Flora y fauna
Dos libros leídos en tiempo récord y unas cuantas fotos muy pequeñas. En eso se basaba, hasta la semana pasada, mi amor incondicional por aquella mujer de melena plateada sobre los hombros y obligado bláizer negro. Algunos meses atrás había tenido el fantasioso impulso de buscarla por las calles heladas de Manhattan para decirle gracias, aunque sin saber muy bien por qué le estaría agradeciendo. Seguramente por las historias, por la sencillez de las palabras. La vergüenza bloqueó en esa oportunidad mis ganas. Por eso cuando el CCK anunció, en el marco de esa muestra colosal que es Les Visitants, la visita de Patti Smith, sentí que podría tratarse de mi revancha. La oportunidad de tenerla cerca, de cruzarla por la calle, de preguntarle, acaso, si creía como yo que el punk había sido, o podía ser todavía, una fuerza mística además de una consecuente contracultura. Esperé atenta los anuncios y cuando supe la fecha exacta di el zarpazo para conseguir entradas. Muchos otros la esperaban, así que no fue fácil. Pero el miércoles 28 de febrero, antes de la primera de las dos presentaciones que hizo en Buenos Aires, anunciada como un “recital de poesía” del que también participaron Alberto Manguel y Guillermo Kuitca, me despertó la emoción de estar en las vísperas de nuestro encuentro.
Contra todos los pronósticos lo que primero me alcanzó no fueron las palabras. Jamás me imaginé que una vibración tan etérea como la voz humana pudiera tener semejante efecto sobre el cuerpo. Frente a un público que llenó la Sala Sinfónica del edificio del ex correo central (un público en el que predominaban hombres y mujeres en sus treinta, que al igual que yo la conocieron antes como leyenda que como artista) Patti leyó, cantó y bailó. En ella –pensé mientras la veía mover sus manos largas, como encantando serpientes– la música, la danza y la poesía son una sola y misma cosa.
Entre tema y tema –en su mayoría versiones propias de temas de otros– Manguel le acercó traducciones en inglés de algunos de nuestros popes literarios: no faltaron Alejandra Pizarnik, Borges y Silvina Ocampo, ni un poema de María Elena Walsh hablando del continente americano que nos emocionó a todos y que ella guardó especialmente y prometió leer a su regreso a Nueva York, cuando junto a otros músicos participe de un recital a favor de la regulación de la tenencia de armas en Estados Unidos, promovida por estudiantes secundarios. “No me miren a mí –repitió más de una vez–, es la juventud la que se está levantando”.
En un muy discreto segundo plano Guillermo Kuitca –que en tanto curador de la muestra era el artífice del evento– proyectaba en el fondo de la escena pinturas de tonos cálidos que teñían el encuentro de rojos anaranjados y violáceos. “¿Creés en la vida después de la muerte?”, preguntó Manguel cuando Patti leyó una carta que le escribió a su amigo y amor Robert Mapplethorpe, días después de la muerte del fotógrafo. “Creo en el viaje y en el movimiento –contestó ella– y no veo por qué el hecho de que dejemos de verlo con nuestros ojos debería significar que ese movimiento se ha detenido”.
Mucho más que los cuarenta minutos anunciados por el personal del centro cultural duró el recital poético. Patti y Manguel fueron tejiendo un diálogo íntimo, tranquilo, probablemente ensayado –cada idea desplegada daba pie a una canción precisa– que también tuvo sus momentos de frescura.
Hablaron del amor, del cinismo, de la ceguera y del color amarillo. “En un mundo de corporaciones todos somos marginales” fue una de las tantas frases que ella disparó a quemarropa. Minutos después levantó el bollito verde que le habían lanzado desde la platea y se lo ajustó a la muñeca, levantando el puño a favor del aborto.
Antes de cantar el último tema –un cóver dulcísimo de “I can´t help falling in love with you”, de Elvis– explicó que no haría bises porque tenía hambre y pidió que no insistieran. Semejante acto de sinceridad fue la clave del éxito, ante un público famoso por sus demostraciones de cariño y una devoción, un tanto explotadora, hacia sus artistas.
En la última bandeja del pullman –el espacio que democráticamente supimos conseguir todos los que no pudimos hacer guardia en el edificio desde el mediodía– yo había estado hasta ese momento entregada al sonido, conmovida por el espectro de colores que esa voz aún desplegaba: el dolor, la sabiduría y la sensualidad, todavía posible, a los 71 años. En ese instante abrí los ojos y sucumbí al influjo de las pantallas: tuve la ambición de grabarla, pero cancelé la misión apenas me di cuenta de que estaba reduciendo mi vivencia a los pocos centímetros que mide mi teléfono.
El jueves reincidí. Junto a otros cuatro músicos en escena el concierto fue mucho más “rockero”. En esa segunda noche no faltaron ni los clásicos ni los bises, pero sí, acaso, algo de esa intimidad compartida entre más de mil personas que inesperadamente sucedió el día anterior. En el lapso de 24 horas Patti Smith confirmó por qué es una leyenda del punk, pero también desplegó ante el público porteño una faceta menos conocida, más cercana a la poesía, aunque no necesariamente al poema: la magia de una voz poniendo en acto la palabra.