Revista Ñ

El punto ciego

Sexta entrega de la serie exclusiva del novelista español Juan José Millás –jurado de honor del Premio Clarín Novela en sus dos últimas ediciones–, creador de un género breve, que comparte rasgos del relato y el artículo periodísti­co.

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Mi padre tenía en el rostro un punto ciego que lógicament­e no se afeitaba, por lo que cada tres o cuatro días mi madre le pasaba la maquinilla para ponerlo al día. Durante las comidas, yo no podía dejar de mirar aquella sombra con forma de lenteja que solía destacar en su pómulo derecho. De pequeño, cuando me tomaba en sus brazos, disfrutaba pasando la yema del dedo sobre ella, con ese placer que proporcion­an al tacto las irregulari­dades. Un día le pregunté por qué no se lo afeitaba y me respondió que aquellos pelos nacían en un lugar de la cara al que no accedía su vista. Un punto ciego, añadió. La expresión punto ciego me inquietó. Significab­a que había cosas que uno no podía ver, aunque fueran visibles. De noche, en mi cuarto, con la luz apagada, todo era un punto ciego. Pero después de aquella informació­n, al encenderla, tenía miedo de no ver algo que sin embargo estuviera delante de mis ojos. Si le ocurría a mi padre, ¿por qué no a mí? A veces, sentado en la cama, me pasaba horas observando la realidad, buscando lo que no veía, cosa absurda por razones obvias. Crecí en cualquier caso, con el miedo a heredar aquel problema de mi padre. Me daba pánico mirarme un día en el espejo y no verme los dientes, o la lengua, o una de las orejas. Cada noche, antes de acostarme, revisaba todos los accidentes de mi rostro, incluidas las pecas, comproband­o que no faltaba ninguno. Por supuesto, una vez hecha esa revisión, me bajaba los pantalones del pijama para acreditar que también el sexo, con sus complement­os, continuaba en su sitio. Desde hace algún tiempo, mis hijos me reprochan que me deje sin afeitar un trozo de la cara, el mismo que mi padre no veía. Al principio no daba crédito. Pero cuando le pregunté a mi mujer, confirmó mis sospechas. Tengo, pues, un punto ciego, el mismo que mi padre. Eso, por lo que respecta a la vista, pero no puedo ni imaginar cuántos puntos ciegos hay dentro de mi cabeza de los que ni siquiera soy consciente y que los otros tampoco ven. Quizá sería más propio señalar lo que vemos, que es, frente a lo invisible, la excepción.

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ILUSTRACIÓ­N: DANIEL ROLDÁN

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