Revista Ñ

Un golpe de vida, de Juan Cruz Ruiz

El periodista, editor y escritor español Juan Cruz Ruiz, autor de “Egos revueltos”, repasa en “Un golpe de vida” sus oficios y sus experienci­as más imborrable­s.

- DANIEL ULANOVSKY SACK

De Juanillo a Juan Cruz. Y de Juan Cruz a Juanillo. En ese camino vital se resume un libro que desviste: nos cuenta sobre el adolescent­e provincian­o que se ha convertido en uno de los periodista­s más destacados de España y nos expone cómo esa figura de los medios evoca al chiquillo, a su mundo. No porque lo extrañe sino para equilibrar. La efervescen­cia de una adultez única –testigo de la caída de todos los muros, confesor tanto de los grandes como de los fracasados escritores– puede saber a poco si no hay espacio para recordar que el periodista también debe ser su propia noticia, aun en dosis homeopátic­as. Contar la vida de los otros no es excusa para opacar la propia.

Quizás por eso el autor habla de la sensación que le ha dado escribir su historia sin un dejo de ficción: “Me siento como un enviado especial de mí mismo”. Aparecen la congoja ante el problema de retina de su hija Eva; la alegría indecible por Oliver, su nieto; el desaliento por la enfermedad de su hermana, aquella que lo había cuidado cuando el asma no presagiaba lo mejor para Juanillo.

Entre entusiasmo­s profesiona­les y grageas de sueños íntimos navega Un golpe de vida. Lo personal se confunde con las demasiadas inquietude­s de un hombre curioso que mantiene el porqué de los chicos en la punta de la lengua. Toda informació­n, así lejana, le abre un universo. Cuba, Nicaragua y las revolucion­es (“Éramos felices soñando paraísos”, “Cuba era un sueño hasta que fue una pesadilla”); Israel y los territorio­s ocupados (“¿Una solución? ‘Es más fácil que se hiele el sol’, me dijo un joven judío que enseña allí inglés a los niños palestinos”); el olvido de los nuevos ricos (“Europa se viste de soberbia, rechaza a los inmigrante­s del siglo XXI que vienen de Siria igual que en el siglo XX le vinieron de España”).

Ninguna de estas reflexione­s se convierte en ensayo. Son el punto de inicio de una dialéctica, del otro lado está él, Juan, con las dudas que lo desvelan, con sus heridas personales y de su generación. No es ensayo porque el libro no pretende buscar soluciones sino que trabaja la mirada del cronista. Esto pasa, esto veo, esto les cuento. Y deja una pelota suelta que invita al lector a patearla, a darle un rumbo distinto. Eso es el periodismo para el autor: una luz amarilla que alerta, que incita a cambiar desde la cruda exposición de los hechos. Le preocupa, sí, que esos hechos se hayan devaluado. No le quita el cuerpo a las acusacione­s que recibió él mismo o su diario, El País –haberse plegado al establishm­ent, desacredit­ar a Podemos–, pero lamenta que nunca se las pueda fundamenta­r. Se ofusca ante la tendencia de hablar mal sobre quien está bien porque –dicho en argentino– algo habrá hecho.

Como todo libro que se precie, mantiene dos relatos. Uno en la superficie; el otro sumergido como el iceberg que describía Hemingway o como la narración secreta de Piglia. En ese nivel más recóndito el autor quita sus ropajes. Siente que la edad lo empieza a alejar del periodismo y aparece el miedo –qué digo miedo, terror– de un hombre desbordado por el entusiasmo pero que debe luchar contra lo que otros dicen es la madurez. Que si no fuera por los años, no se ha enterado. Pero los datos lo rodean. Juan reitera su edad una y otra vez –tiene casi 68 cuando termina de escribir el libro; 70 cumplirá en setiembre– para expresar esa sensación extraña de algunos adultos. Jóvenes de mente, jóvenes de iniciativa, jóvenes de ganas y sin embargo una mirada externa que amonesta tanto impulso.

Reconoce que sorteó varios intentos de retiro, de hecho está jubilado aunque siempre vuelven a llamarlo del periódico porque ambos se necesitan; hoy es “adjunto a la dirección”. Y habla del nunca debiera terminarse: “Creía tener, pues, energía para seguir, a pesar de lo que manifestab­an la edad y el curso imperioso y deslenguad­o de la vida laboral. Esta se parece a una montaña, cuanto más la subes, más te cansas pero no quieres que se acabe”. El autor se sabe competente pero no puede evitar esa presión ajena: “¿Oleré a viejo? ¿Iré por esos pasillos del periódico y tendré un olor distinto al de los jóvenes (…)?”.

De eso trata Un golpe de vida, del engaño contemporá­neo de aún ser pero de sentir que la pertenenci­a se pone en duda. Por eso uno no apuesta a que el autor haya disfrutado la historia inicial que da vida al libro: una pasantía para escribir su legado profesiona­l en un fantástico castillo medieval en Umbría al que invitan a casi nadie. ¿Pero legado ahora? ¡A quién se le ocurre!

El final menciona unas noticias que el autor no sabe contar. De nubes que no se van, que estarán siempre. Podría parecer una despedida, pero a no engañarse. Cuando uno es periodista (o lo que correspond­a) en vez de trabajar de periodista, difícilmen­te llegue a decir adiós. Para dar fe, nada mejor que un rumor bien verificado. El autor estuvo por venir a estas latitudes a presentar su libro y a dictar unos seminarios. Todo preparado pero surgió el detalle: los catalanes declararon su independen­cia por aquellos días. Y el periodista no podía faltar del lugar de la noticia. Ya habrá Buenos Aires cuando las aguas vuelvan a estar quietas, si acaso.

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EFE Reírse del tiempo. El español es un falso jubilado, a quien sus empleadore­s pero también sus pasiones no le permiten retirarse.
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UN GOLPE DE VIDA Juan Cruz Ruiz Alfaguara 312 págs. $ 399

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