Schiliro: Fantasía plástica en los márgenes del arte. Sobre la primera retrospectiva del artista Omar Schiliro
Primera retrospectiva de un artista inclasificable al que le bastaron una corta vida y 3 años de carrera para convertirse en figura emblemática de los años 90.
Ahora voy a brillar, ahora voy a brillar”, nos gritan estas 35 obras desde su acogedor esplendor amarillo, rosado y verde agua de PVC, gemas de plástico, tubos de luz multiplicados, lamparitas y caireles. Los trabajos –que reconvierte los objetos cotidianos prácticamente en piezas barrocas, sagradas o galácticas, de escala grande, de altura humana–, se exponen actualmente en el Museo Colección Fortabat, en una muestra curada por las artistas Cristina Schiavi y Paola Vega, con ayuda e impulso de Jorge Gumier Maier. Las obras prometen aquello en lo que creía su autor, el artista Omar Schiliro (Buenos Aires, 1962-1994). Que la vida puede ser, a pesar de todo, bella; que los sueños aparecen y acontecen de vez en cuando; que existen brillos y destellos inesperados, surgiendo en el momento en que más se los necesita; que hay que creer que eso es posible. Aun entrevistos dentro de un pote de plástico. También revelados a través de cucharitas de helados color cereza. Quizás por medio de fragmentos de cartones pintados. Con todo se juega, con todo se puede hacer nacer la belleza, la sensación de atención delicada, del trabajo artesanal y artístico realizado con amor. Estas piezas –delicados ornamentos conformados a partir de cosas acumuladas, de sumas de objetos atentamente seleccionados– expresan una estética del esmero y la ternura, del celo en la elaboración y la paciencia acompañada.
Estas piezas nacían desde los espacios acogedores que el propio artista anhelaba y creaba: una “casita cómoda”; un “amorcito calentito”; “ropita linda”; “suerte buena”; un “chupetín dulcito” o un “trabajito liviano”. Deseos tiernos para suavizar el mundo. En la exposición toman cuerpo en la única obra interactiva que se muestra: en ella el público puede presionar un botón y hacer rodar el círculo mágico hasta que la flechita se detenga en alguno de los compartimientos, deseándonos bondad y benevolencia, desde los otros y para los otros. Calidez. Dulzura.
Lo asombroso de Schiliro son sus trabajos pero también esos espacios amables y amorosos que supo crear, surgidos de tiempos no evolutivos, no lineales; tiempos que rozan lo mágico desarrollado en otro tipo de afectividades, haciendo entrar al espectador directamente en el núcleo de una imaginación singular, plena, llena de detalles sutiles y no tanto.
Nacido en Lugano en el seno de una familia pobre, sin formación académica, sufriendo desde chico el rechazo de su familia por su sexualidad y su identidad de género, a los 18 años Schiliro viajó desde Santa Fe hacia la gran Capital. Después de conocer a Gumier Maier –el entonces director de la galería de Artes Visuales del Centro Cultural Rojas, también fue pareja de Schiliro durante sus últimos diez años de vida–, el artista pasó de la escala de sus gráciles bijous (se venía ganando la vida como artesano) al volumen 1:1. Sus ensamblados preciosistas realizados con nácar, perlas y esmeraldas de fantasía toman cuerpos mayores y se tornan esculturas redondeadas, circulares; pilares y copas enormes elevados en el espacio: música de estrellas para universos pop (improntas de su pasado de DJ). Unos objetos se acumulan sobre otros, engarzados: joyas de Tupperware y marcas falsas, imitaciones, baratijas de Once. Puro lujo armado con bowls y baldes ornamentados con agujeritos desde los que escapan luces de colores titilando: cada luz nace de un orificio de flores y medusas hechas de vidrio y resinas. Festín de apliques que celebran la forma y los días.
La celebración que hizo Schiliro de lo artesanal –despreciado por el “arte mayor” y atribuido al campo de las “manua-
lidades femeninas”– toma el relieve de una materialidad diferente, desbordante, que surge de los márgenes impactando en el centro del sistema del arte, desde el Rojas y desde su pronóstico vital nublado: Schiliro estaba enfermo.
“La vida es un privilegio que él había comprendido”, escribía la curadora Patricia Rizzo en 1994, en una de las cartas que acompañó a Schiliro en su funeral. Las palabras indican la brillante voracidad por lo vital y por la alegría, el encanto que irradiaban e irradian tanto las obras como el propio artista durante los pocos años que vivió, 32, y el corto período que duró su “carrera profesional” : tres años. Schiliro perteneció a esa generación para la que el diagnóstico de HIV era una sentencia segura hacia el SIDA. El arte de los 90 en la Argentina tuvo pérdidas similares, como Liliana Maresca y Alejandro Kuropatwa. Con tremendos diagnósticos a cuestas, el sentido de sus producciones artísticas y de sus desarrollos personales cambiaba y cambia completa y constantemente –especialmente durante los últimos años en el campo de la historiografía argentina–, así como las perspectivas desde las que se abordaban y abordan su forma de ver y habitar el mundo, y sus producciones. En el caso de Schiliro, nunca se percibe melancolía en sus trabajos sino todo lo contrario: ante su enfermedad, el artista eligió el juego estético, el goce, la belleza, el azar.
La carta de Rizzo puede observarse ahora en la muestra junto con otras reliquias: el folleto que da cuenta de la muestra Schiliro-Gumier Maier en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI), el sótano de Florida que fue otro de los epicentros artísticos de la época. Series de retratos tomadas por su amigo Alberto Goldenstein, en las que se lo ve sonriendo, luciendo una espléndida cabellera y una mirada clara.
Mientras la vitrina exhibe diferentes documentos y testimonios, de las paredes de la sala del museo nacen bucles de vidrio. Bucles caprichosos. Se engarzan con lamparitas de colores y sets de cocina y baño de PVC, todo en tonos pastel. Las curadores de la exposición –quienes tuvieron a cargo reconstruir algunas de las obras a partir de fotografías– cuentan que muchos de esos materiales ya no se producen en esos colores ni con esa densidad ni peso.
Al costado de “Lovebank” (dos pequeñas muñequitas tomadas de la mano girando a motor y besándose bajo un cielo de plástico anaranjado y árboles de vidrios y caireles), cerca de “Salud” –inmensa copa azul-celeste de palanganas encastradas, que el artista prestaba a sus amigos enfermos, como un amuleto, o quizás, una esperanza–, “Dinero” y “Amor” (de las pocas piezas de la muestra que llevan un título), Schiliro vuelve a hacer nacer sus medusas de fantasía, de plástico y cristal, que crispan los ojos y los cabellos.
Las palabras de despedida que escribió Gumier Maier en 1994 lo definen perfectamente: él pertenecía a “un mundo soñado repleto de juegos, en donde todo era a estrenar”.
El mismo Schiliro confesó: “Hice una obra que veo como una explosión de angustias, de depresiones, que se tornaron primaverales. La intención general es transmitir lo mejor”, comentaba, luciendo una sonrisa, el rey del ornamento. Un creador luminoso, auténtico y marginal. Como sus obras.