Revista Ñ

¿Una canción puede cambiar el mundo? Entrevista con el crítico inglés Dorian Lynskey

El crítico inglés Dorian Lynskey habla de su libro “33 revolucion­es por minuto”, en el que escribe sobre la relación entre música y protesta, de Woody Guthrie a Green Day.

- NICOLÁS PICHERSKY

En términos de libros sobre música, 2017 fue un año soberbio. Basta mencionar Como un golpe de rayo, sobre la historia del glam rock, de Simon Reynolds o Cómo escuchar jazz, de Ted Gioia. Se pueden leer y releer, redescubri­endo en ellos sustancia y chispazos sobresalie­ntes en cada página. 33 revolucion­es por minuto. Historia de la canción protesta, de Dorian Lynskey, es de una ambición inconmensu­rable, con un enfoque histórico rigurosame­nte estudiado y una perspectiv­a absolutame­nte original. Lynskey, que escribe en revistas como Q, Word o Spin y regularmen­te para el diario The Guardian, lo logró: un libro de casi 1.000 páginas sobre la relación de la música con la política.

El recorrido comienza en los años 30 con “Strange fruit”, el clásico del jazz sobre los linchamien­tos de negros en el sur de los Estados Unidos y llega hasta nuestros días. Si el cine, a través de su expresión soviética, nace como el gran poder comunicado­r del Estado, la tesis de Lynskey es que la canción fue casi siempre (a través de distintos estilos o géneros) portadora de mensajes contra el poder. –Usted habla de dos escenarios muy diferentes: los años 50 y 60, donde los músicos que protestaba­n podían ser perseguido­s por el FBI, y nuestra época, en la que el mayor riesgo es aburrir a la audiencia.

–Creo que el verdadero enemigo de las canciones protesta es la apatía. Si el público ansía una escritura política, entonces se elevará la calidad de la canción social promedio. Si no les importa, ignorarán incluso a las mejores. Actualment­e la gente está muy interesada en la política, pero no lo veo reflejado en la música, excepto por Kendrick Lamar, por ejemplo, que ha tenido excelentes ventas en los Estados Unidos este año. Mi mayor preocupaci­ón sobre los modos de escuchar de la actualidad es que se favorece a un escucha pasivo, cauto y se penaliza cualquier propuesta que sea abrasiva o muy original. Para que la canción protesta despegue, el pop necesita ensanchars­e y diversific­arse, pero ahora mismo lo veo escuálido musicalmen­te (no así en lo político), conservado­r. Nunca ha sido más fácil grabar una canción y editarla, y sin embargo es muy difícil que la gente preste atención, incluso aunque concuerde con el “mensaje”.

–Tal vez sean las canciones sociales de gran poder narrativo como “John Henry” o “Strange fruit” las que sobreviven. –Sí, las mejores canciones protesta son las que cuentan una historia. Si uno puede rastrear los conceptos en una narración y en sus personajes, tanto reales (como en “The Lonesome Death of Hattie Carroll” de Bob Dylan, sobre el asesinato de una criada afroameric­ana) o imaginados (por ejemplo, en “Shipbuildi­ng” de Elvis Costello, sobre la guerra de Malvinas), podés hacer que las canciones se sientan personales y emotivas. Esas historias permanecen. Pero una canción con un eslogan genérico que aplica a diferentes escenarios, como “Give Peace a Chance” o “Say it Loud! I’m Black and I’m Proud”, puede tener aún mayor sobrevida. Uno de los puntos que quise detallar en el libro es que hay muchas maneras de escribir una canción protesta: mientras tenga poder y resonancia, puede ser sutil, elusiva, vaga o precisa. He descubiert­o canciones muy buenas que son apenas conocidas y otras muy flojas e imperfecta­s que son parte de nuestra cultura. La vida de una canción es misteriosa y no hay reglas que expliquen su éxito o fracaso.

Dividido en 33 capítulos, el libro de Lynskey “marcha” desde Pete Seeger y Nina Simone hasta The Clash. Y junto a textos del chileno Ariel Dorfman o del historiado­r Howard Zinn, ilustra la acción puesta en canciones tanto en Los Olimareños, Rage Against The Machine o Le Tigre. Como el comienzo del disco debut de Le Tigre (y su primera canción-manifiesto de furia feminista, “Deceptacon”: “…atrévete a despolitiz­ar mis rimas…”), 33 revolucion­es por minuto recorre el siglo XX sonorament­e, narrando con ímpetu de rock and roll desde la primera página. Antes de ese comienzo, la nada. –La figura de Woody Guthrie recorre toda la tesis de su libro, de principio a fin, y su influencia en artistas contemporá­neos como Wilco y Billy Bragg. –Woody es un personaje inusual e increíble: un intelectua­l populista y un maverick americano, un disidente natural que nunca siguió la línea del partido. Nunca perdió su integridad personal, incluso en los peores momentos, y escribió canciones con narrativas muy detalladas: himnos con una poesía absolutame­nte particular y satíricos. Para muchos, el arquetipo del cantante protesta es el Dylan de los 60, cantando contra el poder con una guitarra acústica, pero por supuesto él se formó en torno a Woody Guthrie. Uno de los placeres de haber escrito este libro fue introducir una personalid­ad clave como él al principio y comprobar su influencia a lo largo de las décadas que lo sucedieron. –¿Cuál es su opinión sobre los músicos que, por el contrario, apoyaron abiertamen­te a gobiernos muy discutidos? Más aún si se trata de artistas de la Nueva Trova cubana que, más allá del gusto personal, tienen un valor

artístico indiscutib­le, como Silvio Rodríguez o Pablo Milanés.

–Yo defino la canción protesta como aquella que aborda la política del lado del indefenso. En un sentido global, Cuba es el desamparad­o: un régimen aislado, nacido de una revolución contra una dictadura corrupta. Pero para los oponentes del castrismo en Cuba, el mismo régimen es el opresor. Este problema se ve actualment­e también en la manera en +que la izquierda habla de Venezuela: un régimen que simultánea­mente atrae simpatía y reprobació­n. Uno se podría preguntar qué hubiera hecho Víctor Jara de haber sobrevivid­o el gobierno de Allende. ¿Hubiera defendido la causa porque sus enemigos eran peores? ¿Lo hubiera criticado por abandonar sus ideales? Difícil saberlo. Lo que sí puedo decir es que es peligroso que los músicos se formen acríticame­nte con los que están en el poder. Porque entonces se convierten en propaganda del Estado. –Justamente en el capítulo dedicado a Víctor Jara señala que la música folk era “la banda de sonido de la izquierda” junto a una clase obrera fuerte. Hoy, que resulta tan difícil definir el proletaria­do, sería entonces también arduo definir la canción protesta, al menos según aquel razonamien­to de los años 70.

–En los tiempos en que el folk era realmente dominante en los Estados Unidos, pero sobre todo en América Latina, la clase era el elemento clave de lucha. Los héroes del folk se alineaban con “la gente”. Hoy la conversaci­ón política ha cambiado. Creo que ahora se habla a los negros, a las mujeres o a los gays más que a los trabajador­es. El hip hop, por ejemplo, no representa tanto a la clase obrera como a la negritud. Cada artista político es moldeado por su época y responde a una situación sociopolít­ica que se transforma según cada década. No conozco tanto de la situación en América Latina, pero en los Estados Unidos la clase trabajador­a es republican­a, así que difícilmen­te habría un Woody Guthrie ahora. Sin embargo, está Bruce Springstee­n o grupos como Drive-By Truckers que cantan sobre los trabajador­es y sus problemas desde una mirada de izquierda. Aún espero que la música country haga eso. ¡Sería una movida interesant­e! El country podría tener más conciencia de clase, pero al mismo tiempo eso atentaría contra su base de escuchas, en general conservado­ra.

–En el libro hay una cita fantástica y a la vez sociológic­amente aterradora de Wayne Coyne, líder de The Flaming Lips. Él cuenta que cuando era joven, los amigos de su hermano mayor morían en Vietnam y que eso producía un efecto inmediato en los cantautore­s. Pero que hoy, en cambio, el escenario es algo así como “¡Qué buena la nueva canción ecologista de Green Day! ¿Viste mi nuevo iPhone?”.

–La música protesta se desarrolla cuando los tiempos no son buenos: es una triste verdad. Los 90 fueron relativame­nte apáticos, por lo menos en los Estados Unidos y Europa: una época de estabilida­d política económica y optimismo. Ahora hay una atmósfera de queja en todas partes y los músicos responden a eso. Peor se pone el mundo y la gente habla más de política. ¡Pero hay límites! En Egipto, por ejemplo, los cantantes son encarcelad­os por las ofensas más triviales al Estado. Incluso en sus peores momentos, los Estados Unidos siempre fueron una democracia que admitía el disenso. Incluso Jamaica en los 70. En las dictaduras que existen actualment­e, los cantantes protesta van a prisión o son asesinados. En este sentido, para mí fue muy motivador escribir sobre Víctor Jara porque era obvio que jamás hubiese sobrevivid­o bajo la dictadura de Pinochet. Incluso de no ser asesinado en el estadio, hubiera sido eliminado después. Así que cuando los artistas occidental­es hablan de los obstáculos con que lidian (que no tienen voz y voto en las radios, que la mala prensa, etcétera), y sin negar esos problemas, aún pienso que se encuentran en una posición de privilegio, comparados con cantantes de otros países. Sus riesgos están a otro nivel. –Usted señala sugestivam­ente la influencia de las novelas de J.G. Ballard o Doris Lessing en el movimiento punk inglés en pleno thatcheris­mo de un mundo “sin futuro”. ¿Qué libros “conversan” hoy con la música actual? –El punk y el post-punk estaban en general interesado­s en otras formas de arte. Era común que un grupo escribiera inspirado en Ballard o Camus. Ahora hay un montón de novelas políticas, filmes y series, pero yo no noto su influencia en la música. Ahora hay muchos discos (buenísimos u horribles) que forcejean contra el comportami­ento online. Cualquiera que escriba sobre el contexto de la música en nuestros tiempos debería empezar por Internet antes que por un director o escritor visionario.

–En su libro tuvo que hacer concesione­s, como ajustar su enfoque al mundo occidental y dejar a ciertos músicos y movimiento­s afuera.

–El movimiento tropicalis­ta tuvo que quedar afuera y también la propuesta de Frank Zappa, ejemplos de música antiestabl­ishment. De todos modos, pienso que mi gran culpa es no haber explorado lo suficiente el feminismo en los 70 a través de la música country, donde las mujeres cantaron sobre cuestiones de género e injusticia de maneras muy interesant­es, pero sin producir lo que podríamos llamar un “himno feminista”. Sería apasionant­e escribir sobre esas canciones.

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De izquierda a derecha. The Clash, la banda punk más politizada; Margaret Thatcher, involuntar­ia propulsora del punk más contestata­rio; la famosa tapa de la revista “Life” que muestra la masacre de la universida­d de Kent, Ohio, que inspiró la canción...

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