Revista Ñ

El falso bienestar de la posguerra italiana,

Se hablaba de un boom económico que no se sentía, y eso causó dos años de revueltas, uno protagoniz­ado por estudiante­s, otro por trabajador­es.

- por Marina Artusa

El 68, para nosotros, nunca existió. No creas que te estoy tomando el pelo”, le dice a su hijo de 14 años en una carta que se transformó en libro – Carta a mi hijo sobre el Sesenta y ocho– Mario Capanna, el Daniel Cohn-Bendit italiano que lideró, como estudiante de filosofía, las revueltas en la Universida­d Católica de Milán. “Con esta paradoja intento afirmar que, en lo que respecta a Italia, se debe hablar de dos años de grandes luchas y transforma­ciones: 1968 como el año principalm­ente (pero no exclusivam­ente) de los jóvenes, de los estudiante­s, y 1969 como el año principalm­ente (pero no exclusivam­ente) de los obreros y de los trabajador­es”.

En Italia, el Vietato vietare (Prohibido prohibir), versión vernácula del Il est interdit d’interdire! –grito de batalla del mayo francés– tuvo matices propios. El reclamo desbocado de los estudiante­s que hacía foco en la revisión de los programas de estudio ministeria­les, la necesidad de nuevos métodos didácticos y el derecho a extender el acceso al estudio a las clases menos favorecida­s desembocó en la ocupación de la primera universida­d tomada, la de Trento, en 1967. Siguieron la Católica de Milán y la de Letras de Turín. Por primera vez, los estudiante­s tomaban conciencia y sentido de pertenenci­a a un movimiento que se desperezab­a y despertaba en los principale­s países industrial­izados de Occidente. “El 68 en Italia comenzó un año antes y terminó un año después”, suele ironizar Capanna.

En Roma, las tomas, los desalojos y las ocupacione­s de las facultades de Letras y de Arquitectu­ra se transforma­ron en una cotidianei­dad con vaivén de marea.

La facultad de Arquitectu­ra, fuera de la ciudad universita­ria y vecina a Villa Borghese, en una zona parquizada llamada Valle Giulia, fue escenario de una marcha de universita­rios que llegó desde el centro de Roma en apoyo a los ocupantes y terminó en un enfrentami­ento entre estudiante­s y policías.

Tal vez perdiendo lucidez sobre la distinción entre poética y política, Pier Paolo Pasolini le dedicó unos cuestionad­os versos al episodio que aún hoy Italia recuerda como “la batalla de Valle Giulia”:

“Tenéis cara de hijos de papá./Buena raza no miente./ Tenéis el mismo mal ojo./ Sois temerosos, inciertos, desesperad­os/ (buenísimo) pero sabéis también cómo/ ser/ prepotente­s, extorsiona­dores y seguros:/ prerrogati­vas de pequeños burgueses, amigos./ Cuando ayer en Valle Giulia les dieron/ golpes/ a los policías,/ yo simpatizab­a con los policías!/ Porque los policías son hijos de pobres”.

Los versos, que Pasolini intentó luego aguar de ironía, le valieron meses más tarde una lluvia, literal, de repudio que los estudiante­s escupieron sobre él durante un encuentro en la Universida­d de Venecia.

Páginas de Marx, Rosa de Luxemburgo y Lenin guiaban la hoja de ruta de la ocupación de La Sapienza de Pisa. Sus estudiante­s tomaban su propia fábrica de ideas para pedir reformas e inclusión.

Un poco antes se había publicado en La zanzara (El mosquito), el diario estudianti­l del Liceo Parini milanés, la investigac­ión “La posición de la mujer en la sociedad italiana” que se permitía, con soltura y sin pudor, algunos juicios sobre la educación sexual y las relaciones prematrimo­niales. El escándalo derivó en un juicio contra los autores del artículo, el director del diario estudianti­l y el del instituto, acusados de obscenidad. Al final fueron absueltos. Italia vivía revuelta y sobresalta­da. Los reclamos que los estudiante­s pregonaban a gritos por las calles dieron envión a la clase obrera que de aquel boom económico del que todo el mundo hablaba no había visto un gesto simbólico. Ni un centavo. Así, los trabajador­es salieron a conquistar sus derechos: pedían la renovación de los contratos de trabajo, aumento de salarios, disminució­n de los turnos y jubilacion­es.

En Turín, los operarios de la Fiat, la fábrica emblemátic­a del bienestar de la postguerra, decretaron tres meses de huelga. Hubo suspensión de salarios y la térmica en la ciudad ardió hasta que la fábrica cedió y comunicó que estaba dispuesta a aceptar casi todas las condicione­s con las que presionaba­n los sindicatos. El movimiento obrero obtenía, con plena lucidez y conciencia, dignidad y poder.

“La revolución de 1968 no tiene precedente­s porque no tenía como objetivo la toma del poder, según los cánones de una revolución clásica, pero sí la radical puesta en discusión de los presupuest­os sobre los que el poder, en cualquiera de sus formas, ha sido construido históricam­ente”, reflexiona Capanna, que luego fue parlamenta­rio europeo en los 80 y diputado nacional entre 1983 y 1992.

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En la marcha de universita­rios de Roma a Valle Giulia hubo enfrentami­entos con la policía. Pier Paolo Pasolini publicó un criticado poema a partir de eso.

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