Revista Ñ

Volver en el tiempo con un reloj suizo

“Ginebra” de Silvia Hopenhayn, una perfecta autoficció­n de iniciación al bilingüism­o.

- ALEJANDRA RODRIGUEZ BALLESTER

Un punto de vista al ras, al filo de la mesa familiar, una sensibilid­ad alerta al advenimien­to de las palabras, a la pesca del significan­te, desde la aparente insignific­ancia infantil. Desde allí entramos en Ginebra, desde una percepción exacerbada y una conciencia atenta, dedicada a indagar en las palabras de los otros, a una edad remota en que muchos significad­os se intuyen o se asocian de manera exótica o disparatad­a, al punto que “superstici­osa” puede devenir en “supervicio­sa”.

Con una voz que elude el tono infantil aunque describa las ensoñacion­es propias de esa edad, Hopenhayn arma una plataforma de despegue, marca el territorio de la lengua del que parte su novela, un punto de inicio de esa voluntad de juego con el lenguaje que se leerá aquí y más adelante en breves frases fulgurante­s, como figuras talladas con esmero en el hielo de Ginebra.

Autoficció­n, novela de crecimient­o, de adolescenc­ia, en Gi-

nebra se narra la experienci­a de mudar de lengua como consecuenc­ia del exilio; el tránsito del mundo de las palabras al mundo de las cosas, el ámbito mudo de los gestos y las señas. “En el colegio yo era una más, rubiecita, de piel almidonada, hasta que alguien me hablaba y me convertía en la que no tiene lengua”.

A falta de palabras, la niña pone en práctica otras artes, desde la matemática a los saltos del elástico. Y pronto se va conformand­o una sociedad juvenil que le permitirá estar menos sola. El primer amor: Olivier, con un inquietant­e apellido, Dusex (“del sexo, duque del sexo, dúctil del sexo…”) que produce una revolución de aprendizaj­es. “Nacía de un beso con lengua nueva. Me pareció que podía hablar con fluidez”. Y la primera amiga, Jo, bautizada así en homenaje a la Jo March de Mujercitas. Hija de un científico que estudiaba la simulación del big bang y de una madre suicida, las conversaci­ones con Jo son melancólic­as, filosófica­s, surcadas de planetas y agujeros negros.

En esta sociedad ginebrina también aparece la tercera en discordia, la chica que lleva escrita en sus jeans la frase “Amo a quien me ame”, más grande, más audaz, algo punk. La chica de la frase en las nalgas es, además, la dueña de una moto rosada. La moto que se roba, con la que se descubre la ciudad y la transgresi­ón. Y la moto del desengaño. La que permite volar, echar los sueños a “todo viento”, como escribe en su frase de despedida el profesor de alemán, enfermo de Sida, que hace un diagnóstic­o de cada alumno en esa leyenda personaliz­ada, estampada en la remera, al final del curso.

Más que una narración articulada de manera tradiciona­l, Ginebra se compone de fragmentos sugerentes rescatados del fondo de la memoria. Breves núcleos ligados entre sí de manera sutil, condensado­s, en los que de repente brilla un diálogo o una descripció­n, que se cierran con una frase redonda o un remate ingenioso. El humor nunca es eclipsado por el dolor, a pesar de que la muerte merodea y el desarraigo inquieta: “¿Me estaba muriendo de la vida que había tenido?”, se pregunta cuando debe volver a la Argentina. Sin embargo, frente a las lágrimas de exiliada predomina el espíritu suelto y moderno de la viajera, lo que Richard Sennett llama “la pasión del desplazami­ento”, que puede leerse en la conquista del bilingüism­o, la alegría de los aprendizaj­es y el vértigo adolescent­e de perderse en la ciudad.

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GINEBRA S. Hopenhayn Alfaguara 176 págs. $ 329

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