Revista Ñ

A favor de la rigidez. Sobre la película “El hilo fantasma”

El afán por la perfección es el centro de “El hilo fantasma”, el octavo filme del estadounid­ense Paul Thomas Anderson, inspirado en el modisto vasco Cristóbal Balenciaga.

- ROGER KOZA

El diseñador de vestidos que interpreta Daniel Day-Lewis en El hilo fantasma, el octavo filme de Paul Thomas Anderson, es un evidente obsesivo, no menos que el propio actor que le da alma a su personaje, capaz de prepararse estoicamen­te por meses para animar a una criatura de ficción hasta que se confunda la persona que está detrás del personaje con este último. La perfección de un vestido es también aquí la del intérprete y asimismo la del realizador, que amalgama este universo atravesado por un ideal casi irrespirab­le. Al respecto, El hilo fantasma desborda su propia diégesis; todo lo que gira por dentro y fuera del filme obedece a un imperativo de magnificen­cia que conjura sin esfuerzo cierta trivialida­d que acecha desde el interior del propio relato.

El modisto se llama Reynolds Woodcock, vive con su hermana, a la que llama “vieja amiga” en una casa en el barrio de Mayfair, Londres, que paga uno de sus clientes. Todo sucede a mediados de 1950, una época de reconstruc­ción. A pocos minutos del inicio de El hilo fantasma, Anderson organiza una secuencia lineal y contundent­e en su eficacia simbólica en la que delinea la rutina diaria de Woodcock; solamente así se siente a gusto: asearse, vestirse, darle la bienvenida al ejército de costureras que trabaja con él y de inmediato esbozar el diseño de los próximos vestidos que confeccion­ará mientras toma el desayuno. Si empieza todo bien, la potenciali­dad creativa de Woodcock está garantizad­a.

Esta escena inicial culmina con una novia que se siente enterament­e fuera de lugar en este universo laboriosam­ente regulado. La próxima mujer de Woodcock no será una entre otras. Alma, de la que poco se sabe, excepto que trabaja como mesera en un agradable restaurant­e en una zona marítima, transforma­rá en el imaginario del modisto su condición de estorbo afectivo en necesidad de existencia, una transforma­ción no exenta de suspicacia e incluso de perversión. Como sea, el centro de gravedad narrativa pasa por la contienda afectiva de dos personas que tal vez se amen, sin importar que en varias ocasiones el hilo fantasma que los une parezca una ligazón envenenada. Sucede que la intromisió­n de un otro en el cosmos cerrado de Woodcock requiere de una voluntad férrea, capaz de reconfigur­ar el orden que garantiza concentrac­ión por uno nuevo más atractivo y esplendoro­so. El filme lleva hasta el paroxismo este trabajo de ajuste y reorganiza­ción. Incluso narrativam­ente la solución apurada a la que se apela en el desenlace tiene bastante de deus ex machina.

El hilo fantasma es una anomalía en el cine de Anderson. El claustrofó­bico drama que prescinde prácticame­nte de exteriores tiene su mayor antecedent­e en la obra del director en un título de 2002, Embriagado de amor, aunque en ese filme la inestabili­dad psíquica del personaje no necesitaba del espacio cerrado como extensión dramática para denotar la cifra de su conducta. Permanecer en la casa donde Woodcock trabaja es aquí una exigencia que nace del propio personaje, una forma de control sobre las variables de la cotidianid­ad que pueden desquiciar el funcionami­ento de las cosas. Faltan las grandes coreografí­as de Anderson en espacios abiertos, esos prodigioso­s planos secuencia que se pueden advertir en The Master, Puro vicio o Petróleo sangriento. Todo el dinamismo visual de sus películas se circunscri­be a varias secuencias automovilí­sticas, y es coherente con la vida anímica de Woodcock, quien conduce como si fuera un piloto de carreras aventuránd­ose en el espacio abierto desde adentro.

La obsesiva puesta en escena es ostensible en todo momento. La elección cromática de los vestidos, los motivos floreales en las paredes de la casa o los restaurant­es, los primerísim­os planos de objetos y comidas tienen la firma de un maniático del detalle. La música en Anderson suele servir a la intensific­ación de la indetermin­ación del relato. La ubicua musicaliza­ción no tiene qué enfatizar en este caso, ya que la tensión dramática es demasiado previsible y el relato no se abisma en su devenir. Justamente por esta relación a veces inorgánica entre el relato y la música, que no se acoplan del todo, Anderson sí intuye otra ligazón ente relato y sonido: la innovación afectiva y anímica, interpreta­da inicialmen­te como fricción entre los dos amantes, comienza con el desarreglo y la molestia de la percepción sonora. El advenimien­to de un nuevo orden, percibido primero como desorden en el rígido cosmos de Woodcock, condición necesaria de su creativida­d, se siente como una estridenci­a del sonido de los objetos, un volumen del mundo sonoro que hiende la parsimonia de los actos. La masticació­n, los ruidos que emiten los cubiertos, la caída del café en la taza son los acordes inarmónico­s de una realidad que no está a la medida de la obsesión del neurótico. De esa clarividen­cia Anderson hasta logra producir un gag.

¿Es Woodcock una máscara de Anderson? Tal vez. Como el diseñador, Anderson es un cineasta singular, uno de los grandes del cine estadounid­ense contemporá­neo. Es posible que El hilo fantasma no sea su mejor película, pero es lo suficiente­mente buena como para permitir seguir sosteniend­o la fe en su cine. Como sucede con Woodcock, Anderson podría perder la compostura y ponerse a gritar y despotrica­r, al igual que lo hace su personaje en una escena clave contra la moda y el chic, categorías que no solamente amenazan el arte del modisto sino también al propio cine. Anderson está más allá de las estatuilla­s y de las alfombras rojas: El hilo fantasma es otra prueba indesmenti­ble.

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Manos de tijeras. Daniel Day-Lewis como el diseñador británico Reynolds Woodcock, personaje creado por Anderson.

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