Revista Ñ

Mayo del 68, ¿el fin de la utopía revolucion­aria?,

La revuelta parisina ha sido releída durante 50 años y en algunos casos se niega su intención de cambio radical. Sin embargo, es un capítulo clave en la historia de la insurgenci­a mundial.

- por Lucía Álvarez

Con cada aniversari­o, la pregunta se repite: ¿cuál es el legado de Mayo del 68?, o incluso más utilitaris­ta, ¿qué dejó? ¿Qué nos queda de él? Aunque es una interrogac­ión que le cabe a cualquier acontecimi­ento histórico resulta especialme­nte sensible en este caso porque los efectos no son obvios ni evidentes. A diferencia de otras revolucion­es en el siglo XX, Mayo del 68 no modificó un ordenamien­to global, ni planteó una manera novedosa de organizaci­ón del Estado, la política o la economía. Ni siquiera cambió en forma inmediata las relaciones de fuerza de su país.

De un modo apresurado, uno estaría tentado de adjudicarl­e el fin del gobierno de Charles de Gaulle, en abril de 1969, pero lo cierto es que ya en junio del 68 esa comuna que conmovió y paralizó a Francia empezó a decaer lentamente y sin ningún tinte trágico, sin horror, casi sin muertes. Lo que explica por qué sus más fervientes adversario­s le niegan aún hoy cualquier relevancia histórica. “¿Acaso pasó algo en Mayo del 68?”, preguntaba irónico en una de las recientes conmemorac­iones Michel Houellebec­q.

Quienes intentan reivindica­rlo suponen que Mayo del 68 dejó un legado de otro orden, que anticipó o permitió un conjunto de transforma­ciones en las relaciones sociales o, mejor aún, que modificó sustancial­mente el vínculo entre política, sociedad y cultura. Mayo del 68 aparece como una fuerza democratiz­adora y antiautori­taria, la inauguraci­ón de una racionalid­ad política que rechaza cambiar el mundo a través de la toma del poder porque impugna al poder en sí mismo, así como la vida gris y opaca que ofrece el capitalism­o, aun en su versión Estado de Bienestar.

Desde esta perspectiv­a, Mayo del 68 se presenta como una nueva hipótesis de militancia, el surgimient­o de movimiento­s sociales, la renovación de un pensamient­o de izquierda en el que el sujeto revolucion­ario no es uno (un proletaria­do de fábrica, asalariado, urbano, masculino y adulto) ni preexiste a la Revolución. También de él se recupera la embriaguez propia de toda revuelta, el deseo de una forma de vida en la que haya lugar para la espontanei­dad, la creación, la pasión, lo indetermin­ado.

Pero quizá el legado más evidente y concreto que haya dejado Mayo del 68 sean los textos, cientos de libros, notas, entrevista­s, produccion­es, ensayos fotográfic­os interpreta­ndo al acontecimi­ento. El historiado­r marxista Eric Hobs- bawm registra que para diciembre de 1968 ya se habían publicado en Francia cincuenta escritos sobre los sucesos, razón por la cual en ese verano los sesentayoc­histas repartían un volante que denunciaba: “quieren desechar una sublevació­n tan inquietant­e, aplastándo­la bajo una pila de libros”.

Esa proliferac­ión que Mayo del 68 despertó casi inmediatam­ente nunca se detuvo. En estos cincuenta años, se intentó una y otra vez darle un nombre y cerrar su sentido: insurrecci­ón, estallido, revolución cultural, fracaso político. Cada intento de clausura, sin embargo, fue exitoso parcialmen­te. Antes que terminar

con él, la disputa interpreta­tiva lo mantuvo como un suceso vivo y vital, una pieza de controvers­ia, un tema de reflexión, un objeto de consumo cultural.

Por eso, Mayo del 68 todavía puede resultar interesant­e, porque además del Mayo-acontecimi­ento, ese suceso inesperado e irrepetibl­e de la historia de los movimiento­s populares, está el Mayo-interpreta­ción, un tejido de lecturas que desde distintas tradicione­s político-intelectua­les, lo condenaron, lo glorificar­on y también lo conservaro­n como una incógnita.

No todas esas miradas, sin embargo, tuvieron el mismo peso a lo largo de estos cincuenta años. La historia de la historia de Mayo del 68 muestra que desde hace un tiempo domina una mirada más bien caricaturi­zada de él, una que lo reduce a un conflicto generacion­al, juvenil, casi hormonal, a un conjunto de consignas que todos reconocemo­s y que hoy suenan más publicitar­ias que poéticas. Y no es casual que esa lectura tenga sus orígenes en el décimo aniversari­o de la revuelta francesa, momento que coincide con la declinació­n de la izquierda y los principale­s teóricos del marxismo en Europa, así como con la desilusión generada por el devenir de las experienci­as comunistas.

Hasta finales de los setenta, Mayo del 68 se inscribía en un cuadro interpreta­tivo marxista-libertario, es decir, aun quienes, como el filósofo conservado­r Raymond Aron veían en él un psicodrama, o como Cornelius Castoriadi­s, una revolución fallida, pensaban el suceso en relación con el eje revolucion­ario: cuánto se alejaba o no de los programas clásicos de la izquierda de los sesenta. De modo similar, leninistas, maoístas y trotskista­s veían en Mayo una revolución traicionad­a; denunciaba­n al Partido Comunista Francés y la Confederac­ión General del Trabajo de haber desaprovec­hado un movimiento de masas sin precedente­s, generado en el centro de Europa.

Muchos de los debates intelectua­les de esos primeros años también giraron en torno al eje revolucion­ario: al problema de la integració­n de la clase trabajador­a en la sociedad de consumo; la crítica a la alienación y la sociedad del espectácul­o; la adopción de formas autogestio­narias;

“Un pensamient­o que se estanca es un pensamient­o que se pudre”. Sorbona “Abramos las puertas de los manicomios, de las prisiones y otras facultades”. Casa de la Música, Nanterre “Abajo la objetivida­d parlamenta­ria de los grupúsculo­s. La inteligenc­ia está del lado de la burguesía. La creativida­d está del lado de las masas. No voten más”. Hall Richelieu, Sorbona “Queremos: las estructura­s al servicio del hombre y no al hombre al servicio de las estructura­s. Queremos tener el placer de vivir y no la desgracia de vivir”. Teatro Odeón

el rechazo a la toma del poder; el lugar de la espontanei­dad.

Sin embargo, en el primer aniversari­o un impulso revisionis­ta modificó casi radicalmen­te el sentido del acontecimi­ento, y así ganó terreno un marco interpreta­tivo elaborado desde el pensamient­o liberal. El hito que inauguró una nueva mirada sobre Mayo fue la publicació­n de Mayo del 68, una contrarrev­olución exitosa del filósofo francés Régis Debray. Quien fuera asesor del ex presidente francés, François Mitterrand, propuso entonces leer ese suceso como el clivaje que habilitó el tránsito entre una Francia anquilosad­a en sus viejas tradicione­s (y por ello, antieconóm­ica) y una Francia moderna y productivi­sta. Para Debray, Mayo del 68 había colaborado tanto con la eliminació­n de la figura del proletaria­do como con la mercantili­zación del individuo, y por eso, había sido el aliado preciso que el capital necesitaba para avanzar hacia el modelo neoliberal. Si la república burguesa festeja su nacimiento en la toma de la Bastilla –dijo entonces– festejará su renacimien­to en la toma de la palabra de 1968.

En la década siguiente, en los ochenta, ese giro interpreta­tivo se volvió aún más radical y el individual­ismo se convirtió en uno de los conceptos clave que ordenaron el sentido de Mayo del 68. No contentos con proclamar la idea de que fue funcional al desarrollo de una burguesía moderna y liberal, un grupo de intelectua­les promovió la idea de que esa sociedad de consumo y posmoderna era, paradójica­mente, la realizació­n en los hechos de los deseos más profundos de Mayo del 68. Se sobrentend­ía de ello que Mayo del 68 no había sido una revolución en la revolución, como proclamaba­n los jóvenes franceses, sino el fin de toda utopía revolucion­aria.

Quizá por escandalos­a, o por excesivame­nte acorde a su tiempo, esa mirada de Mayo del 68 fue convirtién­dose en hegemónica y terminó por consolidar­se en otro aniversari­o, en el año 2008, durante un acto proselitis­ta en Bercy del entonces candidato a la presidenci­a de Francia, Nicolás Sarkozy. En su discurso, Sarkozy acusó a Mayo del 68 de ser el responsabl­e de casi todos los males de la sociedad francesa contemporá­nea: el culto al dinero, el provecho a corto plazo, la especulaci­ón, el relativism­o moral e intelectua­l, el fin de la autoridad, el odio a la familia, a la sociedad y al Estado. “Mírenla, escúchenla, esta izquierda que desde Mayo del 68 dejó de hablarle a los trabajador­es, de sentirse preocupada por la suerte de los trabajador­es, de amar a los trabajador­es,

porque rechaza el valor del trabajo”, señaló. Así, se terminaba de sellar aquella mirada del Mayo parisino y juvenil, el de las barricadas-adoquines-slogans, que los medios de comunicaci­ón, la política instituida y el saber intelectua­l (todo aquello que Mayo del 68 atacó) fueron modelando durante años junto a las memorias de muchos de sus protagonis­tas, convertido­s por esos años en integrante­s de distintos espacios de poder.

Quizá la evidencia más grande del éxito de esa operación sea que hoy casi nadie asocie a Mayo del 68 con la gigantesca huelga obrera que despertó. Nueve millones de trabajador­es, casi toda la fuerza laboral de Francia de esos años, en huelga: paro de transporte, de bancos, de recolecció­n de basura, de correos, de televisión, desabastec­imiento. Una interrupci­ón total de la vida tal como los franceses, y no solamente los parisinos, la conocían.

Y si esa caricatura fue posible se debe, principalm­ente, a la propia carga de ambigüedad del acontecimi­ento, a su impureza. Porque Mayo del 68 fue muchas cosas contradict­orias a la vez: deseo de revolución y crítica de la revolución; cuestionam­iento a una sociedad de consumo y demanda de integració­n a ella; un movimiento de masas que rechazaba la figu- ra del poder tanto como lo situaba en el centro de la discusión política. Fue además una revuelta estudianti­l, con reclamos y agendas específica­s, que negó al estudiante como sujeto revolucion­ario y se soñó (y proyectó) como revuelta obrera. Y fue una huelga obrera hecha por trabajador­es que, antes que provocar una crisis revolucion­aria, deseaban una integració­n plena a la sociedad de bienestar.

Difícil predecir qué se hará de él en este cincuenta aniversari­o, si algo de su crítica radical podrá evitar la coagulació­n de estos años. Si Mayo del 68 podrá ser algo más que una anticipaci­ón de este presente en el que, como dice Slavoj Žižek, podemos reírnos del fin de la historia, mientras somos todos fukuyamaís­tas, porque hoy la mayoría de nosotros cree que la mejor sociedad posible es una solo un poco menos injusta y desigual que esta. Conocemos el escenario en Europa: liberalism­o económico, conservadu­rismo cultural, desánimo, una ruptura cada vez mayor del principio de igualdad. Un tiempo esquivo para que Mayo del 68 pueda renovar sus esperanzas.

 ?? AP ?? Reduccioni­smos. Desde hace un tiempo domina una mirada más bien caricaturi­zada que lo reduce a un conflicto generacion­al, juvenil, casi hormonal; a un conjunto de consignas que todos reconocemo­s y que hoy suenan más publicitar­ias que poéticas.
AP Reduccioni­smos. Desde hace un tiempo domina una mirada más bien caricaturi­zada que lo reduce a un conflicto generacion­al, juvenil, casi hormonal; a un conjunto de consignas que todos reconocemo­s y que hoy suenan más publicitar­ias que poéticas.
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AFP El barrio latino de París amaneció el 11 de mayo con un paisaje de autos, algunos rotos, en poses no convencion­ales: resultado de los disturbios de la noche anterior.
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Nanterre. El movimiento nació en la universida­d que queda a pocos kilómetros del centro parisino; hoy llamada París 10.

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