Perros salvajes, de Ian Rankin
En su nueva novela, el “best-seller” Ian Rankin reúne a su celebrado inspector Rebus con otro investigador, en una historia bien calibrada.
Actualmente puede decirse con bastante seguridad que, como género popular, el policial es uno de los más versátiles. Va cambiando con el mundo a su alrededor, se recrea en constantes subgéneros y, así como se mueve en el tiempo, se mueve también en el espacio geográfico y cultural: hay policiales de Suecia, de China, de África, de Canadá, de Latinoamérica.
Esta novela de Ian Rankin une, desde Escocia, dos series: una en la que el protagonista es el inspector Fox, un joven de Asuntos Internos, y aquellas que encabeza el investigador John Rebus, a esta altura ya jubilado. Perros salvajes pertenece a uno de los subgéneros más nuevos: aquel en el que la solución del crimen se produce gracias al trabajo conjunto de todo un equipo. Escrito en tercera persona, cambia de perspectiva constantemente, de un investigador a otro, un recurso que también incluye a algunos sospechosos.
Una influencia evidente en todo Rankin y en esta novela (cuyo ritmo no tiene respiro, es de esos libros difíciles de dejar) es la del cine. Como en gran parte de las películas de acción, aquí todo empieza con un “Prólogo”, una escena de enorme violencia que abre el caso y que se explica muchísimo más adelante, cerca del final.
La acción está dividida en cada uno de los diez días que le lleva a la policía de Escocia, y a Rebus como asesor, resolver el primer crimen, que por supuesto no será el último. Esta división es quizá lo menos coherente de una estructura muy pensada y cuidadosa: pasan tantas cosas en esos diez días que es difícil recordar qué día se está leyendo y el tiempo transcurrido parece muchísimo más largo, tal vez porque para entender el presente hay que volver al pasado.
Hay cuestiones netamente escocesas que hacen a la geografía de las series: la historia de ese lugar del Reino Unido, su deseo de independencia, las diferencias entre Glasgow y Edimburgo, las dos ciudades importantes, el peso de la aristocracia, la importancia de la bebida, ciertas cuestiones culturales (canciones, bares, barrios, costumbres) y sobre todo la relación de la policía con los gángsters y las de las bandas con representantes “decentes” del poder como diputados, jueces, empresarios.
En el fondo, resuena también la crisis política escocesa y la situación de miseria que hunde a la región por la dominación inglesa, firme desde el siglo XVIII (“los ricos y poderosos dominan el sistema”, se dice una vez y se insinúa siempre).
Los secretos perversos y los abusos del pasado son lugar común en las narraciones cinematográficas y literarias ubicadas en Escocia e Irlanda, los dos territorios que más sufrieron el poderío de Inglaterra en las islas. Esta novela no es una excepción. En algún sentido, toda explicación del presente tiene que tener en cuenta ese durísimo pasado que, en cierta manera, sigue ocurriendo. A pesar de la opinión del traductor, el título original, Hasta los perros salvajes, hubiera sido mucho más exacto que el que eligió y explica en nota al pie, porque aquí el asunto es justamente ese: las miserias y horrores de los que los seres humanos son capaces de hacerse unos a otros son salvajes pero hay un lugar en el que esos horrores, ese salvajismo, puede dominarse, explicarse y hasta cierto punto curarse.
Las historias de Ian Rankin respetan e iluminan ese núcleo ético-emocional intacto que sigue en el centro a pesar de errores, defectos, cobardías e indecisiones. En ese sentido, aunque el libro tiene una atmósfera helada y gris, muy escocesa, hay un espacio brillante representado en parte por el nombre de un perro, otro personaje importante, y ese espacio es quizás el sentido del libro. Hasta los perros salvajes lo tienen.