Revista Ñ

El duelo del punk convertido en danza. Perfil de Patti Smith, por Julia Villaro

A los 71 años, la música, poeta y artista visual vive una segunda edad de oro. En la muestra “Les Visitants”, que exhibe sus polaroids en el CCK, dará un recital de poesía y un concierto acústico.

- JULIA VILLARO

Afines de la década del 60, una jovencísim­a Patti Smith caminaba las calles de Manhattan para asistir a las lecturas de los poetas de la generación Beat, a quienes asiduament­e se cruzaba por el barrio de Chelsea, o incluso por los pasillos del hotel homónimo que durante un tiempo fue su “hogar”. Tal vez nadie imaginó en ese momento que aquella muchacha flaca, de aspecto tímido y desgarbado y pelo lacio siempre sobre el rostro, amante de la poesía de Rimbaud, Yeats y William Blake, que vivía con casi nada salvo su mazo de tarot y el collar persa que le había regalado a poco de conocerse su novio/amigo Robert Mapplethor­pe, iba a llegar a ser uno de los referentes más importante­s de la música punk en todo el mundo. Menos aun podríamos imaginar que muchos años después, ya cumplidos sus setenta, la misma artista sería igualmente reconocida como música que como poeta, que ganaría el National Book Award entre otros premios literarios, y que participar­ía de diversas muestras de fotografía, como autora y curadora. El caso Patti Smith es singular porque conjuga con la misma fuerza los ruidosos destellos del punk con cierto romanticis­mo del siglo XIX. Su obra define menos una estética que un espíritu.

No es casual que después de un auge musical durante los 70 y del posterior repliegue silencioso al que la llevó una sucesión de muertes cercanas (la de su hermano Todd y la de su marido, el guitarrist­a Fred “Sonic” Smith, fundamenta­lmente; también la del fotógrafo Robert Mapplethor­pe, pareja durante sus años de juventud, amigo y confidente durante todos los demás), Patti esté viviendo ahora una suerte de segundo e intenso reconocimi­ento: se agotan sus libros tan rápido como las entradas a sus conciertos y los fans que llegan a Nueva York deambulan con la ilusión de verla por el Greenwich Village, donde se sabe que vive desde hace varios años –se la ha visto por las mañanas en bares, ahora legendario­s, leyendo y tomando café negro y amargo. La soltura con que Smith ha incursiona­do, a lo largo de su carrera artística, en las más disímiles vertientes expresivas, encarna una actitud muy propia del arte contemporá­neo, en el que las barreras se diluyen y las disciplina­s se acercan. Como todo artista realmente contemporá­neo, Patti Smith es una artista integral.

Niña a contrapelo en un entorno rural humilde y fuertement­e religioso, nació en Illinois en 1946 y desde chica encontró en la lectura –de Alicia en el País de las Maravillas, de Peter Pan, de las Iluminacio­nes de Rimbaud– su modo de mitigar esa monotonía. Y si bien renegó de su formación evangelist­a apenas pudo (“Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos”, escribió en “Gloria”, una de sus primeras canciones), nunca perdió de vista esa suerte de misticismo laico que sobrevuela y reverbera en toda su obra. “Los poemas –definía en una entrevista– son como pequeñas plegarias”.

Con poca plata y algunos libros como amuletos, llegó en 1966 a Nueva York para buscar trabajo y sobre todo nutrirse de su ambiente cultural (y contracult­ural). Mucho de lo que transcurri­ó en esos años –el azaroso comienzo de su relación con Mapplethor­pe; su viaje a Francia para visitar las tumbas de Rimbaud y Morrison, y realizar las primeras performanc­es en las calles parisinas; el día en que Allen Ginsberg la invitó a comer un sándwich para intentar seducirla pensando que era un chico; el descubrimi­ento, casi involuntar­io, de su identidad como música– fueron contadas, con una prosa tan simple como amable en Just Kids, el libro que publicó en 2010 respondien­do al pedido de que cuente su historia de un Mapplethor­pe enfermo y agonizante. Se habían conocido de casualidad apenas llegada a la ciudad, cuando ella buscaba en un departamen­to a otros amigos y en su lugar lo encontró a él. Ese azar se volvió a repetir al poco tiempo en la calle, entonces Mapplethor­pe simuló ser su novio para ayudarla a escabullir­se de una cita desafortun­ada con otro hombre y ya no volvieron a separarse. Vivieron juntos, primero en un departamen­to casi vacío y después en el Chelsea Hotel, mientras cada uno fraguaba su respectiva carrera, que explotaría pocos años después.

Trabajando en una librería y escribiend­o en los ratos libres, Patti alternaba su presencia en el under neoyorkino, donde las lecturas de poesía se fusionaban con la música, el teatro y los clubes de moda en los que Mapplethor­pe comenzaba a hacerse conocido y a experiment­ar con la fotografía erótica que después lo hizo famoso. En 1971, Patti participó en algunas obras de teatro y comenzó una relación profesiona­l y sentimenta­l con el dramaturgo Sam Shepard, con quien escribió y protagoniz­ó la obra Cowboy Mouth. La música irrumpió en su vida casi de forma tangencial. “Quería llevar mis poemas a otro nivel y entonces le pregunté a Lenny Kaye (quien es, hasta hoy, el guitarrist­a de su banda) si podía simular con una guitarra el sonido del choque de un auto”, relató en una entrevista. Era la primera vez que Smith leía sus poemas frente al público y lo hizo, gracias al contacto de Mapplethor­pe, en la Factory de Andy Warhol. Ante un hecho que no podía comprender­se ni como canción ni como poema, las respuestas del público no fueron, al principio, las mejores. Pero el punk ya empezaba a rodar y, para mediados de los 70, su banda Patti Smith Group daba conciertos alrededor del mundo. Horses, de 1975, fue su primer disco. En él su voz oscila entre la sensualida­d y el lamento, suspendida sobre cuerdas chirriante­s. Le siguieron Radio Ethiopia (1976), Easter (1978) y Wave (1979).

Durante los 80, se dedicó a la crianza de los dos hijos que tuvo con “Sonic” Smith, un guitarrist­a de Michigan que había conocido en una gira y con quien estuvo

casada hasta que murió, en 1994. Su pérdida sumió a Patti en un aislamient­o del que logró salir con la ayuda de sus amigos Michel Stipe, cantante de R.E.M., y su siempre admirado Bob Dylan, que la invitó a tocar en su gira “Lost Paradise Tour”. El video de Smith, emocionada hasta las lágrimas, cantando “A Hard Rain Is Gonna Fall” en la entrega del Nobel de Literatura a Dylan en 2016, corrió entre los fanáticos como reguero de pólvora en las redes.

Casi como un acto performáti­co o una obra de arte procesual, Patti viaja y visita lugares que fotografía con su Polaroid. Sus fotos espontánea­s admiten veladuras y fuera de foco, y allí radica su belleza. Algunas de ellas son las que pueden verse ahora en el CCK como parte de la muestra de la Fundación Cartier, Les visitants,

creación de Guillermo Kuitca. Allí se presentará Smith la semana próxima, leyendo y cantando, que al fin y al cabo para ella es una sola y misma cosa. “Algunas veces la poesía –dice– es como una lengua secreta que toma tiempo descifrar. Pero no dejo que eso me perturbe. Si no entiendo un poema enseguida, pero me siento seducida por su belleza, sólo me dejo enredar por ella”.

 ?? PHILIP MONTGOMERY/THE NEW YORK TIMES ?? Sacerdotis­a. Smith en su casa de Rockaway Beach, Nueva York: la tierra prometida a la que llegó en 1966 en un tren desde Nueva Jersey.
PHILIP MONTGOMERY/THE NEW YORK TIMES Sacerdotis­a. Smith en su casa de Rockaway Beach, Nueva York: la tierra prometida a la que llegó en 1966 en un tren desde Nueva Jersey.

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