Algunas horas con los monos carayá. Textos de los escritores Mariano Quirós, Betina González y Martín Cristal, participantes del Filba Nacional
Tres textos inéditos de escritores que participaron de la 7ma edición de la versión nacional del festival, que acaba de celebrarse en Córdoba.
Qué detalle interesante el del Filba, pensé, que con tanto gorila suelto por el mundo me invita a una reserva de monos carayás. Me encantan los monos carayás, sobre todo por su aullido, ese oleaje poderoso y grupal que se abre paso desde las entrañas del monte y nos deja, de pronto, a la intemperie.
Dicen que el del carayá es el aullido más ruidoso del mundo. Lo mismo dijeron en su momento del aullido de Allen Ginsberg (y había algo de simiesco en el aspecto de Allen Ginsberg. Todos tenemos, a decir verdad, mucho de simiesco en el aspecto; pero no todos tenemos aullido). Soy un hombre de poca fe, pero yo quiero ver como vio Ginsberg, quiero ver a las mejores mentes de mi generación, quiero ver a los transas, los ñeris, los guachos y las guachas arriba y arriba, quiero ver a los muertos, los indios, las putas y los putos del subtrópico litoraleño… quiero ver si soy capaz de verlos.
De los monos que vimos en la reserva, mi grupo favorito fue el grupo que no se dejó ver, el grupo del mono Clemente y la mona Jamaiquina. El grupo más tímido, nos explicó la guía Gabriela. Se me ocurre que también era el grupo más sabio. Era un mediodía frío y grisáceo, de hecho una nube nos había envuelto y yo pensé que estaba muy bien que aquellos monos se resistieran a nuestro llamado. Sobre todo porque minutos antes habíamos visto a otro grupo, pegados un mono a otro para resguardarse del frío, a la manera en que se pegan los jabones viejos, con la ilusión de hacer uno solo y más poderoso.
Pero sobre todo, se me ocurre, la reticencia de aquel grupo –el de Clemente y Jamaiquina– a dejarse ver, era porque son monos en rehabilitación, y a quién le gusta que lo expongan en trance semejante. A la Mona Giménez, dijo entonces el guía Juan Pablo. Aunque al toque se retractó: la Mona Giménez no tiene margen de rehabilitación, y por eso es que nos gusta tanto.
Tampoco parece que hubiera rehabilitación posible para Jesús, uno de los monos capuchinos –ya no carayá– que viven en la reserva. Los capuchinos no aúllan, pero el acto de Jesús puede entenderse como el alarido desesperado y primordial de una especie al borde del colapso: Jesús robó el celular de un turista que no dejaba de sacarle fotos. En otro ambiente, semejante proeza le hubiese valido a Jesús un buen tiro en la espalda. Pero aquí en la reserva –y tras una ardua negociación– le cambiaron el celular por cuatro bananas. No es un mal negocio, las bananas por lo menos tienen potasio.
También contó el guía Juan Pablo –dicho así pareciera que hablo de algún Papa, pero no–, contó el guía el drama de los monos que, como Jesús, llegan a la reserva “demasiado humanizados”. Lo entendí perfectamente porque a mí me ocurre con frecuencia: puedo llegar a un evento y comportarme con un cierto decoro, hasta puedo compartir una lectura. Pero hay monos, contaba Juan Pablo, que al pasar años, lustros, décadas viviendo en el seno de familias humanas adquieren hábitos absurdos como fanatizarse con el yogur serenísimo extra firme sabor frutilla, entusiasmarse con la chacarera o con la música electrónica, o incluso pretender el lugar del hombre de la casa. Dice Juan Pablo que, con un mono en el medio, la vida familiar puede hacerse insoportable. Por un momento –muy fugaz por cierto– la ternura aparente de un carayá me llevó a pensar que Juan Pablo exageraba, que no puede ser para tanto, que con ajustar un par de asuntos aquí y allá la convivencia es posible. Pero luego recordé al intolerante Charlton Heston, los problemas que había tenido en aquella saga inolvidable. Muy por encima pensé en mí, en mi carácter blandengue, y me dije que a la primera de cambio cualquier mono apenas prepotente se quedaría con mi familia entera, incluidas mis dos abuelas. Y si fuera una mona… ya no quise imaginar tanto.
Lo cierto es que llegamos tarde –o demasiado temprano– para escuchar el aullido de los carayás. Se sabe, estos monos practican el respetuoso saludo al sol, con lo que es necesario estar allí al amanecer o bien a la hora del crepúsculo. Llegamos, como insinué hace un rato, pasado el mediodía y no nos quedó más remedio que conformarnos con la descripción del aullido. Incluso con algún intento de imitarlo.
Por supuesto, no vale la pena que yo aumente el ridículo de esta exposición mía con un intento semejante. Apenas contarles, si sirve para algo, que para mí el aullido del carayá llevará para siempre, entre otras cosas, la alegría desquiciada de mi abuela. Años atrás, en Paso de la Patria, Corrientes, los carayás todavía eran los dueños del monte. Al caer la tarde con mi abuela nos arrimábamos a los árboles donde se iniciaba el reino carayá y a la primera oleada de aullidos salíamos disparados de vuelta a la civilización, que era la casa que mi abuela y mi abuelo tenían ahí en Paso, cuando el turismo ramplón no había cambiado el aullido por el bullicio tilingo de la opaca aristocracia del nordeste. Después en la casa mi abuela imitaba para mi abuelo aquel grito primordial y reía, mi abuela, como una loca reía. Con tan poca cosa. O mejor dicho, con toda la furia del monte carayá. Ahora mi abuela está envuelta en esa nube extraña que acompaña la vejez y que solo permite acceder a recuerdos muy determinados. A mí me gusta preguntarle a mi abuela: ¿te acordás de los monos en Paso de la Patria? Y me gusta, entonces, ver su rostro de repente iluminado.
El guía Juan Pablo dijo que el aullido del carayá, si hay buen viento y buena suerte, puede desplazarse hasta 16 kilómetros. Que quién sabe, dijo, las veces que sentimos ese aullido y pensamos que fue otra cosa, un coche con los parlantes mal calibrados, una fiesta de 15, la calma aparente del río (o bien su furia camuflada). El asunto es que, por cada kilómetro que se desplaza, el aullido del carayá adquiere una forma y un significado distintos: en el primer kilómetro predomina, desde luego, la fuerza; en el segundo se valora su intensidad; en el tercero podemos valorar lo que de música hay en un aullido… no retuve cada kilómetro, sepan disculpar –o agradecer–, soy un hombre de esta época y me disperso con facilidad.
Sí retuve lo que de bueno tiene el kilómetro 16 –el último, se supone– en el desplazamiento de un aullido carayá. Allí, en ese kilómetro, confluye todo lo anterior: la fuerza, la intensidad, la música, más todo aquello que lastimosamente no retuve. Es por eso el momento más perturbador de un aullido. Y es cuando llega, con toda su melancólica furia, el silencio. Hagan la prueba y paren la oreja. Eso que quizá no sientan es un aullido.