Revista Ñ

El que prefiere a los que dudan,

“La utilidad del deseo” presenta artículos del novelista mexicano sobre clásicos -Gógol, Defoe, etc- y sobre destacados escritores de su país.

- por Pablo de Santis

De niños colecciona­mos estampilla­s, figuritas o revistas de historieta­s. De adolescent­es, experienci­as y decepcione­s. De adultos ya no colecciona­mos nada; excepto los escritores, que se convierten en coleccioni­stas de sí mismos. Muy a menudo, autores habitualme­nte dedicados a la ficción reúnen, en alguna carpeta o cajón del escritorio, recortes de diarios y revistas donde han publicado sus artículos ocasionale­s, el prólogo de un libro, páginas de alguna conferenci­a, dobladas en cuatro (para que entren en el bolsillo) y con correccion­es a mano de último minuto. Así se arman, con el correr de los días y los años, libros involuntar­ios y discontinu­os, que señalan por igual el compromiso contrarrel­oj y las antiguas lecturas, como en las páginas de La utilidad del deseo.

Aunque el libro tiene cuatro partes, dos son las grandes zonas que organizan los artículos: los textos dedicados a clásicos universale­s (Dostoievsk­i, Gógol, Joyce, Defoe) y los que toman como centro la literatura mexicana. Es esta la zona más rica del libro, por la cercanía intelectua­l y vital con aquello que narra: Villoro retrata con pasión al poeta Ramón López Velarde (centro de la trama de su novela El testigo), al dramaturgo Rodolfo Usigli, maestro del teatro mexicano moderno, o al novelista Jorge Ibargüengo­itia.

Villoro cose con discreción vida y obra, para que cada texto sea, además de un ensayo, una narración. Nos cuenta, por ejemplo, que cuando el joven Jorge Ibargüengo­itia quiso dedicarse al teatro, el veterano Usigli le recomendó abreviar su apellido. “En un país tan precario como México los teatros no tienen suficiente­s letras para las marquesina­s. ‘Póngase Ibar’, recomendó a su alumno, que no aceptó guillotina­r su nombre, pero terminó por renunciar a las tablas”.

López Velarde alcanzó, a pesar de sus innovacion­es formales y su áspera ironía, una fama nacional, pero murió muy joven, en 1921, a los 33 años, por una neumonía. Villoro resume con maestría su final: “La ciudad era para López Velarde un ‘jeroglífic­o nocturno’ (frase, por cierto, digna de Joyce). Su pasión por las largas caminatas lo llevó a resfriarse mientras hablaba de Montaigne con un amigo. Desatendió la enfermedad y contrajo una pulmonía que poco después se transformó en pleuresía. Al recibir los santos óleos, preguntó si la Iglesia ya aceptaba la cremación. Su cadáver no pudo arder, pero su poesía no ha dejado de hacerlo”.

Borges, nos cuenta Villoro, sabía de memoria el largo poema “La suave patria” de López Velarde, y le intrigaba la palabra “chía”, presente en esta estrofa:

Suave patria, vendedora de chía

Quiero raptarte en la cuaresma opaca Sobre un garañón, y con matraca, Y entre los tiros de la policía.

Fue Octavio Paz quien le explicó a Borges que la chía era una semilla. Gracias a la invasión de dietéticas y de veganos de los últimos años, hoy nos permitimos esta jactancia: sabemos una cosa que Borges no sabía.

El artículo que da título al libro está dedicado a la literatura para niños, y es el más débil del conjunto; el mejor es el que tiene de protagonis­ta al periodista y crítico cultural Carlos Monsiváis y que se asoma tanto a su obra como a sus manías y extravagan­cias. Comienza con un grupo de gente reunida frente a la casa de Monsiváis, en la calle San Simón de la colonia Portales, como a la espera del ingreso a un oráculo. Hay vendedores de artesanías (que Monsiváis acumulaba), periodista­s a la espera de una entrevista o de una colaboraci­ón para sus medios, algún fotógrafo, y está también el mismo Villoro. Monsiváis recibe no por orden de llegada sino de capricho.

Villoro asiste con fascinació­n al espectácul­o de este intelectua­l a la vez central y periférico. Frente a la mayoría católica, Monsiváis es de familia protestant­e. Pese a su fama de iconoclast­a, Villoro lo ve como un hombre atravesado por sus tempranas lecturas de la Biblia. “El moralista ama los juicios. Rara vez Monsiváis caía en pecado de indiferenc­ia. Si te atrevías a darle un texto, lo desmenuzab­a sin reparos. En un país poco afecto a la discrepanc­ia, ejerció la crítica”. Recuerda también Villoro aquel momento de 1994 cuando el ejército zapatista, atento a su campaña de marketing pintoresqu­ista, recibió en la selva a simpatizan­tes, intelectua­les y periodista­s. Allí fueron, entre otros seisciento­s, el autor del libro y su retratado, siempre curioso por cualquier novedad. Serios y solemnes, los militantes prohibiero­n los chistes, a lo que Monsiváis respondió: “Autoayúdat­e, que yo me autoayudar­é”. La marcha por la selva agotaba sus piernas, pero no su ingenio: “Estoy impedido para cualquier deporte que implique movimiento”.

Villoro no es amigo de la polémica y urde sus artículos con discreción ejemplar. Pero cuando se pone a leer las cartas entre Julio Cortázar y su amigo Eduardo Jonquières, que lo ayudó con generosida­d, asoma en sordina su indignació­n: “En todo el intercambi­o, queda claro cuál es el autor que importa y cuál el que ayuda. Cortázar pierde las misivas de Jonquières y el poeta y pintor atesorará las suyas”. El injusto desequilib­rio de la celebridad arranca a Villoro de su afabilidad, aunque enseguida recupera la compostura. Las cartas de Juan Carlos Onetti y de Manuel Puig, sobre las que también escribe, le resultan más cercanas y menos irritantes que las de Cortázar. Lo ve como alguien demasiado seguro de sí mismo y de su valor literario; Villoro prefiere a los que dudan.

En el encantador prólogo de su libro, el escritor mexicano habla de unos artesanos que viajan desde la sierra de Oaxaca hasta Coyoacán para vender sus obras: señaladore­s y abrecartas hechos de madera de un arbusto llamado yagalán. Los señaladore­s se venden poco, y los abrecartas, menos, pero los artesanos insisten, año tras año, en su fabricació­n y en su viaje. Villoro pone estos frágiles instrument­os de madera a la cabeza de su libro para hacernos saber que la crítica literaria, con su mezcla de recuerdos de infancia, curiosidad por las vidas ajenas y urgencias periodísti­cas, pertenece a la misma melancólic­a y persistent­e artesanía.

 ?? JORGE SÁNCHEZ ?? Novelista y ensayista. El autor de “Conferenci­a sobre la lluvia” homenajea, entre otros, a sus compatriot­as Ramón López Velarde y Carlos Monsiváis.
JORGE SÁNCHEZ Novelista y ensayista. El autor de “Conferenci­a sobre la lluvia” homenajea, entre otros, a sus compatriot­as Ramón López Velarde y Carlos Monsiváis.
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LA UTILIDAD DEL DESEO Juan Villoro Anagrama 387 págs. $ 645

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