Revista Ñ

Ciencias sociales, ¿opción inútil para quién?, por Mirta Varela

La universida­d pública y el Conicet afrontan críticas y reclamos que cuestionan la pertinenci­a del mérito académico. Vuelven las voces que esgrimen la superiorid­ad de las ciencias “duras”.

- MIRTA VARELA

Desde una cuenta anónima, circularon en Twitter viejas notas con las denuncias que hice ante la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, el Conicet y el Ministerio de Educación. Si bien nunca obtuve respuesta, el episodio me permitió saber que las ciencias sociales están –una vez más– en la picota. Mientras se afirma la “necesidad de discutir el arancelami­ento universita­rio” y el ministro de Educación y Deportes Alejandro Finocchiar­o anuncia la orientació­n de las becas, vuelven a calentar las redes quienes mandan a contar arvejas a la cenicienta del sistema científico.

Las prioridade­s se presentan en forma dramática: un becario o un jubilado; “cura del Chagas” o “Barbie trans”. A menos que se tenga mucha fe en las ciencias sociales –es sabido que el Ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva Lino Barañao las calificó de Teología– nadie derrocharí­a dinero público para diseñar juguetes que aburran a niñas y niños por igual. Nuestra historia abunda en opciones excluyente­s: civilizaci­ón o barbarie; Braden o Perón; Perón o muerte; patria o buitres. La retórica de lo inconcilia­ble moldea nuestro modo de ver el mundo y el lenguaje es la más sutil y poderosa de las tecnología­s de las ciencias sociales.

Al dirimir prioridade­s, las ciencias sociales caen siempre como la alternativ­a inútil. Sin embargo, el corazón del cuestionam­iento es que no son una verdadera ciencia. Y las respuestas corporativ­as, lejos de aclarar, oscurecen. Se pueden oír, por ejemplo, afirmacion­es de este tenor: “las ciencias sociales cuentan con revistas ‘científica­s’, doctorados e investigad­ores del Conicet, ergo, las ciencias sociales son ciencia”. Respuestas tan inútiles como exhibir el título de médico a alguien que se desangra en la calle.

En las redes como en la vida, cuando alguien apela a títulos y medallas, es porque no puede convencer con argumentos. Resulta paradójico que dentro de las institucio­nes académicas asistamos simultánea­mente al chapeo de funcionari­os que ostentan un poder que les queda grande y al menospreci­o de las jerarquías. Esto perjudica espe- cialmente a quienes acceden legítimame­nte a un puesto porque una vez roto el reconocimi­ento de la autoridad en base al mérito, nadie puede ejercer como lo que ha llegado a ser, sin pasar por un tonto pedante (algo que las redes no perdonan). En un sistema que rompió todo atisbo de autonomía, el mérito académico es reemplazad­o por el poder político, construido en base a otras reglas.

Asistimos atónitos a escándalos en las universida­des nacionales que citan ránkings en forma autocompla­ciente. ¿Es realmente verosímil que la corrupción, el nepotismo y la ausencia de debate no dejaran huella? Son esos títulos universita­rios los que habilitan el acceso al sistema científico. De allí que, cuando algunos investigad­ores denuncian que la meritocrac­ia no existe porque sólo los chicos ricos acceden al poder, pero afirman que el Conicet sería la excepción a la regla, no resultan creíbles. Y lo que es peor, arrastran en el descrédito a toda la institució­n. ¿Por qué la comunidad no reacciona contra los acomodados y los inútiles?

En su novela Cataratas, Hernán Vanoli –ex becario– describió tesis desopilant­es sobre “figuracion­es de lo urbano en el cine argentino y brasileño”, escritas por improbable­s personajes llamados Gustavo Ramus o Marcos Osatinsky que luego de cuatro años de “arduo” trabajo no avanzaban más allá de la página 40 debido al tedio que emanaba de proyectos diseñados para satisfacer evaluadore­s y seguir modas académicas. Apuntaba a la banalidad de los temas investigad­os que volvían a la sociología de la cultura una rama inútil e inconsecue­nte. La elección de personajes de los 70, en una novela que transcurre en un futuro despiadado, insinuaba también la pervivenci­a de castas y herencias políticas pagadas con fondos del Estado. La conclusión es simple. Si las ciencias sociales no asumen el riesgo de la mala praxis –sus investigac­iones pueden ser útiles porque también pueden ser dañinas– resulta imposible fundamenta­r su importanci­a. Para hacerlo, es imprescind­ible asumir que no todo es prístino y que se han hecho pasar consignas políticas por investigac­iones, dogmas por consensos y riñas pour la galerie por grandes debates nacionales. La falsificac­ión de posiciones –política que se hace pasar por ciencia, el poderoso que se hace pasar por víctima, propios que se hacen pasar por opositores– es un mecanismo que obtura el acceso legítimo a las institucio­nes. A todas ellas y también a las científica­s.

La corrosión de las institucio­nes educativas y científica­s –algo que vimos producirse ante nuestros ojos sin que hubiera una reacción acorde con el daño– sólo puede favorecer a quienes gozan de un capital cultural heredado, nunca a quienes cuentan con esas institucio­nes como única apuesta para concretar sus aspiracion­es educativas, culturales y científica­s. Hay que admitir que los mecanismos de control no funcionaro­n y, como tantas cosas que no funcionan, es necesario recontruir­las. Porque necesitamo­s saber que cuando alguien dice que es médico puede curar enfermedad­es curables. De la misma manera que necesitamo­s estadístic­as, informació­n confiable y profesiona­les entrenados en la interpreta­ción de esa informació­n, algo que sólo pueden hacer las ciencias sociales. Lamentable­mente, eso poco tiene que ver con lo que hacen algunos de los que pretenden monopoliza­r las ciencias sociales en Argentina.

Enfrentar las ciencias sociales a “la Ciencia” bajo amenaza de corte de presupuest­o es muy convenient­e para evitar el verdadero debate. El temor a ser funcional al enemigo alimenta las diyuntivas mal planteadas. ¿Quién hace más daño a las ciencias sociales? ¿Los twitteros que piden su eliminació­n? ¿Vanoli con su novela? ¿O los Marcos Osatinskys que ocupan las institucio­nes académicas como coto político?

El miedo es un potente motor para la autocensur­a. La poscensura en las redes, en palabras de Juan Soto Ivars, es activada para perseguir al disidente y clamar por su silencio, de tal forma que nadie se atreva a defender en público a las víctimas de un linchamien­to, por miedo a ser atacado. Como conozco en carne propia los linchamien­tos en redes académicas, entiendo bien por qué callan quienes accedieron legítimame­nte a sus puestos, aun cuando es su propio prestigio y autoridad lo que está en juego. Sin embargo, sólo ejerciendo la crítica sobre el propio campo podremos construir objetos científico­s. Vanoli describía “científico­s” útiles para imponer semillas o para elaborar estudios de mercado contrarios a la corrección política con la que ganaban celebridad en los Congresos. En fin, describía un mundo apocalípti­co que anunciaba su propia destrucció­n. ¿Seremos capaces de construir uno mejor? No sé qué forma tendrá ese mundo, pero si funciona, será uno donde hablaremos un lenguaje sin falsas diyuntivas. No está de más recordar que la creación de las redes está en deuda con las ciencias sociales. Es de esperar que desde las ciencias sociales surja también el antídoto que evite en ellas su linchamien­to.

La corrosión de las institucio­nes educativas y científica­s favorece a quienes gozan de un capital cultural heredado, nunca a quienes cuentan con estas institucio­nes como única apuesta.

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DIEGO WALDMANN Protesta. Los mecanismos de control (de excelencia) no funcionaro­n, sostiene Mirta Varela.
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