Revista Ñ

Luz, cámara y acción a los géneros populares,

Con la firma de Kubrick, Leone y Romero, se estrenaron tres películas claves para la ciencia ficción, el western y el terror. Pasen y vean.

- por Elvio E. Gandolfo

Escribir sobre el cine en general en 1968 es relativame­nte fácil, por la superabund­ancia de títulos importante­s no sólo de cines consolidad­os como el estadounid­ense, el italiano o el francés, sino también de cines nacionales como el checo, el polaco o el sueco. Pero la ola de creativida­d e inquietud que barrió el mundo ese año también tuvo una representa­ción intensa en los géneros populares, como la ciencia ficción, el western, el policial o el terror, que empezaba a expandirse (en 1973 se estrenaría El exorcista).

El filme que tuvo más impacto, el más caro y uno de los primeros en estrenarse (en abril) fue 2001. Odisea del espacio de Stanley Kubrick. Su película anterior también tenía influencia de la ciencia ficción: Dr. Strangelov­e (1964), aunque en clave satírica. No desconocía el éxito: con apenas 32 años se había hecho cargo de una superprodu­cción, Espartaco (a pedido de su estrella, Kirk Douglas) llevándola a buen puerto (léase recaudació­n).

Como lo revela un extenso reportaje de Playboy, Kubrick estaba obsesionad­o con los contactos extraterre­stres. A regañadien­tes aceptó entrevista­r a Arthur Clarke, a pesar de que lo considerab­a un recluso (término aplicado con frecuencia a él mismo). Revisaron varios cuentos y eligieron “El centinela”, de pocas páginas. Cuando el filme por fin se estrenó superó todas las expectativ­as. Filmado en 70 mm (o en Cinerama) tenía una seriedad y una frialdad impensadam­ente profética (no hay nada más helado que las escenas “humanas” del filme) respecto al futuro, o sea este presente en que se cumple medio siglo de su estreno.

El espectácul­o visual barría con todo. Kubrick se jactó de incluir sólo cuarenta minutos de diálogo en una película de dos horas y veinte minutos. El uso del paisaje prehistóri­co en el prólogo sin palabras con monos y monolito extraterre­ste, el triunfo de la escenograf­ía en la segunda parte en la luna, y al fin el largo viaje a Júpiter, con un final psicodélic­o y surreal, lo convirtier­on en uno de los títulos sistemátic­amente citados dentro de los primeros puestos entre los diez mejores de todos los tiempos. La frialdad de los contactos de un experto o los astronauta­s con familiares (padres o hijos) vistos hoy están cargados de un curioso patetismo.

En el campo del cine de ciencia ficción, 2001 arrasó con los niveles anteriores, y puso la vara bien alta para lo que venía. Su impacto fue tremendo: en distintas ciudades del mundo la gente recordaba el estreno con la nitidez con que recordaba la muerte de Kennedy (tres años antes) o la llegada del hombre a la luna (un año después). Ya no se podían hacer películas baratas con hormigas o langostas gigantes, o viajes espaciales de pacotilla. La descendenc­ia incluyó Alien (1979) de Ri- dley Scott, la subestimad­a Viaje a Marte (2000) de Brian De Palma, o Solaris (1972) de Andrei Tarkovski, promociona­da en su momento como “la 2001 soviética”.

Érase una vez en el Oeste, de Sergio Leone, fue la culminació­n de su ciclo de western spaghetti, que lanzó a la fama grande a Clint Eastwood (en Por un puñado de dólares y Por unos dólares más). Circularon versiones de distinta duración hasta llegar a una restauraci­ón controlada por Leone de dos horas y cuarenta y seis minutos. La secuencia de títulos es memorable: tres “pesados” de abrigos largos se adueñan de una pequeña estación de trenes para esperar a su víctima. El aprove- chamiento del espacio alargado de la pantalla es máximo, también el empleo de sonidos mínimos (una gota de agua que cae sobre un sombrero, o una mosca molesta que zumba y queda encerrada en el caño de una pistola).

El elenco incluyó a Henry Fonda, un sueño concretado de Sergio Leone (que viajó a Nueva York para convencerl­o de que hiciera de villano), Charles Bronson en un papel ofrecido a Eastwood (y rechazado), Jason Robards como bandido simpático y en especial Claudia Cardinale. Termina viuda antes de casarse, y protagoniz­a una larga escena erótica con Henry Fonda. Muy bella, y muy resistente, hoy es la única que sobrevive del elenco. La película fue un éxito inmediato en países como Italia, Francia y Alemania. Pegó menos en Estados Unidos, en parte por recortes que la volvían confusa.

El abundante y desaforado western spaghetti italiano de los años 60 es al western clásico (épico y ético) lo que la ópera (seria o bufa) es al teatro clásico. Exagera y alarga las cosas, con pleno apoyo de un público popular. En este caso Leone lo sublima al extremo en un filme lento y portentoso (con música de Sergio Leone) que desarrolla a los personajes y deja una marca en el espectador. El ritmo y el sonido hipnotizan, en una mezcla estética que se impone a un guión de intencione­s históricas superadas por la refinada y barroca elaboració­n.

La tercera película de género de 1968 que abrió caminos, es más, que inauguró todo un subgénero (el de zombies) que nunca se detuvo, fue La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero. El costo no pudo ser menor: alrededor de 115.000 dólares. Se filmó en blanco y negro, se emplearon trucos bien baratos. Pero cada vez que uno la vuelve a ver, sorprende por su fuerza áspera, cruda, en especial la primera secuencia. Empieza a caer la tarde, y un hombre y una mujer jóvenes están en un cementerio, visitando la tumba de un pariente. Casi fuera de cuadro, otro hombre, un poco desgarbado, se acerca lentamente. La mujer tiene miedo, el hombre se burla. El visitante anónimo termina de llegar, y de pronto se abalanza implacable sobre ellos, y mata al hombre, mientras la mujer huye.

A partir de allí, la situación no para de empeorar. Hay toques de ciencia ficción y la plaga indetenibl­e va arrasando con la totalidad del país. Un pequeño grupo se hace fuerte en una casa y, uno por uno, va pasando al bando de los que después, para sintetizar, terminaron por ser conocidos como zombies.

Un dato particular es que esos monstruos caminan con lentitud, y suelen ir vestidos con las ropas con que los encontró el zombie que los hizo pasar a su bando. Esta primera película sigue teniendo la fuerza de un clásico, aunque se hayan hecho incontable­s continuaci­ones, variacione­s, inevitable­s parodias. El impacto principal estaba en la crudeza con que una hija pequeña, por ejemplo, devoraba a la madre, en blanco y negro, como en un documental.

En el resto de su larga carrera como director de cine de horror, Romero ha sido muy político en varios de sus títulos. Un seguidor también político, John Carpenter, opinaba que los Muertos (o zombies) son el Tercer Mundo: “y van a comerse nuestra carne. No puedo decir la influencia que esa película tuvo sobre las películas de horror posteriore­s”.

Como en todo clásico resistente, las metáforas suelen cambiar de foco con el paso del tiempo. Hoy, cuando uno ve una foto de zombies en camisones o calzoncill­os, con la cara desencajad­a, avanzando lentos, no puede dejar de pensar en una masa creciente que empieza a preocupar a personas, pueblos y gobiernos de cualquier mundo: la de los ancianos, poco a poco más productora de ansiedad.

Estas tres películas son las principale­s de género en 1968. Pero el año fue rico, abundante. También se estrenaron la policial Bullit, con Steve McQueen, la modesta en presupuest­o El planeta de los simios (de ciencia ficción), que inauguró una franquicia múltiple que llega casi hasta hoy, o la terrorífic­a y lujosa en todo sentido El bebé de Rosemary, dirigida por Roman Polanski, con Mia Farrow y John Cassavetes, basada en un best-seller de Ira Levin.

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Érase una vez en el Oeste. Leone viajó a Nueva York para convencer a Henry Fonda de que actuara.
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Zombies. Con “La noche de los muertos vivientes” Romero echó las base de un género muy exitoso.
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2001. El espectácul­o visual de la película de Kubrick puso la vara alta para la ciencia ficción.

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