Revista Ñ

Dos visitas a un laberinto

- BETINA GONZÁLEZ

Nunca me gustaron los laberintos. Al de Los Cocos vine por primera vez de chica. Hacía calor. Creo que me aburrí. Me cansé de dar vueltas entre los ligustros y volví sobre mis pasos. En una familia grande se convive con el miedo de que tus viejos se olviden de pasar lista y se vayan sin vos (un miedo que, imagino, no conocen los hijos únicos).

En esas vacaciones, me quedé en la glorieta, oyendo las risas y corridas de mis hermanas que encontraro­n bastante pronto la salida. Mis hermanos, mucho más vivos, treparon por los cercos y salieron por donde quisieron. A mí me dio igual. Ser el mejor, el más rápido, el que encuentra la salida, el que salva a la ciudad del monstruo, siempre fue el juego de otros, no para mí. Soy la tercera de seis. Quizás por eso siempre me entrené para perder. Puntos no me fal- taban. Por un lado: apellido vulgar, familia numerosa, casa berreta en el conurbano, padre fascista por default. Por el otro: ambiciones “artísticas”. Una combinació­n sin duda ganadora.

Tampoco de grande logré que me gustaran los laberintos. Para empezar, “ya sabemos quién” lo dijo todo sobre ellos. Ese señor tan serio, con su ajedrez y sus reyes –“pergeñador de cuentos persas” como le dijo algún colega– nos obligó a tachar la palabra de nuestro vocabulari­o durante tantos años que se volvió solemne, pura roca: prohibida. Nada del juego de niños o de la hazaña quedó en ella.

Mirar a Grecia en busca de inspiració­n tampoco ayuda. Ahí está todo eso que debió ser nuestro pero que ya sabemos que no porque, si sos de “Latinoamér­ica”, sos un invento francés y si, además, sos mujer, sos el invento de algún varón y entonces ni siquiera podés entrar al laberinto. Te toca quedarte en la puerta sosteniend­o el hilo y pasás a la historia como se debe: pura, blanca, perfecta, convenient­emente abandonada a los lugares comunes de la poesía. En alguna versión del mito, a Ariadna la reclama un dios, premio consuelo si los hay, por más que este sea Dionisio y le haga diez hijos.

Parece que la etimología de la palabra “laberinto” refiere a un hacha de doble filo, símbolo del poder en Creta. Se esconde un monstruo o un tesoro en el centro de una estructura intrincada que invita, sin embargo, al duelo o al robo. Desafío del rey que en el fondo desea ser destronado a través del recorrido de su bello, ostentoso juguete.

El único laberinto al que siempre quiero entrar es al de Alejandra. Tiene forma de útero y de testigo. Sí, esa Alejandra. Ya saben. La que por mucho tiempo no estuvo bien citar porque lo confesiona­l, lo menstrual, lo infantil, lo maravillos­o y la inmensa soledad del lenguaje que nunca alcanza te llevan por el mal camino. El camino de Sylvia, de Alfonsina, el de las muertas vivas, el de la invisibili­dad, que también es el del mero nombre de pila. “Invisibili­dad”, palabra muy de moda en estos días. Todas quisiéramo­s ser un poco más visibles. Pero Alejandra no. Para ella el laberinto era un refugio, una morada. Como un libro en el que una se dobla y se guarda todas las noches. Un lugar del que no se sale, del que no se quiere salir. El jardín en el que el tiempo se vuelve espacio y el espacio se vuelve tiempo. Ahí donde se escribe a escondidas y apretando los dientes. Ahí quiero estar.

El laberinto del que hablo es el refugio de los que jugamos a perder y de eso hicimos una poética.

Regresar a este laberinto verde, en Córdoba, un día de lluvia en el que también me cansé y volví sobre mis pasos es una especie de confirmaci­ón.

Que nadie espere de mí una hazaña.

Eso sí que es correr con ventaja.

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