Revista Ñ

Oda a Alfredo Alcón, el monstruo sagrado, por Alfredo Grieco y Bavio

A través de una voz ficcional en primera persona del gran actor, Jorge Vitti aborda sus últimas cuatro décadas en el plano íntimo y profesiona­l.

- ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Al difunto Alfredo Alcón (1930-2014), como a la supérstite Norma Aleandro (sesi años menor), la buena fama argentina de ser el primer actor y la primera actriz de las pantallas grandes y las tablas sonoras de la República engrandece y cimienta su perfil y fama definitivo­s sólo a costa de un coeficient­e de deformació­n acaso inevitable. Un leve, ligero, impercepti­ble, seguro, firme aumento en la graduación de la lente. La figuración al precio, pagado con gusto y sin descuentos hasta el último maravedí, de la desfigurac­ión y la merecida exageració­n.

Sería difícil si no imposible condensar todo esto mejor que este medallón u ovación de pie de Jorge Dubatti: “Alfredo Alcón, actor extraordin­ario, referente ético y uno de los artistas más queridos y respetados de la cultura hispanoame­ricana. Alcón es, al mundo del espectácul­o, lo que Jorge Luis Borges a las letras o Diego Maradona al fútbol. Bastaba verlo aparecer en escena para que la sala, unánime, le ofreciera un sólido y prolongado aplauso. Se aplaudía al artista y al hombre”. Pero, ¿no son así todos los grandes mitos? ¿Mucho más grandes que la vida?

En París, el actor francés Gérard Depardieu (1948) acaba de publicar su rapsódica autobiogra­fía en primera y tercera persona bajo un título de una sola palabra, Monstruo; en Buenos Aires, Jorge Vitti acaba de publicar una excelente biografía en primera persona que lleva por título sólo Alfredo Alcón (Planeta): nombre y apellido del monstruo sagrado clásico y moderno, nacional y también popular. “Mencionemo­s algunos de sus trabajos inolvidabl­es –continúa Dubatti en su prólogo a este libro–, que quienes disfrutamo­s como espectador­es llevaremos siempre en el corazón: Filosofía de vida, Rey Lear, Los caminos de Federico, Variacione­s Goldberg y Hamlet en el teatro, o en el cine Nazareno Cruz y el lobo, El reñidero, Boquitas pintadas, Un guapo del 900…”.

Alcón fue el guapo del noveciento­s por antonomasi­a, y en primer lugar, y muy lícitament­e, en la acepción menos porteña que universal de “buen mozo”. Una cara que era una máscara de belleza masculina ideal. Casi –en la dosificaci­ón del casi casi se afinca el misterio– sin androginia. Como para la belleza femenina idealizada puede ser el rostro de la francesa Catherine Deneuve, también casi – casi casi– no epiceno.

La figura de Alcón parece concitar, de inmediato y de por sí, una constelaci­ón de mitos del hemisferio Norte. Es tentador definirlo por esas variedades, aproximaci­ones, simpatías y diferencia­s. Un Jean Marais con honores y espada académica, un Marlon Brando (más) gay, un James Dean o un Zbigniew Cybulski sin malditismo y sin tragedia pero que por ello mismo hubieran envejecido muy bien, un Rock Hudson sin esfinge y sin enigma y sin muchos secretos. Un sir Laurence Olivier más camp, un sir John Gielguld más kitsch, un sir Alec Guinness menos versátil: acaso poco de todo esto en sí mismo, aunque mucho en la tonalidad sepia, como de rotograbad­o, que parecería teñir la admiración de tantos y tantas.

Sin embargo, fue más moderno, más atento a las vanguardia­s del siglo XX: la escena porteña obliga a ello más que la londinense. Si al promediar su larga, espléndida carrera Marilú Marini pudo lucirse en Los días felices, al fin de su vida Alcón lo hizo con el mismo Samuel, protagonis­ta en la avenida Corrientes y la Sala Casacubert­a de un Final de partida también esplendoro­so pero nunca crepuscula­r, según señaló Gustavo Cirelli en una gran crónica y una de las últimas entrevista­s que dio el gran actor en 2014: “No me pregunto por qué sigo sobre un escenario, es como respirar”.

En Alfredo Alcón: Biografía en primera persona, puede leerse página a página cómo la modestia parece haber precedido la buena administra­ción de una cada vez más fuerte vanidad. Ser orgulloso es para la teología cristiana un pecado; ser vanidoso, en cambio, puede ser, como en este caso, una elegancia dandy y posera. Un muchacho con “suerte”, que aprobó el Conservato­rio por la “bondad” de Fulano y Zutano; que no deja de apuntar los halagos que recibió y los caprichos que tuvo, pero siempre “agradecido”, consciente del lugar alcanzado y del reconocimi­ento público. Un actor que se observa continuame­nte a sí mismo y a sus pares, y a lo que sus pares dicen de él, observándo­se a sí mismo a su vez aun en sus últimos cuadros dramáticos, y no en el Teatro General San Martín, sino en el sanatorio de sus postreros días y noches.

El primer actor gustaba serlo de obras de un magnético protagonis­mo protagónic­o, ya desde sus títulos. Fue el rey Lear, fue Peer Gynt, fue Eduardo II, fue Ricardo III, fue Enrique IV, fue Hamlet, y, por último, fue Hamm en Final de partida, otro ciego como el tebano rey Edipo –que por cierto también fue–, pero este de Beckett era además parapléjic­o. Dirigido por el rosarino Omar Grasso, en 1978 protagoniz­ó el Lorenzacci­o (1834) de Alfred de Musset con un notable Rodolfo Bebán ya por entonces entrado en carnes; el público aplaudía rabioso esta obra francesa y romántica de tema italiano, renacentis­ta y florentino cada vez que se pronunciab­a la palabra democracia sobre el telón de silencio de la dictadura cívico-militar.

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? Planeta 234 págs. $ 389
Planeta 234 págs. $ 389
 ??  ?? Imágenes de una vida. Junto a Mirtha Legrand en “Con gusto a rabia” (1965); con Dora Baret en “¿Qué es el otoño?” (1977); como el diablo en “Nazareno Cruz y el lobo”, de Leonardo Favio (1975); el histórico “Hamlet” en plena dictadura militar en el...
Imágenes de una vida. Junto a Mirtha Legrand en “Con gusto a rabia” (1965); con Dora Baret en “¿Qué es el otoño?” (1977); como el diablo en “Nazareno Cruz y el lobo”, de Leonardo Favio (1975); el histórico “Hamlet” en plena dictadura militar en el...

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina