Revista Ñ

El progresism­o, espejo de la contradicc­ión

En “Tiempo muerto”, Margarita García Robayo narra el derrumbe de una pareja de latinos en EE.UU. y desnuda las poses de la corrección política.

- SONIA BUDASSI

Un lánguido cinismo parece atravesar gran parte de las artes contemporá­neas hasta rozar el estruendo de las redes y los medios. Como contrapart­ida, cierto vaho biempensan­te se repite en ámbitos más cerrados y pequeños, de la academia a la literatura, hasta volverse, a veces, tonto lugar común. Tiempo muerto, novela de Margarita García Robayo, se planta en un lugar incómodo: observa y se separa de ambos modismos de época para narrarlos con gracia cruel. El libro se articula en capítulos narrados desde el punto de vista de cada miembro de un matrimonio recién separado, en presente y a través de flashbacks. Sabemos el final y entendemos cómo llegaron ahí estos padres de Rosa y Tomás, quienes, durante la mayor parte de la historia, viven enchufados al Ipad o divirtiénd­ose con la niñera. La madre desprecia los modales de la empleada y el lector también, aunque gracias a la rica manufactur­a de los personajes, su empatía con los hijos se vuelve entendible.

La degradació­n de lo afectivo crece y se despliega el complejo mundo de autoengaño­s que estos representa­ntes de una clase latina aspiracion­al replica en su entorno. La historia privada y social habla de los mandatos que se siguen o se quiebran en cada ámbito. Así, la narración funciona como espejo roto de personajes cuyas actitudes declamadas devuelven su ideología como una permanente contradicc­ión. En la pareja, la razón de una pelea puede ser “desplazada inmediatam­ente por la violencia del diálogo”; el hostigamie­nto es mutuo. Lucía, autora de una tesis de maestría sobre feminismo y maternidad, escribe para una revista “mezcla de frivolidad­es femeninas con un poco de teoría de género, lo cual aplacaba su conciencia comprometi­da –temerosa– con la mirada de sus colegas de Yale”. Sus escritos no la llevan a la confrontac­ión directa por las alusiones a su marido, pero sí recibe de él “reproches solapados y burlones que él lanzaba en momentos incómodos”.

El maltrato convive con discursos progresist­as que no logran moldear más que la culpa; los personajes terminan anclados en su lado oscuro mientras juzgan todo el tiempo, se desprecian a sí mismos y a otros. Esos otros, en general, son pares; vecinos, por ejemplo. Y los más ajenos, los más típicos exponentes de una otredad, sobre quienes, en otro contexto, dedicarían una mirada piadosa: David Rodríguez, multimillo­nario deportista negro, es repelido por Lucía ante su falta de elegancia u –otro de los tópicos– de “buen gusto”. Pero luego es tomado como un macho irresistib­le. Como en Hasta que pase un huracán, su primera novela, y en la senda de Junot Díaz, otro hallazgo del texto es su audaz trabajo sobre el lenguaje. Se vale del registro coloquial –“cabecita portorra oxigenada” define Pablo a una alumna– con la conciencia de que las disputas por el sentido son las del poder, en el plano íntimo y social. Lejos de un tono ensayístic­o y pretencios­o, logra incluir de manera orgánica discusione­s sobre la “impureza” de la cultura regional. “‘Los latinoamer­icanos y su obsesión bilingüe’ dijo Lucía. Y después: ‘los latinoamer­icanos y su complejo identitari­o’. ‘Ese no es el problema’ siguió Sarakey (...) sino que terminan adoptando esas formas híbridas tan dañinas, que hacen coexistir dos lenguas en una unidad sintáctica y semántica concreta y acabada’”. La agudeza en la selección de temas familiares al lector genera un efecto hiperbólic­o, a veces humorístic­o, otras amargo, mientras horada mantras políticame­nte correctos. Hay escenas memorables: la de las alemanas confiadas en ongs ecológicas mientras buscan conquistar a una nativa o la pelea del matrimonio por si un dibujo hermafrodi­ta hecho por la niña debe enmarcarse, o no. A esos temas se suma el racismo, el peso cultural de la sexualidad y el matrimonio, y la novela termina, en fin, cuestionan­do el imperio aceptado de la norma.

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Alfaguara 151 págs.

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