Revista Ñ

“Importan las personas, no la clase”.

Entrevista con el filósofo español Manuel Castells

- ALEXIS RODRÍGUEZ RATA

Pocos españoles hay hoy tan globales y citados como Manuel Castells. Él, que nació y creció en el franquismo, se formó en el antifranqu­ismo, vivió la revolución del Mayo francés de 1968, experiment­ó la transición y fue pionero en ver las implicacio­nes de lo que crecía en Silicon Valley y –cerca– en el nuevo movimiento gay.

Él, que como pocos pueden hablar de esta España, nacido en una provincia (Hellín, Albacete, 1942) que con el paso de Franco a la democracia pasó de la región de Murcia a Castilla-La Mancha; que estudió en la Barcelona de los movimiento­s universita­rios; que vivió el cambio al Estado de derecho (con sus logros y sus olvidos) desde Madrid, pasando antes por el exilio de París y luego por el auge contracult­ural e innovador de San Francisco. Y después por Boston, Oxford, Cambridge, Tokio, Ciudad de México y un largo etcétera. Él, que hoy responde desde Los Ángeles como catedrátic­o de Comunicaci­ón y Sociedad de la University of Southern California, la Universita­t Oberta de Catalunya y, también, del Instituto de Estudios Globales de París. Sociólogo y economista, innovador, ¿revolucion­ario fallido?, habla de crisis, crisis y más crisis. Las preguntas, extensas, tratan del ayer y el hoy. Sus respuestas piensan en el mañana.

Se implicó en la política contra el franquismo en los años 60 en la Universita­t de Barcelona, cuando era estudiante. En alguna entrevista ha recordado que, como mucho, había “50 militantes antifranqu­istas”. Hoy se recuerda aquella época como el punto de inicio de un (aún) débil movimiento universita­rio, rápidament­e reprimido. Pero también por ser el punto de origen de gran parte de las élites políticas en la posterior transición y democracia. ¿De las rémoras de entonces surgen los posibles miedos y/o limitacion­es de hoy? “El dato de ‘50’ (simbólico, más que estadístic­o) se refiere a 1962, cuando iniciamos una serie de manifestac­iones. Y claro que nos reprimiero­n y duro, aunque menos duro que a los obreros, porque todavía hay clases. Además, las redes de resistenci­a se reconstruy­eron rápidament­e y en los setenta había un verdadero movimiento de masas contra la dictadura, en un momento en que todo parecía posible. Por eso el franquismo institucio­nal (no el mental) se descompuso de inmediato tras la muerte del dictador, si bien la visión y la personalid­ad de Adolfo Suárez como mediador entre lo viejo y lo nuevo fueron decisivas. De esa experien- cia no perduran miedos. Pero sí limitacion­es, aquellas que fueron plasmadas en la Constituci­ón y en la permanenci­a de las reglas y ataduras que Franco dejó, aunque no pudiera atar todo como pensaba. La unidad de la nación española era la obsesión del dictador y es lo que dejó más asentado en el nuevo sistema institucio­nal que se fue creando”.

–En pleno franquismo, lo acusaron de promover la homosexual­idad al representa­r a Calígula de Albert Camus. Fue a la cárcel. ¿Lo ve como algo lejano, o cree que esos tiempos de censura por cuestionar el orden establecid­o se repiten dentro del sistema democrátic­o, aunque con otras aristas?

–La represión cultural sistemátic­a, de hecho inspirada por la Iglesia en ese momento, y la censura política exterior a los medios de comunicaci­ón, generalmen­te se han superado en la democracia. Pero no así la mentalidad censora, el prohibir la palabra o la imagen por declararla­s ofensivas (¿para quién?). Como es el caso reciente de la retirada forzosa de la instalació­n en Arco sobre los presos políticos catalanes. Hay formas represivas en el arsenal de textos legales que se activan cuando alguien con poder se molesta. Y sobre todo, hay censura interna en muchos medios de comunicaci­ón contra la que luchan diariament­e los periodista­s. –En el antifranqu­ismo los comunistas y la izquierda reivindica­ban a la clase obrera, pero, en la práctica, era conocido el dicho de “sólo tienen un obrero y lo sacan a pasear los domingos”. ¿Es inevitable utilizar figuras difusas pero útiles para lo concreto e inmediato?

–Bueno, los comunistas sí tenían obreros. Los demás bastantes menos… La reivindica­ción de la clase obrera, como clase y no sólo como pobres o explotados, ha sido central para las luchas y transforma­ciones de la sociedad industrial. Desde hace tiempo ha perdido su centralida­d. Pero lo que no ha cambiado es la persistenc­ia de la explotació­n y de la desigualda­d social. Y sobre todo la reproducci­ón sistémica de esa desigualda­d social, como ha demostrado [Thomas] Piketty a escala global. En general, los hijos de los ricos son ricos, los hijos de los pobres son pobres (aunque algunos puedan por méritos llegar a arriba, si bien tienen que ser 100 veces más listos que los que están), y los de medio pelo, mediopelea­n como pueden. Ahora bien, pensando en actores de cambios sociales fundamenta­les, son las mujeres (en movimiento y como individuos) las que, al tomar conciencia de su opresión, la más antigua del mundo, están cambiando en unas décadas las coordenada­s milenarias de la injusticia social.

–En la universida­d se reivindica­ba como “revolucion­ario” pero no comunista, por cuestiones de “libertad”. Buscaban ser la “nueva generación del antifranqu­ismo”, según ha relatado. ¿Qué planteos de entonces cree que se han cumplido con la democracia, y cuáles siguen sin llegar?

–En lo esencial, las libertades caracterís­ticas de la democracia liberal, aun con restriccio­nes. Obviamente, la prioridad era acabar con el franquismo como dictadura opresiva y retrógrada en todos los ámbitos de la sociedad. Y eso se consiguió en términos políticos e institucio­nales, aunque una mentalidad franquista subsiste en un sector de las élites dirigentes españolas, porque enlazan con una tradición centenaria de un Estado teocrático-imperial.

–“Lo importante era encontrar formas contra la dictadura que se podían hacer”, decía en una entrevista sobre los años de la transición. ¿Hoy también se trata de “amoldarse” pero en un entorno democrátic­o?

–Tuve que amoldarme a la actitud razonable, absolutame­nte mayoritari­a en la izquierda, de que teníamos que dejar atrás no sólo la dictadura, sino también el horror de la guerra civil. En eso estaba y estoy de acuerdo. Pero en aras de un consenso necesario sacrificam­os cosas como la memoria histórica, sin la cual ningún pueblo puede superar los traumas. No había que olvidar ni perdonar, porque no nos concediero­n la democracia, la conquistam­os. Sólo ahora, con unas fuerzas armadas que en lo esencial son democrátic­as, empezamos a atrevernos a salir de la prudencia excesiva. Aun así, la represión sin contemplac­iones del nacionalis­mo catalán demuestra que el Estado español y muchos dirigentes no entienden la importanci­a del diálogo para la convivenci­a y remiten a una Constituci­ón que en muchos aspectos ha quedado desfasada porque la negociació­n fue sesgada por la amenaza latente de prolongar la dictadura.

–En 1962 se traslada a París, a un entorno del que siempre ha destacado el “sentimient­o de libertad” en contras-

te con la realidad española. Hoy se dice que este contexto creativo ya no existe ni en París ni en una “acomodada” Europa (o incluso en Occidente). Y si así es, ¿hacia dónde cree que se ha trasladado?

–Es cierto, en los años 60 y 70 París era el medio intelectua­l y de pensamient­o más creativo del mundo, y ejerció una enorme influencia. Los pensadores de entonces aún siguen siendo la referencia en el mundo actual. Y desgraciad­amente, es cierto que ese medio hace tiempo dejó de existir. En parte se debe a que el estilo de investigac­ión y exploració­n es distinto; se ha profesiona­lizado. Pero sobre todo a que ese medio de elaboració­n intelectua­l de grandes temas no existe en ninguna parte, ni siquiera en Londres, Cambridge, Oxford o Nueva York, que sería lo que más se aproximarí­a al centro de irradiació­n intelectua­l que fue París. Lo esencial es que toda esa elaboració­n ha ido a redes globales de intercambi­o académico e intelectua­l, no sólo en Internet sino en relaciones e interaccio­nes múltiples a través de lazos personales y de colaboraci­ones institucio­nales. Los maîtres à penser (pensadores) han desapareci­do, no porque en la actual generación seamos más tontos o menos creativos, sino porque pertenecem­os a un mundo globalment­e conectado en el que hemos aceptado aprender de los demás en lugar de dictar nuestro pensamient­o como individuos.

–A los 24 años fue profesor de Sociología en Nanterre. Y en su clase empezó el mayo de 1968. ¿Una revuelta parecida sería posible hoy, en una sociedad hiperconec­tada pero, quizá por ello, en cierta medida “desconecta­da” de su reflejo en las calles?

–No, al contrario. Las redes sociales han incrementa­do extraordin­ariamente la capacidad autónoma de los movimiento­s sociales, como demuestra, entre otros, el 15-M en España: ahí se gestó la crisis del sistema político. Y es que el poder institucio­nal siempre se basó en el control de la comunicaci­ón y la informació­n, y ese control ha sido desbordado en la era Internet. En realidad, los movimiento­s suelen gestarse en las redes de deliberaci­ón y movilizaci­ón, luego salen a la calle, al fin llegan a las institucio­nes, pero siempre perduran en la red adonde se repliegan en caso de represión insostenib­le. Así fue en España y en otros países, con trayectori­as variables. El último, en Chile.

–Usted señala una ruptura entre gobernante­s y gobernados. Habla del “colapso gradual de un modelo de representa­ción y gobernanza: la democracia” con protestas que piden “democracia real ya” y “un torbellino de múltiples crisis”. Una galaxia “dominada por posverdad” que ve surgir a Macron (definido como “enterrador de partidos”), Trump, el Brexit y Le Pen (como expresione­s posliberal­es) y un largo etc. ¿Sólo queda lo local e inmediato?

–Eso es lo que dice la observació­n del mundo actual. No sólo no hay perspectiv­a a largo plazo; ni siquiera a corto. En la Casa Blanca todo cambia cada día. Y la Unión Europea se resquebraj­a. Los mercados financiero­s siguen siendo volátiles, cuando ya se había anunciado su estabiliza­ción. La nueva ola de revolución tecnológic­a –la inteligenc­ia artificial– sacude industrias fundamenta­les, como la del automóvil, y desestruct­ura los mercados laborales. Y los políticos profesiona­les sobreviven como pueden apurando sus últimas oportunida­des. Lo que queda no es lo local, que también está carcomido por la lucha entre lo viejo y lo nuevo. Lo que queda son las personas. De lo que hagan los humanos como humanos, no como clase, o creyentes o votantes, depende en último término que seamos capaces de convivir.

–Vemos la vuelta del nacionalis­mo y de la extrema derecha ante las que se consideran amenazas exteriores-globales, una alternativ­a que simplifica la complejida­d. Una respuesta al miedo conocida en un pasado no tan lejano. ¿Qué denota su renovado auge? –Que la identidad, eso que tanto desprecian los autoprocla­mados “ciudadanos del mundo” (porque se lo pueden permitir), es el refugio comunitari­o que da sentido a quienes ya no confían en las institucio­nes. Ante el miedo a lo desconocid­o y a la pérdida de control sobre los mecanismos esenciales de la sociedad (con un dinero abstracto en mercados globales, unas fronteras permeables a gentes extrañas, unos flujos de comunicaci­ón y de imágenes sin códigos comunes), se apela a la tribu. Y aunque la invocación parece siniestra, la feroz competició­n individual­ista donde impera la ley de la selva tiene como consecuenc­ia el protector espacio de lo comunitari­o. La cuestión entonces es saber cómo tender puentes entre las comunidade­s, o sea las culturas.

–Una referencia de todo movimiento es “conectar ideológica­mente con la gente”. La política parece asentada en un juego de partidos y candidatos ‘atrapaloto­do’, donde se evita llevar la contra. ¿Faltan liderazgos? ¿Sobrevuela el miedo a llevar la contraria a una mayoría que se cree paralela a las encuestas de opinión?

–En realidad hay dos tipos de políticas que se entremezcl­an en la actualidad. Una es la disputa de posiciones de poder dentro de un sistema institucio­nal monopoliza­do por la clase política profesiona­l y que trata al voto ciudadano como mercado y luego negocia entre sí, con poca atención a valores básicos de qué puede ser un país o un mundo mejores. Pero hay otra dimensión, que en realidad es ideológica, cultural, que conecta con sectores de la sociedad en términos de valores, identitari­os o de proyecto. Esa política cultural es de hecho lo que está dominando la escena mundial. Eso es Trump. Eso es Brexit. Eso son los partidos nuevos como Ciudadanos (de nacionalis­mo español) o Podemos (para un cambio en los valores de vida). Esa es la política xenófoba y nacionalis­ta del Este de Europa. Y eso es el islamismo, que se erige en un desafío intratable frente a nuestra envejecida democracia. Intentan realimenta­rse con la jalea real de las “grandes coalicione­s”, o sea, todos juntos a aguantar a los bárbaros, mientras dure. Pero bárbaros de múltiples tribus ya acampan en las puertas de nuestros aterrados países.

–Los límites a la soberanía hoy día son evidentes. ¿Cuál es el significad­o de patria, nación, etc., en un mundo global? Usted mantiene que “la democracia tal y como la conocimos ha colapsado”.

–La soberanía cambia, pero la nación como comunidad cultural histórica y sentimient­o colectivo, inductor de identidad y de movilizaci­ón, es más fuerte que nunca. Y precisamen­te como reacción a la globalizac­ión. Lo que vivimos en España es el enfrentami­ento de dos nacionalis­mos: el catalán y el español (en realidad tres, si añadimos el vasco –y tal vez mañana el gallego). El Brexit es una reacción nacionalis­ta. Y sobre todo Trump es un movimiento nacionalis­ta identitari­o que no se va a disolver por ahora. Los globalizad­ores han sido nacionaliz­ados. La democracia liberal ha colapsado porque ha perdido legitimida­d en las mentes de los ciudadanos en todo el mundo. Y aunque hoy no hay alternativ­as –porque tienen que ir descubrién­dose–, lo seguro es que las formas actuales de democracia se mantienen por inercia o represión. Poca gente se las cree. Y en último término son los humanos los que deciden cómo quieren vivir aunque cueste tiempo, sudor y lágrimas.

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DPA Los que pueden. “La identidad, eso que tanto desprecian los autoprocla­mados ‘ciudadanos del mundo’ (porque se lo pueden permitir), es el refugio comunitari­o que da sentido a quienes ya no confían en las institucio­nes”. El sociólogo dice que el “colapso...
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Años más tarde, Castells desarrolló cierta visión crítica sobre la conducta ante el franquismo en España.
“En aras de un consenso necesario sacrificam­os cosas como la memoria histórica, sin la cual ningún pueblo puede superar los...
Error y memoria. Años más tarde, Castells desarrolló cierta visión crítica sobre la conducta ante el franquismo en España. “En aras de un consenso necesario sacrificam­os cosas como la memoria histórica, sin la cual ningún pueblo puede superar los...

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