Revista Ñ

Mejor el incesto que la guerrilla

- MATILDE SÁNCHEZ

Los muchachos se enternecía­n con Solita pero se llevaban a la cama a Leonor Benedetto. Con esos ojos ahumados y una boca en pecado concebida –natural– , ella irrumpía en el patio de la casa para inquietar a su cuñado.

En los 70, la televisión se integraba al paisaje doméstico de un modo que hoy resulta cándido, armonizand­o en el plano real con la misma naturalida­d de lo que se ve por una ventana. Esto no significa que el televident­e no distinguie­ra entre un noticiero y la ficción, pero participab­a de esta en su código de credulidad indispensa­ble, y catalogaba las tramas de la telenovela en el rango de lo posible.

Tengo alguna memoria personal de esas novelas a tope del ráting. Eran años en que la familia entera solía reunirse en torno de un programa; no era habitual que cada integrante del núcleo familiar tuviera su propio aparato, era un mundo de públicos únicos, poco segmentado todavía. Existía el “núcleo” familiar, por empezar, y la revolución de la cultura juvenil que recoge Eric Hobsbawm tenía apenas una década: la familia se subdividía en torno de los gustos musicales, no de la TV, porque un tocadiscos portátil se guardaba en cualquier rincón.

Si el idilio entre Mónica Helguera Paz y el taxista nos consu- mía era porque la telenovela establecía nuevas fronteras de la sexualidad que podían entrar en el living de casa. El sexo, claro, todavía era contado con alusiones: el beso francés se reclinaba hasta la posición horizontal, los pares de pies se levantaban del suelo, la llamada telefónica quedaba inatendida, fundido a negro. Pero a veces brillaban hilos húmedos en los besos de los protagonis­tas, acercando la escena a un reality show aún no inventado. En una conjetural historia de la sexualidad porteña, Migré liberaliza­ba los márgenes de iniciativa de la mujer y derribaba tabúes de los estereotip­os televisivo.

A tono con las mutaciones políticas de la dictadura de Alejandro A. Lanusse, el romance de Rolando invertía la historia de superación de las clases sociales: Él no era un arribista, un renegado sin memoria social, sino alguien con la capacidad de elevarse y empujar hacia arriba sin olvidar su cuna, cercana al conventill­o. Este seguía allí en términos narrativos: el gran crisol de los inmigrante­s quedaba representa­do en la barra de tacheros y en ese patio compartido donde la cuñada, mujer araña, tejía su tela para atrapar al proxy de su esposo muerto. Afuera, en las aulas y en la calle, levaba el clima revolucion­ario y en la novela, las dos rupturas iban juntas, la política y la sexual.

Migré tenía un talento singular para el desarrollo de personajes secundario­s, como el de Benedetto. Última diva en viso, era una mujer de interiores, con aire disipado, a menudo a medio vestir. Su marido, un “guerriller­o abatido”, hermano de Rolando, les había legado ese universo vecino a la “subversión” del orden, la mayor prueba del héroe. A pesar de todos sus pasajes, el taxista debía resistir al llamado del sexo libertino, de la carne pura y dura, del incesto que convertía en pasión la espantosa lucha entre hermanos.

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Benedetto. La enagua le sentaba bien.
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