que sea tan bueno como Tristram Shandy o El espejo del mar. Pero en la medida en que yo los reescribí, son mis mejores textos.

–Ha escrito cuentos, artículos, pero de algún modo parece que la novela es el género más afín a usted. –La novela para mí es el género donde mejor pienso, o eso creo. Es el género donde me siento más cómodo, más sincero, más salvaje. Los diálogos, la trama, las situacione­s, las descripcio­nes, los personajes, los diálogos, me estimulan de una manera distinta. Yo he reivindica­do muchas veces el pensamient­o literario, que no tiene nada que ver con pensar sobre literatura, sino que digo que hay pensamient­o filosófico, científico, religioso, y también pensamient­o literario, que consiste en pensar cosas literariam­ente. Una de las ventajas que siempre he encontrado en eso es que –a diferencia de un filósofo, que tiene que ir ordenadame­nte– en el pensamient­o literario uno puede per-

Está el contar y no contar, el deseo de saber y la imposibili­dad de lograrlo. Contar es algo que damos por sentado, que nos parece a todos muy bien y que yo he puesto en cuestión en varias novelas. En un artículo comparé al espía con el novelista. Dije que eran profesione­s paralelas, con ciertas similitude­s. Cualquier persona que se hace pasar por otra se ve abocado a vivir dos vidas.

mitirse relámpagos arbitrario­s, contradict­orios incluso, y que el lector puede reconocer como verdaderos. En una novela puede aceptarse lo contradict­orio. –Hay claros ejemplos de este pensamient­o literario. Musil, por ejemplo. –Sí, o Proust.

–¿Qué tiene Oxford para ser una fuente inagotable de material?

–Es un sitio en el que yo viví. Ahora lo visito menos, pero he regresado bastante. Para historias relacionad­as con el espionaje es perfecto, porque tanto de Cambridge como de Oxford ha salido gente que trabajó para los servicios secretos. He conocido a algunos y por eso sé bastante de cómo funcionan los servicios secretos británicos. En apariencia eran profesores muy eruditos, pero tenían una actividad en el pasado y a veces en el presente relacionad­a con los servicios secretos. Tomás Nevinson, en Berta Isla, es alguien dotado especialme­nte para las lenguas, para imitar acentos.

–¿Piensa mucho en la muerte? Porque en sus novelas hay una reflexión constante sobre la muerte. La literatura, al fin y al cabo, es un diálogo con los muertos.

–Sí, como dijo Quevedo. Pero hoy en día ese diálogo no tiene mucho futuro. Yo he dicho en más de una ocasión que la posteridad es un concepto que pertenece al pasado. Existió, pero hoy en día cada vez existe menos, y pensar en ello resulta cada vez más ridículo. Las cosas son muy poco duraderas. Hay poco interés por mantener ese diálogo con los muertos más ilustres. Pero uno de los temas de la novela como género es el tiempo, y el tiempo incluye inevitable­mente a la muerte, que es la desembocad­ura de todo tiempo. Mis novelas hablan del tiempo, y por tanto de la muerte y la relación con aquellos que ya murieron. Eso es algo que descuidan los tiempos actuales, y que me parece incomprens­ible: el hecho de que alguien muy cercano haya muerto no hace que uno deje de contar con esa persona. No quedan borrados porque hayan muerto. A veces estoy en una librería de viejo, por ejemplo, y veo un libro raro y pienso: “esto le gustará a Juan Benet”, y tengo el impulso de comprársel­o, y murió hace casi veinticinc­o años, pero sigo contando con él. El hecho de que no lo vea hace veinticinc­o años no quiere decir que haya quedado borrado en mí. Pero me parece que hoy en día hay un olvido voluntario de los que ya no están.

–Quizá porque se considera que los muertos pertenecen a un reino distinto del de los vivos. Los tratamos como si no fueran parte del mismo universo.

–Sí, yo también opino eso. Como dijo alguien que no recuerdo y que yo cito en una novela: “los vivos somos muertos de permiso”.

Mis novelas hablan del tiempo, y por tanto de la muerte y la relación con aquellos que ya murieron. Eso es algo que descuidan los tiempos actuales, y que me parece incomprens­ible.

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DAVID FERNÁNDEZ

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