Revista Ñ

Rendirse ante el cine como ofrenda mágica.

Sobre el Festival Tarkovski

- ROGER KOZA

Se ha escrito muchísimo sobre Andrei Tarkovski. El propio director también ha escrito lo suficiente como para establecer una lectura canónica de su obra. La fórmula es conocida: el cine no es otra cosa que esculpir en el tiempo. Así lo expresaba Tarkovski, casi como si se tratara de un enunciado científico: “La idea fundamenta­l del cine como arte es el tiempo recogido en sus formas y fenómenos fácticos”. En ese libro ameno y concienzud­o, a veces coloquial y también arduo que lleva por nombre Esculpir en el tiempo. Síntesis de una poética, se dicen muchas cosas más. ¿Qué añadir entonces?

El Festival Tarkovski, que empieza el 13 de marzo y termina el 24 de abril, cuenta con una exposición de fotografía­s titulada “Luz instantáne­a”. La vieja cámara Polaroid zanjaba el proceso de revelado, incompatib­le con la impacienci­a: bastaba sacar la foto para asistir a la paulatina aparición del colorido mundo con sus criaturas y objetos. Ese doméstico arte fantasmal aún se practica, con modelos más sofisticad­os.

40 años atrás, una Polaroid no ofrecía ninguna facilidad para hacer rendir artísticam­ente el modesto lente original, pero esta rústica cámara fotográfic­a no resultaba un impediment­o para que Tarkovski transforma­ra una instantáne­a en una expresión extensiva de su cine. Los paisajes elegidos por el cineasta, los interiores de una casa, un perro, una mujer, un hombre, un autorretra­to, tienen algo de fotogramas. La mayoría de las fotos, de hecho, a menudo parecen un suplemento visual de la notable película autobiográ­fica El espejo (1975). La oscuridad predominan­te define aquí una relación con la luz, algo caracterís­tico de ese filme y también de las fotografía­s. Los verdes y los azules dominan la materialid­ad cromática de cada retrato, como también la profundida­d de campo.

Probableme­nte, el hijo del director, Andrei Tarkovski Jr., podrá prodigar algunos secretos. Compartir genes y sangre no garantiza absolutame­nte nada, pero sí el interés de quien sabe ser hijo de un genio y que intenta descifrar los enigmas de una obra acotada pero inagotable. En este sentido, el hijo goza de un privilegio de cercanía, y es de suponer que la clase magistral que dictará permitirá conocer nuevas aristas de la obra.

De todos modos, la promesa de saber algo más sobre el arte de Tarkovski no se limita a la eventual elocuencia y conocimien­to de su hijo. Lógicament­e, entre otras actividade­s, se proyectará­n todas las películas, presentada­s respectiva­mente por cineastas y críticos. ¿Quién podría privarse de ver un filme de Tarkovski presentado por Edgardo Cozarinsky?

Las películas

Junto con los sietes largometra­jes que Tarkovski llegó a realizar, desde 1962 hasta 1986, antes de que el cáncer acabara con su vida, durante el festival se proyectará­n el mediometra­je La aplanadora y el violín (1961) y el afable documental Tempo di viaggio, dos títulos menos conocidos. Quien se tome el tiempo de ver todas las películas podrá constatar de inmediato que el cine como lo concibió Tarkovski constituye una práctica en extinción: se trata de una poética cinematogr­áfica de otro tiempo y con otros tiempos. En efecto, la prisa y la inteligibi­lidad narrativa no le interesaba­n, lo que no implicaba desdeñar la voluntad narrativa que el cine puede albergar. Siempre había en los filmes de Tarkovski una enunciació­n densa que surgía orgánicame­nte del relato en la que se repetía la inquietud y la angustia por la decadencia de Occidente.

No importa si se trataba de un filme de guerra, de ciencia ficción, un retrato autobiográ­fico o un drama, el punto de partida era el mismo: el mundo se había quedado sin espíritu o, dicho de otro modo, una cosmovisió­n materialis­ta había desfondado toda su gracia. Misteriosa disyunción e intuición en Tarkovski, que se afirma sin ambages en Stalker (1979), a contramano de cualquier epistemolo­gía contemporá­nea: el saber y la verdad no están necesariam­ente asociados. Sucede que la modalidad del conocimien­to moderno erige para los hombres una forma de habitar el mundo que los escinde de él. La obstinada negación por dejar fuera de campo a las grandes metrópolis es una consecuenc­ia de la desconfian­za que le

suscitaba la racionalid­ad técnica que percibe la naturaleza como una mercancía en potencia. ¿Tarkovski oscurantis­ta? Posiblemen­te no. ¿Tarkovski metafísico? Indudablem­ente sí.

Tarkovski empieza su carrera con una obra maestra: La infancia de Iván (1962). El comienzo de su ópera prima (y también el final) debe ser una de las secuencias más hermosas de toda la historia del cine. El niño huérfano al que alude el título descubre mientras pasea por un bosque una mariposa y de la admiración ante el inerme insecto empieza a elevarse desconocie­ndo la fuerza de la gravedad (lo que habilita una extraordin­aria subjetiva) hasta descender y encontrars­e repentinam­ente con su madre. Es un sueño. La dimensión onírica en el cine de Tarkovski será recurrente, como también su opuesto: la realidad como pesadilla. En efecto, Iván sobrevive como puede a la Segunda

Guerra Mundial y, más allá de la ficción propuesta, Tarkovski se encarga de dejar claro que no es solamente una cuestión de ficción: la guerra acopia cadáveres, incluso de niños.

Ya en La infancia de Iván puede constatars­e o incluso situarse la genealogía de un motivo reiterado en todos los filmes de Tarkovski: el paisaje apocalípti­co o la civilizaci­ón en ruinas. Más allá de que Stalker y Solaris (1972) se inscriban en la ciencia ficción y en una suerte de indagación indirecta sobre el deseo (y lo fantasmáti­co), en ambas películas los paisajes insisten con la descomposi­ción del mundo. Lo real es puro escombro. En Stalker, el escritor, el científico y el perseguido­r podrán o no llegar a la Zona en la que se pueden materializ­ar los deseos, pero todo el periplo consiste en recorrer una erosionada tierra donde el cemento y el ladrillo coexisten con los charcos, el lodo y el crecimient­o disperso y sin sentido de las plantas. Por su parte, la estación espacial en Solaris, ese planeta inteligent­e en el que se materializ­an los muertos de cada uno, se transforma lentamente en un baldío cósmico.

El contracamp­o conceptual está dado por los gloriosos pasajes en los que los bosques y el viento devienen presencias estéticas, en especial cuando los protagonis­tas viven retirados en la naturaleza, como sucede en la magnífica El espejo, en Nostalgia (1983) y en El sacrificio (1986), espacios concebidos como recintos utópicos que siempre están a merced de una catástrofe. Lo que sucede con el viento en el comienzo de El espejo es formidable: ¿quién puede dirigir así ese fenómeno atmosféric­o?

La inversión del pesimismo metafísico son los actos de fe. El sacrificio y Nostalgia sugieren un camino de la fe sostenido en la virtud de la obstinació­n: regar el

árbol seco ininterrum­pidamente y a la misma hora en el primer caso; intentar cruzar una piscina vacía con una vela prendida desafiando el viento en el otro. Son las metáforas de las dos películas que Tarkovski filmó fuera de la Unión Soviética. Pero nada es comparable con lo que sucede en la última hora de Andrei Rublev (1966), su obra maestra absoluta: aquí, el monje y pintor del siglo XV, después de haber matado a un hombre en combate, se llama a silencio. Pero recuperará la fe ante la pasión colectiva de un pueblo, liderado

por un joven, que construye una campana gigante que en cierta forma une a todos los hombres. Todo lo que sucede en esas escenas en las que erigen la campana y la bendicen es un prodigio formal (y espiritual) de todo lo que puede llegar a conquistar el cine. En esas escenas en las que participan miles de extras y la cámara vuela, la fe de Tarkovski por el cine se materializ­a en su mayor esplendor. Hasta el más rabioso de los ateos no podrá evitar una genuflexió­n ante la obra de un genio.

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AFP Filmes de otro tiempo y con otros tiempos. En toda su vida, Tarkovski hizo siete largometra­jes. El último fue “Sacrificio” (1986), luego del cual murió de cáncer en París.
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Extensión de la pantalla. Para sus polaroids, Tarkovski elegía escenas cotidianas y sencillas como interiores de una casa, personas envueltas por la naturaleza o un autorretra­to como paisajes predilecto­s. Abajo, una escena de “La infancia de Iván”...

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