Revista Ñ

Una casa para un huérfano

- MATIAS SERRA BRADFORD

Moriyama no hace nada: lee. No hace nada: ve películas, escucha música. Nada: saca a pasear a un alacrán por su jardín. A punto de pensar lo fácil que es identifica­rse con el protagonis­ta de una película que no hace nada, el espectador de pronto lo ve hacer algo que le exige algunos movimiento­s: toma una cerveza. En el filme de Bêka y Lemoine que podrá verse en el Bafici, Moriyama va y viene descalzo –alfombra mágica de la nada– quizá haciendo, en efecto, algo: tiempo. A la espera, a lo mejor, de una nada más alta, un rapto de inspiració­n que le toque la puerta y pasee su esplendor por su casa, una de las más originales de Tokio. (¿A la espera, entonces, tras horas de cine, literatura y sonidos, de un golpe de genio?).

En ese terreno estaba la casa que Moriyama compartía con su madre. La hizo demoler cuando ella murió –la tentación kamikaze por recomenzar de cero– y contrató a Ryue Nishizama. El ganador del premio Pritzker, el Nobel de arquitectu­ra, creó una casa de diez unidades pequeñas, dispersas, como si se hubieran recortado y repartido los ambientes de una casa en un jardín. Moriyama ocupa cuatro módulos y alquila el resto. Entre uno y otro, árboles, arbustos, plantas. En medio de una ciudad enferma de trabajo y espacio, es un vacío indolente pero también solvente. Se sabe que quien contrata a un arquitecto está pagando por un trazo y por su capacidad de proyectar aquello que no puede dibujar: la luz. (Y que un cierto aprecio por la arquitectu­ra es óptimo para calmar los nervios). La escala de lo construido es la ideal y el lugar –y la película– transmite serenament­e la sensación de hogar. Predomina el vidrio –desde afuera se ven los ambientes– y Moriyama prefiere objetos transparen­tes: frascos, tubos de ensayo, una pecera. La nada es diáfana y convive cadenciosa­mente con las sombras de helechos en las cortinas y las sombras de árboles en las paredes exteriores e interiores.

El propietari­o pierde la mirada, clava los ojos en el vacío, como si estuviera loco por encargo, o se lo hubiera contratado para actuar de desquiciad­o calmo, silencioso. Un idiota sabio, que asiente continuame­nte –¿simula desconocer otro idioma?– y riega. Persigue mariposas, las atrapa, las deja ir. Con su casco canoso a lo Kobo Abe, Moriyama es un gran actor de sí mismo. Corre biblioteca­s deslizante­s. Lee sentado, acostado, en una escalera, con los pies colgados de una ventana. Torres y torres de libros de la misma altura –hasta la rodilla– contra los zócalos, a lo largo de cada pared. El filme es, entre otras cosas, una defensa no subrayada de la lectura gratuita (la que no tiene otro fin que el puro placer). Pero Moriyama-san no es una película, es casi una película. Uno no puede decir que no tenga algo cinematogr­áfico, pero si tuviera que señalar qué es lo cinematogr­áfico en ella, uno se quedaría callado, o sonreiría, como Moriyama ante cada apuro en que lo pone el lenguaje.

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“Moriyama-san”. El filme está programado en el Bafici.

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