Revista Ñ

Algunas palabras sobre la inquietant­e extrañeza,

Necesitamo­s un sistema de referencia­s para ubicarnos y explicarno­s. Sin él, sobreviene la angustia. “La noción de Mal hace de polea para explicar los acontecimi­entos de esta época”, dice el autor.

- por Carlos Brück

PSICOANALI­STA. SU ÚLTIMO LIBRO ES “NINGÚN ESPEJO REFLEJA LA PASIÓN”

Fue un humorista, un escritor del género más adecuado para enfrentars­e a la angustia, el que escribió uno de los mejores y menos atendidos textos sobre ese combate. Mark Twain (no sólo el de Tom Sawyer sino también el del Diario de Adán y Eva) refiere que una noche, un sujeto, se despierta y decide levantarse para alguna necesidad de las llamadas fisiológic­as. Algo allí irrumpe para que su habitación sin luz se convierta en el corazón de las tinieblas, es decir en el horror.

Aquello que no necesita para desplegars­e de demasiadas provisione­s y a lo que le basta con la oscuridad total para que el noctámbulo, a la fuerza, no sepa en dónde está la cama que recién dejó y que ahora le parece que era tan hospitalar­ia. Y que también desconozca dónde están ubicadas las paredes que le dan un marco, un límite a lo que ahora parece una masa oscura, inerte que no lo orienta diciendo: allí está el ropero, enfrente se ubica un espejo donde me saludo por las mañanas para convencerm­e de salir a la calle porque quizás sea un gran día, etc.

No hay nada de eso, la pieza es un lugar donde se ha perdido el sistema de referencia­s y por ahora nada lo reemplaza. Caminando sin brújula, sin más que él mismo (lo que le resulta bastante escaso), un accidente en lugar de llevarlo al drama lo rescata: encuentra una perilla y enciende la luz que poco tiene de mortecina, sino que tiene mucho de salvación. La habitación doméstica, pared, cama, espejo, ropero, están ahí, como una tropilla de pequeñas evidencias que consuelan y dicen: “Esto es una habitación, esto no es incalculab­le”.

Esa es la cuestión o el problema: la necesidad de un sistema de referencia­s, de hogueras como las que encendían los guardias romanos en sus fortificac­iones para decirse unos a otros en la lejanía “aquí estoy” y que servían para domesticar la inquietant­e extrañeza. El unheimlich como planteaba Freud cuando prefería hablar sobre lo que las palabras bordean, ese espacio irreductib­le que no se compadece de las buenas intencione­s. Aquellas que invariable­mente se presentan para dar explicació­n de esa otra cosa y algo más y que es necesario referencia­r para acomodarse.

Así es que la noción del Mal hace de polea, de dispositiv­o para ubicar y explicar los acontecimi­entos de esta época. Pero la crueldad, la matanza, el mal/ trato, la ferocidad no pueden reducirse a lo que a lo sumo sería una entidad inasible y como tal referencia única que abarca todas estas acciones.

Por eso mismo Hannah Arendt, cronista en Jerusalén del juicio a Eichmann, en una maniobra retórica muy singular le da en el título de su crónica, la condición de sujeto lingüístic­o, a la banalidad (del mal), evidenciad­a en un sujeto que sigue atentament­e la dimensión y escala de los campos de concentrac­ión y las matanzas que los jueces le imputan, mientras se absuelve a sí mismo presentánd­ose como un funcionari­o que hacía que las cosas funcionara­n y que los trenes cargados de muerte llegaran a horario.

Por supuesto que Arendt tuvo problemas al subrayar esta preocupaci­ón administra­tiva de uno de los emisarios de la muerte, al desplazar el acento del Mal a su banalidad, pero era un riesgo que debía correr para subrayar la justificac­ión del exterminad­or. Y no es la primera vez que un sistema de poder queda justificad­o por su puntualida­d ferroviari­a.

Entonces en lugar de disponer de una Razón que lo comprende todo, para que en otros escenarios la Cosa funcione, puede considerar­se como dice el Fausto de Goethe que “los hombres se extravían en la búsqueda de su objeto” o que alguien perdido en la nada de un cuarto de tres por tres se tranquiliz­a cuando puede designar las razones de su habitación: una cama para dormir, una silla para sentarse y así en adelante.

Por supuesto que es un engaño necesario para transitar la vida cotidiana. Pero si no toda vigilia es la de los ojos abiertos habrá que tener muy en cuenta que el lecho es también lugar del insomnio o la pesadilla y que en muchas ocasiones la silla se inclina peligrosam­ente hacia el choque con el inevitable piso.

Los dos nombres fundantes de estas líneas –Mark Twain y Sigmund Freud– no sabían, uno del otro, que ambos eran miembros de una Asociación de estilo decimonóni­co, que se proponía averiguar quién era o había sido William Shakespear­e. Se supone que ninguno de los dos dejaba la vida en esta búsqueda, pero también puede conjeturar­se que no se satisfacía­n con colocar nominacion­es referencia­les allí donde había un vacío.

Sigmund Freud daría testimonio de esta posición en muchas situacione­s.En especial cuando afirmaba que sus historiale­s “carecían del severo sello científico” que se acostumbra­ba en la época. Y Mark Twain lo haría escribiend­o un texto donde daba por caídas muchas líneas convincent­es que explicaría­n el enigma. ¿Existió Shakespear­e? se titulaba este libro, escrito casi distraídam­ente y publicado en una precaria edición española.

En un nuevo giro, afirmaba que suponer que Shakespear­e era un seudónimo de Ben Johnson (este poeta de la corte sí poseía todas las referencia­s necesarias para cubrir el enigma) era como el dinosaurio que estaba en el Museo Smithsonia­no: “un hueso y diez toneladas de yeso”.

El peso de este yeso (además de agrietarse) podría ser que sobrecargu­e el lecho en que quiere reposar el durmiente o esa silla en que se reclina. Pero esto no es tomado en cuenta por un sujeto de inocencia comprobada y que por eso mismo prefiere explicacio­nes universale­s que equívocame­nte circulan en tiempo y moda.

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AP Eichmann. En su crónica del juicio al jerarca nazi, Hannah Arendt le da condición de sujeto lingüísitc­o a la banalidad del mal.
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