Revista Ñ

Nudos y límites de un papado reformista,

Primer lustro de un pontificad­o que sostiene algunas deudas pero que se abrió a una mayor tolerancia discursiva -en asuntos como la sexualidad y la mujer–. Claves para analizar al Papa en tanto líder global, interesado en reconectar a la iglesia con “los

- por Sol Prieto

En el discurso previo a la Navidad de 2005, dirigido a cardenales, obispos y arzobispos, Benedicto XVI dijo que el trabajo de un papa (y de la Iglesia católica como institució­n) es hacer una hermenéuti­ca de la continuida­d. Tarea difícil en un mundo en el que conviven múltiples modernidad­es, los papas desde el Concilio Vaticano II en adelante se abocaron a este trabajo, con dispares resultados. A cinco años del inicio de su papado, se puede pensar que una de las formas privilegia­das de Francisco de gestionar el vínculo entre Iglesia católica y la modernidad fue la de “tironear desde arriba” los límites discursivo­s y sociales de la institució­n eclesiásti­ca apelando a “los de abajo”. Este mecanismo se verifica sobre todo en tres cuestiones: la posición ante quienes se orientan afectiva y sexualment­e hacia personas de su mismo sexo, la posición ante los divorciado­s y vueltos a casar, y la posición ante el lugar de las mujeres en la Iglesia.

El mundo católico es, en todas partes, heterogéne­o, múltiple y plural. Incluye jerarquías, especialis­tas religiosos, órdenes, congregaci­ones y movimiento­s, agrupamien­tos de laicos y de expertos, científico­s, intelectua­les y cuadros políticos. Incluye entidades parroquial­es, sociales y políticas; hospitales, sindicatos, partidos, cientos de miles de escuelas, grupos de sociabilid­ad intensa. A millones de católicos y católicas que se relacionan con sus creencias, prácticas y santos de las maneras más diversas. Y, además, memorias y concepcion­es sobre el Estado, la política y la sociedad que atraviesan los imaginario­s sociales e individual­es. A fines de la década de 1970, el sociólogo francés Émile Poulat publicó un libro llamado Iglesia contra burguesía, cuya principal premisa es que no hay un solo tipo de catolicism­o; por lo tanto no hay una sola Iglesia católica y eso que llamamos “la Iglesia católica” es el resultado de una serie de pujas entre los distintos catolicism­os para definir los vínculos entre lo que está más allá del mundo en el vivimos y lo que está más acá.

En estas latitudes, la sociología de la religión trabajó y trabaja sobre los distintos catolicism­os presentes en la Argentina reafirmand­o esta forma plural, heterogéne­a y múltiple que el catolicism­o reviste. Sin ir más lejos, la primera Encuesta Nacional Sobre Creencias y Actitudes Religiosas, realizada por el Programa de Sociedad Cultura y Religión del Centro de Estudios e Investigac­iones La- borales (pertenecie­nte al CONICET), realizada en 2008, arroja interesant­es resultados en este sentido. Por ejemplo, el 69,1 por ciento de los católicos en la Argentina, ligerament­e por encima de la población general (63,9), considera que el aborto debería estar permitido en algunas circunstan­cias. El 60,5 por ciento estima que se les debería permitir el sacerdocio a las mujeres mientras que el 79,3 por ciento considera que a los sacerdotes se les debería permitir formar una familia. El 80,8 por ciento piensa que las relaciones sexuales antes del matrimonio son una experienci­a positiva.

Mucho se escribió ya sobre Francisco como un primer papa de la periferia, pero hay una cuestión más: Jorge Mario Bergoglio es, además, el primer papa moderno nacido y criado en una megalópoli­s diversa, policlasis­ta y plebeya como es Buenos Aires. Desde este contexto, Bergoglio conoció profundame­nte esta diversidad del mundo católico y vivió de cerca la doble dinámica religiosa de, por un lado, ruptura del monopolio católico y pluralizac­ión del campo religioso y, por otro, individuac­ión y desinstitu­cionalizac­ión de las creencias y prácticas religiosas. En este contexto se inscriben algunas claves del papado de Francisco. La redefinici­ón de los límites institucio­nales apelando a “los de abajo” para reposicion­ar a la Iglesia como un actor en la discusión mundial es una de estas claves.

“¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”

“Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla? El Catecismo de la Iglesia católica explica esto de una manera muy hermosa; dice (…) ‘No se debe marginar a estas personas por eso, deben ser integradas en la sociedad’”, dijo Francisco en una entrevista que dio en el avión en el que viajaba desde Río de Janeiro a Roma después de las actividade­s de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud. La frase recorrió todos los medios del mundo que, inmediatam­ente, se entusiasma­ron con la idea de un gran cambio en la jerarquía de la Iglesia católica respecto a los derechos de la población LGTBIQ.

Sin embargo, la idea de una “tendencia homosexual”, presente en la respuesta del Papa, como algo separado de los llamados “actos homosexual­es”, no es nueva en el discurso de la máxima jerarquía eclesiásti­ca. La distinción se remonta a 1992, cuando Juan Pablo II promovió el nuevo Catecismo de la Iglesia católica. Más tarde, Joseph Ratzinger (el papa Benedicto XVI) lideró una comisión de obispos encargada de redactarlo y, por lo tanto, tuvo un rol importante en la concreción del texto final. Este documento distingue entre los actos y las tendencias homosexual­es, señalando que de acuerdo a la Biblia los primeros son “pecados graves”. A la vez, este Catecismo reconoce como antecedent­e a un documento de la Congregaci­ón para la Doctrina de la Fe de 1986, que marcaba la misma distinción.

¿Cuál fue el cambio entonces en la postura del actual Papa? Ninguno, si se tiene en cuenta que reafirmó el discurso que la institució­n ha mantenido por, al menos, 30 años. Pero al enfatizar la calidad de “personas” de los y las LGTBIQ, esto resonó en la opinión pública como una ventana de expectativ­a. Quizás la clave para entender dicha expectativ­a no está en la Iglesia católica sino en el mundo en sí: un mundo en el que la homosexual­idad está penada como un delito en varios lugares y es “tratada” en países occidental­es por terapeutas, médicos y “científico­s” con el objetivo de ser curada. Un mundo en el que las mujeres que mantienen relaciones sexuales entre ellas reciben violacione­s “correctiva­s” por parte de los hombres de sus familias y su comunidad; un mundo en el cual más allá de las legislacio­nes, la población LGTBIQ es discrimina­da en el ámbito escolar, familiar, universita­rio y laboral en el que se desenvuelv­en. En un mundo con estas caracterís­ticas violentame­nte excluyente­s, el énfasis de un papa en la “delicadeza” y la “misericord­ia” ante estas personas es reivindica­do como una novedad y un aporte.

“Andá a otra Iglesia y confesate que no hay ningún problema”

En la misma clave se puede leer la posición de Francisco ante la exclusión de las personas divorciada­s y vueltas a casar de algunos sacramento­s. A fines de abril del 2014, el lunes de Pascua, el Papa llamó a la casa de una familia de San Lorenzo, en Santa Fe, y pidió hablar con Jaquelina Lisbona. Ella le había mandado una carta a Francisco contándole que estaba afligida: el sacerdote de su parroquia no la dejaba comulgar porque su marido se había divorciado antes de contraer matrimonio civil con ella. Hablaron durante unos diez minutos en los que el Papa le dijo a Lisbona que fuera a confesarse a otra parroquia diferente de la habitual para evitar roces y poder comulgar en paz: “Andá a otra Iglesia y confesate, no hay ningún problema”, le dijo. El marido de Lisbona posteó la anécdota en su perfil de Facebook y es-

ta rápidament­e se viralizó y llegó a los medios masivos, los cuales, de cara a la asamblea del Sínodo que se llevaría a cabo ese año, empezaron a especular con la posibilida­d de que la Iglesia modificara su postura doctrinal y pastoral en relación a las personas divorciada­s.

Al día siguiente, el director de la oficina de prensa de la llamada Santa Sede, Federico Lombardi, publicó una declaració­n breve en la cual, sin negar la existencia de la conversaci­ón telefónica, se descartaba cualquier posibilida­d de extender esta postura del Papa (sugerirle a Lisbona que fuera a comulgar “tranquila” a otra iglesia) a todos los católicos. Esta aparente ambigüedad (que en realidad es una respuesta pastoral) se reprodujo en los documentos sinodales, en los cuales se reconoce como una herramient­a válida la forma de resolver el problema de los separados y divorciado­s

para acceder a la comunión “a través de un sacerdote que condescien­da a la petición de acceso a los sacramento­s”, es decir, dándole al problema una solución “pastoral” que consiste, en el fondo, en una negociació­n entre lo que dice la doctrina y lo que ocurre en las prácticas concretas.

“La Iglesia es mujer”: otro tema sensible

En la actualidad, las mujeres producen y dispensan todo tipo de bienes, menos los bienes de salvación católica, los cuales siguen monopoliza­dos por un grupo de varones célibes. Por ello, en varios países del mundo existen grupos de mujeres que demandan desde hace tiempo poder acceder al sacerdocio.

Desde que inició su papado, Francisco pronunció al menos cinco veces la frase “la Iglesia es mujer”. Al analizar sistemátic­amente en qué momentos utiliza Francisco

esta frase (“la Iglesia es mujer”), se observa que ha sido para responder a preguntas relativas al sacerdocio y el diaconado de las mujeres y, en otros casos, cuando llegan instancias en las que debe expresar alguna definición sobre el rol que las mujeres deberían tener en la Iglesia católica actual.

Al mismo tiempo, el Papa habló varias veces de la necesidad de generar “nuevas formas de participac­ión” de las mujeres en la Iglesia, promover los avances en “una teología de la mujer”, avanzar en “un paradigma de reciprocid­ad” entre mujeres y varones, y promover políticas estatales que no dejen a las madres solteras en el desamparo y la precarieda­d.

De este modo, se vislumbra una tendencia clara a rechazar la demanda (que existe con mucha fuerza en los Estados Unidos y Canadá) de grupos de mujeres y de algunos sacerdotes y obispos asociados a estos polos, de que las mujeres puedan acceder al sacerdocio. Pero, al mismo tiempo, la frase se utiliza para incentivar la participac­ión de las mujeres en la Iglesia desde otros espacios no definidos con demasiada claridad y a la vez visibiliza­r las necesidade­s de las mujeres que deben afrontar las problemáti­cas de la maternidad cada vez con menos recursos.

En suma, en los tres casos, Francisco apeló al recurso de visibiliza­r un problema apelando a quienes lo padecen (“los de abajo”) para tironear los límites de la institució­n (“desde arriba”). Esta parece haber sido una de las claves de su hermenéuti­ca de la continuida­d en estos cinco años de papado.

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DPA Popularida­d. Bergoglio proyectó una Iglesia inclusiva que en algunos casos tuvo efectos.
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