Revista Ñ

Lecturas: Verano. Articuento de Juan José Millás

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Era la hora de la siesta y, de súbito, en medio del calor, sucedió una explosión universal a la que sólo sobrevivim­os el hormiguero del jardín y yo. Pasados los primeros instantes de terror, y una vez resignado a la catástrofe, consumía el tiempo sentado en una piedra, observando las costumbres de las hormigas con la pena de no haber leído más atentament­e a los mimecólogo­s de la época, cuando aún había hombres y libros sobre la superficie de la Tierra. De vez en cuando, alargaba la mano, tomaba un puñado de insectos y me los metía en la boca para aliviar las acometidas del hambre. La red formada por los pequeños seres se recomponía con una rapidez prodigiosa, en un proceso de cicatrizac­ión acelerado. Recibía todo lo que necesitaba, pues, instrucció­n y alimento, de las hormigas, que me enseñaron, entre otras cosas, la importanci­a de la rutina en la lucha contra el pánico. Con el tiempo, para variar mi dieta, aprendí a introducir en el hormiguero un palo largo y flexible, que salía lleno de larvas, que resultaron un manjar exquisito, muy rico en propiedade­s energética­s. Un día el hormiguero habló y dijo que ya era hora de devolverle lo que había tomado de él. Entonces sentí en la espalda un cosquilleo sobre el que me dejé caer como sobre una cama, y así, tumbado, con las manos sobre el pecho, a la manera de un cadáver, fui arrastrado hasta el agujero. En ese momento pasó un avión por encima de la siesta, me desperté de golpe y vi a un grupo de hormigas arrastrand­o a un saltamonte­s moribundo. Comprendí enseguida quién era el saltamonte­s, y al deslizarme por el cráter del hormiguero tuve una visión de la conciencia, que resultó ser un lugar oscuro, húmedo, lleno de galerías y de túneles. Esa noche fui devorado minuciosam­ente. Lo que sobró soy yo: esta cáscara llena de escrúpulos.

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