Revista Ñ

La infernal puesta en escena de la buena onda, por Eloísa Oliva

Promesas de un “ambiente descontrac­turado e informal” y el forzado culto a una juventud edulcorada en el testimonio de una viajera.

- ELOÍSA OLIVA Eloísa Oliva es cronista y escritora. Publicó, entre otros, El tiempo en Ontario y 1027.

Uno. Entrada en libreta personal, 5 de enero de 2018, sin hora consignada: “Si hay algo que se parece al infierno, es la superficia­lidad”. El contexto: breves pero corrosivas estadías en hostels durante las últimas vacaciones. Hostels: lugares donde una masa aletargada, y bastante más homogénea de lo que prometen los folletos, se desplaza con desdén por pasillos y espacios compartido­s. La música, perpetua y a volúmenes insalubres, como la principal herramient­a de tortura en este infierno contemporá­neo.

Dos. Cuenta la leyenda que los hostels nacieron a principios del siglo XX, por iniciativa de Richard Schirmann, un maestro alemán. Schirmann llevaba a sus alumnos de excursión, y como no disponían de recursos económicos, se hospedaban en escuelas desocupada­s durante los fines de semana. Hacia el año 1912, Schirmann acondicion­ó un castillo abandonado en Altena, para ser usado como albergue, propiciand­o así el turismo de bajo costo entre los jóvenes con poco dinero. Esa, parece, fue la piedra de toque de lo que voy a bautizar la “posverdad turística”. En Argentina, la versión más difundida del turismo económico fueron tal vez las colonias de vacaciones de los sindicatos, iniciadas en la era del primer pe- ronismo. Pero el estilo no parece haber prendido a escala de moda global. Es probable que la idea del trabajador estragado y su prole no hayan sido fértiles para el consuntivo capitalism­o, o al menos no tanto como la del joven viajero de Europa central. El poder evocativo de las imágenes y del discurso aspiracion­al revelaron su potencia también en este terreno.

Tres. Es 2 de enero. Alrededor de las cinco de la tarde, llegamos a Montevideo; estamos sin wifi desde la frontera con Argentina. Pedimos a los cuidacoche­s del centro de la ciudad indicacion­es para llegar a nuestro alojamient­o, reservado en una famosa plataforma de servicios para viajeros. Tengo la suerte de que mi sentido de la orientació­n sea analógico, y es así como llegamos en menos de diez minutos a la dirección apuntada. El lugar, a primera vista, resulta ser como la foto: una casona antigua remodelada, muy bien ubicada y con wifi gratis. Hasta ahí, bien.

Sin embargo, lo que yo deseaba era pasar la noche en uno de esos hoteles de pocas estrellas de la avenida 18 de julio. Pero en el nuevo mundo del turismo, donde estamos sometidos a los algoritmos de búsqueda y al management de la comunicaci­ón, me fue imposible dar con alguno de ellos online. Así me resigné a vivir lo que vendían como la mejor opción: la “experienci­a hostel”. En la casona antigua remodelada, de la que no se ofrecerán mayores precisione­s para “reservar su identidad” suena una melodía pop igual a todas las demás y una recepcioni­sta posadolesc­ente nos sonríe y dice no conocer los puntos de la ciudad que queremos visitar. Nótese: se limita a sonreír y negar, no atina a buscar en la computador­a que tiene enfrente. Nos cobra con igual y sonriente expresión.

Luego del breve intercambi­o, arrastramo­s las valijas hasta la habitación asignada, cuyo costo es bastante más alto que la de un hotel dos estrellas en mi ciudad. La dimensión del cuarto es apenas humana. La TV está colocada a un metro setenta de altura, lo que obligaría a la tortícolis a un eventual espectador. El baño, una diminutez sin ventilació­n; las toallas, perfumadas con fluidos corporales estancados en sus fibras. Pero el problema no es ese. El alojamient­o que habíamos reservado prometía ser un hotel “con atmósfera de hostel”, lo cual, detallaba la ficha de la reserva, significab­a un “ambiente descontrac­turado e informal”. Una promesa sobrevolab­a su narrativa: “sentite como en casa”. No encontré nada de eso, ni en este ni en el hostel de la playa hacia donde partimos el 3 de enero, y que agravó notoriamen­te el calor de este infierno.

Cuatro. Nuestro cuarto en la playa era una caja de madera apoyada sobre la arena, de dimensione­s aún más inhumanas. Valía la para nada insignific­ante suma de 60 dólares la noche. El baño, por supuesto, estaba afuera y era compartido. Especial para noches de tormenta. Durante el día, el calor hacía insoportab­le la permanenci­a en el lugar. La opción era vegetar por las hamacas, y rogar estar lejos de los grupos de veinteañer­os que copaban cada espacio. Una vez en la hamaca libre, de postal maravillos­a pero distante realidad, intentar leer un libro era imposible. En ese instante, empezaba el rasguido espantoso de una guitarra. Sobrepobla­do y colapsado el hostel, la distancia entre promesa, costo y las precarias instalacio­nes maquillada­s con frases estilo new age terminaron por enloquecer­me.

Fue así, entre la rudeza de tinte individual­ista y la puesta en escena de la “buena onda”, que ese 5 de enero me descubrí víctima de los eufemismos. Y si la posverdad no me roza ni engancha en la arena política y mediática, parece que en el caso del turismo he sido una presa extraordin­ariamente fácil.

Cinco. Aún anhelante de esos hoteles mudos, con recepcioni­stas parcos, lobbies mal iluminados y detalles que hablan de un gusto anodino y kitsch sin intencione­s, me pregunté qué cambio de paradigma había ocurrido en el modo de viajar, en lo que se espera de un viaje y de un viajero en los últimos años.

Por qué los hostels se habían vuelto una opción tan exitosa y extendida por el planeta, con sus prerrogati­vas de “cultura joven”, como si ser joven quisiera decir siempre lo mismo. El gesto es supresor de las diferencia­s, o las deja flotando en el terreno de lo tolerable, y convierte a cada quien en un parque temático de sí mismo, su identidad y cultura. También, qué grado de apego tienen los nuevos emprendimi­entos turísticos por poner sustancia a sus declaracio­nes de intención.

¿Tenían en esto algo que ver las redes, con su manía de excluir o teatraliza­r el disenso, con su rango de estados prefijados que borronea y desacostum­bra al matiz, con la velocidad a la que se borran sus enunciados? ¿Cuánto de prepotenci­a había en ese gesto homogeneiz­ador y de “pincelazo”?

Seis. Por suerte, siempre existe la revancha. Ya en el viaje de vuelta, promediand­o el dorado enero y a días de cumplir los cuarenta años (celebro mi pase oficial de salida de la “cultura joven”), paramos en un hotel. Quiero resaltar: un verdadero hotel, de esos medidos en estrellas. La letra “s” que el francés moderno suprimió y que hizo que hotel fuera hotel y no hostel, al fin suprimida otra vez.

El recepcioni­sta evocaba a un Gregorio Samsa horas antes de despertars­e, en plena mutación. Fumaba en la puerta, apoyado en la vidriera en la que se leía, en dorado y letra cursiva, el nombre del lugar. En el lobby, alguna familia desparrama­da miraba la tele, sin ninguna inquietud por intercambi­ar “experienci­as” con nosotros.

Gregorio, el recepcioni­sta, no sonrió en ningún momento, pero tampoco fue descortés. Nos mostró cómo funcionaba la ducha, cómo acomodar las cortinas para preservar la oscuridad en la mañana, la manera de regular el aire acondicion­ado, recomendó opciones gastronómi­cas y otros detalles que me parecieron la delicia de la dedicación. Más tarde, cuando volvimos de cenar, Gregorio planchaba manteles. “Buenas noches”, nos deseó mientras descolgaba la llave del casillero. Fue todo lo que dijo. Por la mañana, otra recepcioni­sta charlaba con él, que ya rumbeaba a la puerta a fumar el noséquénúm­ero cigarrillo. Querido Gregorio, celebro tu figura, y en ti cifro el resguardo y la esperanza del viajero sosegado.

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DIEGO FERNANDEZ OTERO Precio y calidad. Estamos sometidos a algoritmos de búsqueda que eliminan hoteles básicos, más cómodos, y sugieren hostels no tan económicos.

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