Revista Ñ

“No quería morirme sin escribir sobre mi padre”

Antes de su primera visita a la Argentina, presenta “Entre ellos”, un libro de recuerdos, y adelanta “Be Mine”, el quinto protagoniz­ado por Frank Bascombe, su personaje emblemátic­o.

- RAQUEL GARZÓN DESDE NUEVA YORK

Ese que se ve a lo lejos, alto, delgado, vestido de azul de la camisa a los zapatos (aunque con medias rojas), bajo el sol de una Nueva York atípica, que regala 20º en una mañana de invierno, de pie frente a la entrada de un edificio que él mismo describió por mail como “enorme, de concreto, 30 pisos a mitad de cuadra y con una arquitectu­ra bastante fea de los años 70”, es Richard Ford, uno de los mejores escritores estadounid­enses. Que en lugar de oprimir un botón haya bajado a franquear la entrada desde el departamen­to que alquila en un piso 21 del Upper West Side (cerca de la Universida­d de Columbia donde da clases), define en un solo gesto su inusual cortesía.

Ford acaba de publicar el bellísimo Entre ellos. Recuerdos de mis padres y vendrá por primera vez a la Argentina a fin de mes a presentarl­o en la Feria del Libro de Buenos Aires, en el Malba y en la Biblioteca Nacional. Esa es la excusa de este encuentro que se prolongará por dos horas, un vaso de agua y dos de jugo de tomate, que el ganador de los premios Pulitzer, PEN/Faulkner y Princesa de Asturias 2016 buscará en la cocina, mientras piensa cómo responder algo (“no pierdo el hilo de lo que preguntó, ¿eh?”).

Su obra, un acorazado de elocuencia y talento en trece libros, tiene por mascarón de proa la tetralogía de Nueva Jersey, iniciada en 1986 con El periodista deportivo, una historia que la revista Time listó entre las 100 mejores novelas escritas en inglés. Protagoniz­ados por Frank Bascombe, el hombre de a pie de su literatura, tan capaz de mordacidad corrosiva como de gestos de conmovedor­a ternura, esos libros le ganaron al autor de El Día de la Independen­cia (1995) un lugar en los anaqueles de la Gran Novela Americana.

Ford y Bascombe envejecier­on juntos (el personaje ya está jubilado y ha sobrevivid­o a la pérdida de un hijo, un divorcio, un cáncer de próstata y un robo que le puso dos balas en el pecho), pero el autor se desmarca de él cada vez que puede, aunque le haya prestado, entre otras cosas, la hepatitis que arruinó su experienci­a militar y su temporada como colaborado­r de revistas de deportes. “Le hago decir cosas que no creo y que sé groseras y ridículas”, sostiene; un lote en el que caben cada tanto soliloquio­s que destilan machismo, tensiones raciales y dudosos kits de superviven­cia. “Yo ya no me miro al espejo, es más barato que la cirugía”, sentencia por ejemplo en Francament­e, Frank (2014), que registra tanto las cicatrices del 11-S como las del huracán Sandy en la primera economía del mundo.

“Tomo notas para el quinto libro de Bascombe. Se llamará Be Mine y transcurri­rá el Día de San Valentín”, anticipa con acento sureño ante la mesa del comedor, devenida escritorio a fuerza de laptop, papeles y marcadores, mientras ahonda en esta entrevista algunas claves de sus ficciones, analiza qué le hizo Trump al sueño americano, revive su tensa relación con la crítica ( ver: “Me pelearía con usted, si insiste”) y habla de su matrimonio de medio siglo con Kristina Hensley, PhD en planeamien­to urbano, a quien dedica indefectib­lemente cada obra. “Publiqué trece libros y escribir es probableme­nte lo único importante que hago por mi cuenta. Pero estar con Kristina todos estos

años es lo más valioso de mi vida”. –Los mapas antiguos usaban una fórmula intrigante –“Aquí hay leones”– para demarcar las tierras inciertas. ¿Lo ha ayudado la literatura a explorar sus propios monstruos?

–No que yo sepa. No escribo por razones egoístas o terapéutic­as; no albergo reticencia­s para incluir algo escandalos­o o biográfico u ordinario si es en beneficio del texto, de lo que el lector va a experiment­ar. Pero creo que soy un hombre tan común que los demonios que puedo tener son los de cualquiera.

–Si tuviera que nombrarlos, ¿cuáles listaría?

–El miedo al fracaso, la inadecuaci­ón de la propia capacidad de amar, el egoísmo. No es mucho más que eso.

–Entre ellos suma a una versión revisada de “Mi madre”, de 1988, un texto inédito sobre su papá. ¿Por qué sintió necesidad de escribirlo ahora? –Quise hacerlo antes de morir, es eso. Desde que publiqué el texto sobre mi madre estuve juntando material. Escribir sobre él era algo muy distinto, más desafiante. Su trabajo de viajante de comercio lo mantenía lejos de casa de lunes a viernes y murió del corazón cuando yo tenía 16 años. Sólo tengo retazos. Lo extrañaba y no quería ignorar esa sensación. Como escritor el único modo de honrarlo era escribir sobre él. “No entiendo qué puedo hacer con esto”, pensaba. Y un día en el supermerca­do, llegó: “Escribir sobre la ausencia como presencia. No tengo idea de qué quiere decir, pero suena interesant­e”, así que lo anoté. Cuando se abrió un

claro en las obligacion­es me mudé al escritorio de la casa de East Boothbay, en Maine, la pequeña ciudad en la que vivimos, para escribir sobre mi padre. Sentí que mientras más esperara, más cosas se iban a apagar y no quería morirme antes de escribir sobre él.

–¿Le teme a la muerte?

–No, en absoluto. No me gustaría que me pasara lo que a mi amigo Sam Shepard: tener una enfermedad terribleme­nte debilitant­e como el ELA, que me mantuviera vivo y muerto al mismo tiempo, pero me avergonzar­ía sentir miedo. Implicaría no haber vivido plenamente. Pero lo hice. Cien por ciento.

–Cuando hablaba sobre su padre yo recordaba al mío: era cirujano plástico y no podía ver un rostro sin pensar qué cambiaría en él. Me preguntaba si a los escritores les pasa algo similar, ¿reescribir­ía algo de su vida?

–No puedo hacerlo, ¿para qué molestarme en intentarlo? En “Mi madre” recuerdo que tras una conversaci­ón con ella, que estaba muriendo, pensé: “Ojalá no le hubiera dicho esto”. Pero fue un modo sentimenta­l de lidiar con algo ya hecho: desalentar­la a que se mudara conmigo. Y uno tiene que vivir con las consecuenc­ias de sus actos. No podía cambiarlo, pero sí escribir sobre ello. No como un remedio sino como una observació­n acerca de cómo erramos y sobrevivim­os. Ese es el elemento optimista de esa historia.

-La realidad estadounid­ense empapa sus ficciones pero usted no elige, como Dos Passos, por ejemplo, escribir grandes novelas corales sino contar los EE.UU. a través de vidas personales, de pequeños relatos...

-No leí a Dos Passos. Era de derecha, realmente conservado­r, no me interesa. Es justo decir que elegí escribir cierto tipo de relatos, pero lo hice sin ninguna opción porque así veo las cosas. No me relaciono con el mundo por medio de generalida­des o estudios demográfic­os o sociológic­os sino por medio de individuos. Mi objetivo es defender lo subjetivo, la vida individual, que los lectores adviertan un foco como forma de afirmar lo individual. -Francament­e, Frank, su ficción más reciente, se ambienta en la “resaca del dolor” y la devastació­n del huracán Sandy en 2012. ¿Está escribiend­o ahora sobre el huracán Trump?

–No, pero si lo hiciera inevitable­mente tendría algún tipo de relación, tangencial como en todas mis novelas, con la situación política del país. Lo que hizo que ganara Trump las elecciones y explica que no sea rechazado y juzgado son un cinismo y un nihilismo muy hondos, no sólo sobre el gobierno sino sobre la sociedad estadounid­ense que abarca a la mitad de la gente. Sensacione­s tóxicas que nos hacen mirar hacia dentro y no hacia el mundo. La novela para la que estoy tomando notas retomaría la relación entre Frank y su hijo Paul, que morirá a una edad temprana. Alguien me dijo que ese argumento refleja como corolario cierto deseo de muerte, una gran violencia, que se ha hecho lugar en el país.

–¿Qué le permite narrar la voz de Bascombe que no había podido contar antes de dar con ese personaje? –Hasta perfilarlo en 1982, no había logrado un personaje que fuera intelectua­lmente astuto y, a la vez, completame­nte visceral. Unir el cerebro y el coraje era algo crucial para mí; un modo de acceder al humor. Tengo un buen sentido del humor que no había podido llevar a mi literatura. Eso llegó con Frank, ese tipo de acceso: un instrument­o en el que yo podía poner cosas que me importaban. Cuando publiqué mis dos primeras novelas –Un pedazo de mi corazón, de 1976, que es bas-

tante divertida, y La última oportunida­d, en 1981, en el que no había ni una sonrisa–, tenía cierto apego por la noción de que la oscuridad por sí misma se equipara con lo serio. Fui víctima de esa convicción en mi juventud y aún puedo caer en ella. Por eso incluso si un relato me parece logrado, lamento no encontrar el modo de hacerlo más gracioso.

–El humor que proponen sus libros, sin embargo, nunca es sencillo. Es irónico y puede ser crudo en ocasiones. –Henry James decía: “No hay temas más humanos que los que reflejan la confusión de la vida. La relación entre la dicha y el sufrimient­o, entre las cosas que ayudan y las cosas que dañan”. Creo que da una convincent­e descripció­n de lo real. El humor existe en esa confusión. Y alivia. –Me recuerda algo que Borges decía: la realidad no tiene forma y la construcci­ón de la intriga intenta poner en orden el “asiático desorden del mundo”. –Me encanta Borges. Lo conocí en 1973, en una conferenci­a. Venía con frecuencia. Kristina y yo estábamos viviendo en Michigan. Hice dedo en medio de una tormenta de nieve para estar ahí.

– ¿Habló con él?

–No, sólo lo conocí. Ya estaba ciego y sólo fui otra mano para tocar, pero para mí fue un contacto de cierta importanci­a. De hecho, cuando vivimos en Oaxaca, México, para ejercitar mi poco español, traduje algunos de sus poemas juveniles con un amigo. Me gustaron mucho; son tan simples y tan buenos. Era un gran poeta. –¿Qué define a un escritor?

–Es un hombre que no tiene nada más que hacer.

–Eso es un chiste.

–No, es lo que decía Thoreau: “Un escritor es alguien que no teniendo nada que hacer, encuentra algo para hacer”.

–Bien, ¿pero qué cree que no se puede enseñar acerca de ser escritor?

–Un escritor tiene que tener sus propios materiales, sus propios instintos, sus propios deseos e impulsos. Eso no se enseña. Pero no puedo establecer leyes ni enunciarla­s. Cuando leo algo que me acerca un alumno, sólo reflejo para él cómo me afecta lo que ha escrito. Y él ve cómo trabajan sus intencione­s, comparando esas expectativ­as con lo que yo sentí al leer. –Kristina y usted decidieron no tener chicos, pero las relaciones paterno-filiales articulan muchas de sus ficciones y son el centro de estas memorias. ¿Qué es más difícil, ser hijo o ser padre? –No sé por qué una cosa sería más difícil que la otra. Nunca me haría esa pregunta. Pero sí puedo responderl­e por qué escribo sobre familias: porque son universale­s. Todos tienen una. Los vínculos que mantienen las personas dentro de la familia son diferentes y probableme­nte más fuertes que muchos otros aunque no sean perfectos. Incluso en una novela como Canadá, donde la vida de un joven cambia cuando sus padres deciden robar un banco, siento que la de los Parsons es una buena familia, porque es amorosa y aunque el amor no lo proteja a uno de todo, sí protege de ciertas cosas. Si ve a Dell, el protagonis­ta de esa historia, al final de su vida –profesor, con una mujer que ama, capaz de construir una buena existencia–, ¿dónde aprendió eso? En su casa. –Sí, pero elige Canadá para rehacer su vida. ¿Sigue siendo Estados Unidos para usted un país en el que uno puede vivir plenamente?

–Yo quería que el personaje viviera eso: cruzar una frontera, tener esa experienci­a primordial. Pero no sabía cuáles serían las consecuenc­ias. Comencé el libro en 1989; eran apenas unas notas: “Llevan a un chico a través de la frontera de Canadá, contra su voluntad”. Esa imagen irradiaba un interés. Por eso seguí agregándol­e notas por 30 años hasta que me senté a escribirla por la razón por la cual un escritor hace todo: para ver qué iba a decir. Nunca estoy tratando de probar mucho más que eso. Sólo quiero recoger hechos altamente volátiles, altamente dramáticos, altamente significat­ivos y ver qué pasa cuando los meto en un relato. Si EE.UU. sigue siendo un lugar en el que uno puede vivir plenamente... ¿comparado con qué?

–Con la idea del sueño americano, supongo.

–El sueño americano es el sueño de cada individuo. No hay uno uniforme. Trump sólo dramatiza eso mostrando el lado oculto del sueño americano: “Poco para muchos, mucho para pocos”. Ese es su sueño. No puedo participar en ninguna conjetura acerca del sueño americano. Ha sido tan manipulado y pervertido, traicionad­o y vendido. La pregunta de si uno puede hoy vivir en Estados Unidos plenamente… ¿Alguna vez se pudo? ¿Si uno era afroameric­ano, si uno era un inmigrante que no había logrado trepar a la cima y convertirs­e en un millonario? Sólo se puede considerar estas cosas con la vara de las personas.

–Sus narradores expresan por lo general un punto de vista masculino. ¿Qué es lo más complejo de representa­r de la psicología femenina?

–Como escritor me interesa mucho más mostrar los modos en que hombres y mujeres son iguales y similares. Me parece más sencillo, más atractivo, abordar estos relatos de esta manera pero creo que mucho se hace sencillame­nte por instinto. Jim Harrison, por ejemplo, escribió Dalva desde la perspectiv­a de una mujer… ¡Por Dios! Las feministas lo amaron. No me interesa que las feministas amen mis libros. Me interesa que los lean, pero no intentaría escribir desde una perspectiv­a femenina o con un narrador femenino sólo para probar que puedo hacerlo. Elijo hacer lo que puedo hacer mejor. Hay suficiente­s mujeres en mis relatos y novelas como para que se expresen, afirmen su lugar y configuren sus propios futuros. Cuando muera, le aseguro que mi epitafio no dirá: “No escribió una novela desde una perspectiv­a femenina”.

Esa es una respuesta que el cáustico Bascombe habría firmado. Hablamos luego sobre el curso que dicta en Columbia: “Analizo la importanci­a de situar un relato en un lugar determinad­o. Como Toulouse-Lautrec en sus cuadros del FoliesBerg­ère: no es una escenograf­ía sino una atmósfera con sus distintos sentidos”. Inevitable pensar en cuántos relatos suyos se ambientan en Great Falls (que alude en castellano a saltos de agua pero también a “grandes caídas”) o durante fiestas típicas (el Día de la Independen­cia, Acción de Gracias...) o en rutas y autopistas. Muchas páginas transcurre­n sobre ruedas, cruzando la inmensa geografía de los EE.UU.: “¿Por qué ocurren tantas cosas dentro de los coches? ¿Acaso son la única vida interior que nos queda?”, llega a preguntars­e el satírico Frank.

–La felicidad es algo sobre lo que sus personajes reflexiona­n permanente­mente, pero viven en un estado de ánimo sombrío. ¿La melancolía es más interesant­e para la ficción?

–Henry James decía que si no estuviéram­os perturbado­s no habría relatos posibles. Si usted me pregunta si soy feliz, porque esa es la pregunta implícita…

–O si cree en la felicidad… –Absolutame­nte y soy completame­nte feliz. Pero lo que escribo es lo que me interesa. No creo que eso les haga justicia ni que sea una curiosidad legítima de su parte preguntar sobre la felicidad respecto de mis textos: ¿por qué compararlo­s con algo que no son?

–Notar el contraste puede servir como instrument­o de análisis.

–Sí, pero para mí es mucho más productivo desarrolla­r un vocabulari­o para lo que es. Estas situacione­s reflejan una

cierta perspectiv­a del comportami­ento humano y los impulsos, que en mí produce más pensamient­o, más palabras. ¿Quiere decir que me gustan ese tipo de situacione­s? No lo sé. ¿O que soy menos feliz de lo que parezco porque escribo sobre estas personas? No lo creo. ¿A un albañil le gustan los ladrillos? No, pero tal vez le guste lo que siente cuando pone uno encima de otro. Es el arte en sentido de artificio. Los libros de Bascombe están llenos de humor y amor y generosida­des, además de estar repletos de sufrimient­o y tristeza y frustració­n. Si la coloración que emana de esa unión es sombría –y no estoy de acuerdo con que esto sea así, pero para usar su expresión–, eso es lo que hice. Quizás esa sea mi limitación. –Leonard Cohen solía recordar que escribió su primer poema a los 9 años, al morir su papá. Buscó una de sus camisas, puso el poema en un bolsillo y enterró ambos en el jardín. En ese momento sintió, según decía, que el lenguaje se relacionab­a con lo sagrado. ¿Coincide con esa idea?

–Mentiría si dijera que tuve un momento así. Pero a mi edad probableme­nte puedo afirmar que estoy de acuerdo con esa mirada: el lenguaje es sagrado. Llegué a sentirlo con el tiempo. Cuando era joven, era una experienci­a tan compleja para mí. Soy disléxico. Nadie leía en mi casa, yo no podía leer y me frustraban las palabras en la página, eran tan elusivas... Así que desarrollé un buen oído y la capacidad de enfocarme. Si uno no presta atención, lo que ocurre alrededor se vuelve muy borroso. Con el tiempo todo eso pasó a mis ficciones. –Participar­á de la Feria del Libro de Buenos Aires por primera vez. ¿Tuvo contacto con la literatura argentina, desde aquel encuentro con Borges? –La literatura para mí es un país en sí mismo, con su paisaje propio. La mayor parte de los libros extranjero­s que leí siendo joven eran traducidos: para mí Chejov era estadounid­ense, aunque pretendía ser ruso. Eso no quiere decir que en la Argentina no haya un importante mundo literario y todo tipo de creencias basadas en el hecho de que algo haya sido escrito allí. Pero no me importa porque que yo viva en EE.UU. para mí no significa nada. Lea el relato; es todo lo que tiene que saber. –¿Pero no siente curiosidad sobre lo que va a encontrar?

–Lectores. Y siempre voy, cuando viajo, a aprender algo. Estoy tan preparado para ir a Montana como para ir a la Argentina. Por eso uno puede leer un relato mío en italiano o en alemán o sueco o chino o árabe y todavía tiene un poco de sentido. “Conocí a Borges en 1973 en Michigan. Ya estaba ciego y sólo fui otra mano para tocar, pero para mí fue un contacto de cierta importanci­a”. “Me senté a escribir ‘Canadá’ por la razón por la cual un escritor hace todo: para ver qué iba a decir. Nunca estoy tratando de probar mucho más que eso”. “Cuando muera, le aseguro que mi epitafio no dirá: ‘No escribió una novela desde una perspectiv­a femenina’”. –¿Está escribiend­o ahora?

–Tomo notas para un quinto Bascombe. Pero tengo 74 años y, déjeme ser franco con usted, estuve pensando que tal vez es el momento de parar, antes de que mis capacidade­s empiecen a erosionars­e. Odiaría no terminarlo. Me viene de la infancia. Cuando finalmente tomé el control de mi vida, desde la estupidez y la oscuridad de mi juventud, mi miedo era no terminar. Porque cuando era un muchacho disléxico y me iba mal en la escuela, no terminaba nada: ni la tarea ni el entrenamie­nto de básquet, nada. Y eso empezó a devorarme. Al lograr la única cosa en la que sentía que no había fracasado, ser un escritor, pensé: “No podés no terminar”. Eso hacen los malos escritores: tienen cajones llenos de libros sin final. Y no quiero hacer eso.

–Para terminar hay que empezar. –Tendré 77 años cuando acabe ese libro. Mi amiga Joan Didion dice: “Sobrevivir no es una razón lo suficiente­mente buena para seguir viviendo”. Pero escribir... –¿Cómo es estar casado con alguien por medio siglo?

–Todo lo que escribo transmite mi curiosidad, a veces frustrada, acerca de lo difícil que es conocer a alguien. Emerson decía que en todos nosotros subyace una infinita lejanía y esa idea es una de las fuerzas dramáticas más decisivas que hallé siendo escritor. Porque la lejanía une y separa al mismo tiempo, de un modo bastante misterioso. Dos personas que hablan, se aman, se pelean y duermen juntas pueden acercarse tanto... Kristina y yo hemos hecho todo lo humanament­e posible para conocernos. Es una gran cosa. Nada que yo haya hecho en la vida puede compararse ni remotament­e con eso. –¿Qué permanece oculto?

–Un estudiante me preguntó: “¿Alguna vez pensó que ella podía dejarlo?”. ¡Por supuesto! Y sería terrible. Trato de achicar las probabilid­ades, limito lo desconocid­o, aceptándol­o. Pero aún siento que algunas cosas que hace Kristina son extremadam­ente enigmática­s. Tiene, por ejemplo, una especie de entusiasmo misionero: cree que mis graves imperfecci­ones pueden corregirse. Las inconstanc­ias y una especie de obscenidad graciosa que le encantan en mis amigos quiere corregirla­s en mí. Yo lo intento, ella lo intenta y no es perfecto. Pero está bien.

 ?? AFP ?? Secreto. “Todo lo que escribo transmite mi curiosidad acerca de lo difícil que es conocer a alguien”, dice.
AFP Secreto. “Todo lo que escribo transmite mi curiosidad acerca de lo difícil que es conocer a alguien”, dice.
 ?? ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR. ?? La familia Ford. En Jackson, Mississipp­i, en 1945. Richard fue el único hijo del matrimonio de sus padres, que llevaban 15 años de casados cuando nació.
ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR. La familia Ford. En Jackson, Mississipp­i, en 1945. Richard fue el único hijo del matrimonio de sus padres, que llevaban 15 años de casados cuando nació.
 ?? ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR. ?? Tiempos felices. Parker, Edna y el pequeño Richard Ford en Biloxi, Mississipp­i, 1957. El escritor tenía 13. Su padre moriría en sus brazos tres años después.
ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR. Tiempos felices. Parker, Edna y el pequeño Richard Ford en Biloxi, Mississipp­i, 1957. El escritor tenía 13. Su padre moriría en sus brazos tres años después.
 ?? ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR. ?? Madre e hijo. Una postal del 4 de julio de 1976, en East Heaven, Vermont. “Mi madre y yo nos parecíamos”, escribe Ford. “En mí la veo a ella, oigo su risa en la mía”.
ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR. Madre e hijo. Una postal del 4 de julio de 1976, en East Heaven, Vermont. “Mi madre y yo nos parecíamos”, escribe Ford. “En mí la veo a ella, oigo su risa en la mía”.
 ?? ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR. ?? Pareja. Llevan juntos 54 años; medio siglo, casados. “Es lo más importante que hice en mi vida”, dice Ford. En la imagen, Richard y Kristina en Coahoma, Mississipp­i, en 1984.
ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR. Pareja. Llevan juntos 54 años; medio siglo, casados. “Es lo más importante que hice en mi vida”, dice Ford. En la imagen, Richard y Kristina en Coahoma, Mississipp­i, en 1984.

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