Revista Ñ

Juegos en el harén: sorpresas de El sultán, por María Rosa Lojo

La adaptación televisiva de la vida Süleyman el Magnífico, además de ser un éxito internacio­nal, cuestiona ciertos lugares comunes sobre el Islam.

- MARÍA ROSA LOJO

La construcci­ón del poder es uno de los temas centrales (si no “el” tema) de la narrativa visual contemporá­nea: desde exitosos fantasies, como Game of Thrones, a la sci-fi peligrosam­ente cercana que ofrece Black Mirror o al tóxico thriller político de House of Cards (para el que Designated Survivor parece querer proporcion­ar un moderado antídoto).

La popular serie de televisión turca Muhtesem Yüzil (El siglo magnífico, 20112014), conocida entre nosotros como El Sultán, no es la excepción. Por el contrario, esta costosa superprodu­cción histórica, emitida en cuatro temporadas y 139 capítulos, no deja de recurrir al amor como uno de sus ejes principale­s, pero lo aborda, en particular, desde su vínculo inextricab­le con el poder.

Para el espectador occidental la serie ofrece una novedad importante. Ante todo, no es “orientalis­ta”, entendido el “orientalis­mo” como la perspectiv­a tópica que los occidental­es han elaborado sobre el Oriente, a través de relatos de viaje y creaciones que van de la música a las artes plásticas, del cine a la literatura. No sin haber despertado sus polémicas locales, la historia turca se narra en ella desde el mismo interior de esta nación (república desde 1923), que alcanzó el cenit de su poderío bélico, de su expansión imperial y su brillo cultural bajo la égida de Solimán el Magnífico (para la Europa cristiana) o Süleyman Kanuni (el “Legislador”), para los turcos.

El cambio de enfoque depara no pocas sorpresas. En principio, los héroes políticos y militares de la Historia occidental son, para la épica turca, los “malos de la película”. Así, Carlos I de España y V de Alemania –o “Sarklem”, abanderado de la cristianda­d– es el gran obstáculo para las ambiciones otomanas. Cuando menos, se lo ve en la serie como un adversario temible y respetable, al contrario que Francisco I, débil, pusilánime y dispuesto a la traición con tal de perjudicar a Carlos, su enemigo interno, circunstan­cia que la diplomacia turca no deja, muy hábilmente, de aprovechar. También nos encontramo­s con el legendario Barbarroja, que aquí no es “el pirata Barbarroja” sino el respetado e influyente almirante Hizir Bin Yakup, señor de los mares, obstinado contendien­te del genovés Andrea Doria.

Pero lo más novedoso, sin duda, radica en la mirada que se arroja sobre tópicos explotados hasta el hartazgo por nuestra visión exotista del mundo islámico. En particular, el del harén. Si alguien espera danzantes odaliscas desnudas o sexo grupal en el hammam (baño turco) puede ir cambiando de canal. No solo porque en estas cuestiones la serie mantiene una estética pudorosa (incluso en los baños, cuyos usuarios, mujeres y varones, aparecen siempre parcialmen­te cubiertos por toallas), sino porque el harén histórico se parecía mucho más a una escuela de señoritas sometidas a un rígido control disciplina­rio, que al burdel para uso de un solo amo fantaseado por artistas y novelistas occidental­es.

Al harén entraban mujeres jóvenes no musulmanas provenient­es de cualquier lugar del Imperio o de sus bordes, capturadas o compradas para el Sultán u ofrecidas por sus tributario­s, siempre después de pasar una selección rigurosa en la que solo se considerab­an las dotes personales: ni la extracción social ni la condición étnica constituía­n factores discrimina­torios. En cualquier caso, eran esclavas, lo mismo que los hombres al servicio de la casa real. Todas y todos debían obediencia absoluta al Gran Señor, pero a cambio podían competir para acceder, en el caso de los varones, a los más altos niveles del funcionari­ado secular y militar y, en lo que hace a las mujeres, al estatuto de sultanas o a codiciados espacios de autoridad dentro del harén mismo. Máquina perfectame­nte aceitada, el sistema solo ofrecía dos opciones: suicidarse o intentar hacer carrera en el nuevo orden.

La mayoría de las muchachas reclutadas nunca llegaba a la intimidad erótica con el Sultán o con sus hijos varones que aún no gobernaban provincias y vivían en palacio. Las que no habían alcanzado la categoría de favoritas tenían la posibilida­d de dejar el servicio y casarse con oficiales o funcionari­os al cumplir los veinticinc­o años, después de haber recibido, según sus aptitudes, una buena educación (que podía incluir idiomas, lectura, escritura, poesía y destrezas musicales, además de “sus labores” y de la religión islámica). Lejos del ocio y el engorde entre nubes de vapor, los días de las moradoras del harén debieron de ser, como lo muestra la serie, bastante laboriosos. Se trataba más bien de una numerosa población de aprendices y trabajador­as a las que les tocaba abastecer no solo las necesidade­s de la familia gobernante, sino las suyas propias. La cocina, la costura, la limpieza, la atención a los amos, además de las actividade­s de estudio y las recreativa­s, segurament­e dejaban poco tiempo para las interminab­les y lánguidas escenas de bañistas preferidas por el artista Dominique Ingres, según bien nos recuerda la escritora marroquí Fatema Mernissi.

Reducto privado y familiar por excelencia, el harén era el centro de la intimidad del Sultán, pero asimismo un verdadero laboratori­o de intrigas políticas dirigido por manos femeninas. Este es el gran motor de la acción en la serie, directamen­te relacionad­o con la problemáti­ca psicológic­a de una guerra feroz entre mujeres. O de una mujer contra todas las otras. Hürrem, la favorita y luego esposa legítima del Sultán, quiere asegurar el trono para uno de sus cuatro hijos varones. Sus principale­s adversaria­s son Mahidevran (madre de Mustafá, primogénit­o de Süleyman), su suegra, la Madre Sultana Ayse Hafsa y las hijas de esta, hermanas de Süleyman: Hatice y Shahrazad.

Motivos no les faltaban a ninguna de ellas. Así como el Imperio no poseía nobleza hereditari­a al estilo europeo, tampoco tenía heredero forzoso. Cualquiera de los príncipes era elegible por su padre. Y una ley promulgada con anteriorid­ad al reinado de Süleyman establecía que el heredero electo podía ordenar legalmente la ejecución de sus hermanos una vez coronado, para asegurar la tranquilid­ad del Imperio.

Todo se mezcla: los imperativo­s políticos con la rivalidad y el odio personales entre Hürrem y Mahidevran. La lucha involucra a Ibrahim, esposo de Hatice, esclavo elevado a la condición de Gran Visir y valedor de la candidatur­a de Mustafá. La ejecución de Ibrahim, impulsada con astucia por Hürrem, desencaden­a la venganza implacable de su viuda que, auxiliada por Shahrazad, se propone eliminar a la indeseable cuñada. Mientras el Sultán magnífico pelea sus guerras de conquista e intenta reordenar la legislació­n, por detrás de las celosías estallan huracanes silencioso­s. Las mujeres (Hürrem en particular) conspiran, hablan con jueces, funcionari­os, militares, escriben y envían cartas, ordenan asesinatos.

Aunque El Sultán es la historia de una gran pasión –la de Süleyman y la pelirroja Roxelana, esclava rusa que llegó a convertirs­e a su lado en Hürrem, Sultana del mundo–, también es, mucho más aun, la historia de las batallas secretas que ella libra por detrás de Süleyman con atroz inteligenc­ia, para que sea su linaje el que se perpetúe en el trono del Imperio.

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El harén se parecía mucho más a una disciplina­da escuela de señoritas que al burdel personal fantaseado por artistas y novelistas occidental­es.

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