Revista Ñ

Entre las estatuas y el discurso mesiánico, por Pablo Biffi

Distante de su memoria revolucion­aria, de lleno en la represión y la corrupción, el gobierno de Daniel Ortega y su esposa sucumbe en lugar de liderar.

- PABLO BIFFI

La escultura de Augusto César Sandino se erige sólida e irreprocha­ble en la loma de Tiscapa, en el corazón de Managua, un cerro bajo que fue escenario de torturas, vejámenes y la imposición de la dictadura somocista. La silueta, que todo nicaragüen­se reconoce solo con ver su figura, fue diseñada y esculpida en acero monolítico por el poeta y escultor sandinista Ernesto Cardenal e inaugurada en 1990, antes de que el Frente Sandinista de Liberación Nacional entregara el poder a Violeta Chamorro, tras su sorpresiva victoria en las elecciones de ese año.

Mirando al lago Xolotlán, a la derecha de la imponente figura del “General de los hombres libres”, se levanta otra escultura aún más grande. Es metálica, un árbol amarillo que de noche se ilumina. Fue instalado junto al héroe nacional por orden de Rosario Murillo, esposa del presidente Daniel Ortega y vicepresid­enta del país. Son los “arboles de la vida” –adaptación del árbol dibujado por Gustav Klimt en 1909– que desde 2013 la primera dama “sembró” por toda Managua como símbolo del nuevo poder.

León, 21 de septiembre de 1956

Rigoberto López Pérez, un poeta y opositor a la dictadura somocista –que en verdad se había iniciado en 1934 con el asesinato del líder Augusto César Sandino– mató al cabecilla de una de las dinastías más sangrienta­s de la región. Minutos antes, en una gala, Somoza había sido “proclamado” nuevamente candidato presidenci­al. Rigoberto recibió más de cien balas disparadas por la guardia de Anastasio Somoza García. Pero la historia fue generosa con él. Al cumplirse 50 años, la alcaldía de Managua inauguró una enorme estatua en su honor.

El presidente estadounid­ense Franklin Delano Roosevelt había acuñado la célebre frase: “Somoza es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta”. Años después, Dwight Eisenhower le enviaba a Somoza desde el Canal de Panamá un avión para que lo atendieran en la base estadounid­ense. Fue inútil. Murió dos días después. Con Sandino nadie tuvo la misma considerac­ión que con “Tacho”, cuando cayó traicionad­o en 1934 por orden de Somoza, entonces jefe de la Guardia Nacional. El “General de los hombres libres” había cenado en Tiscapa con el presidente Juan Bautista Sacasa, luego de firmar un acuerdo de paz tras el retiro de la tropas de EEUU del país. Allí fue asesinado.

El cuerpo de Sandino no fue encontrado y nunca tuvo tumba. La enorme escul- tura de hierro de 20 metros lo recuerda con solemnidad, como “un héroe nacional”, en lo que ahora es el Parque Histórico de Tiscapa. Su figura se recorta en lo alto, sobre lo que fue el búnker de Anastasio Somoza Debayle, alias “Tachito”, el último exponente de la dictadura somocista, asesinado en Paraguay en 1980 por un comando de nicaragüen­ses y argentinos al mando del ex ERP Enrique Gorriarán Merlo.

Aquella derrota electoral con Violeta Chamorro –al frente de una alianza opositora– fue un terremoto para el sandinismo y marcó para siempre la vida de Ortega. El país estaba devastado por la guerra con los Contras, financiado­s por Washington, con 12.000 milllones de deuda externa, una inflación anual que llegó al 39.000 por ciento y 50.000 muertos.

Desde la oposición, el sandinismo no perdió tiempo en su afán por regresar al poder en los 16 años de gobiernos dominados por los liberales: Chamorro, Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños. Daniel Ortega abandonó el verde oliva para abrazar el traje y los negocios. Su giro a la derecha quedó en evidencia en 1998 cuando acordó con el entonces presidente Alemán un “pacto de impunidad” para alternarse en el poder. Ese acuerdo fue, también, económico y Ortega –junto con algunos de los comandante­s que no abandonaro­n el FSLN– se convirtier­on en los grandes empresario­s del país, con negocios en toda Centroamér­ica. Un grupo de capitalist­as enamorados del poder. Por esos años, y debido a ese giro y a la ausencia de debate interno, muchos de los históricos comandante­s sandinista­s abandonaro­n el partido. Y esos espacios de decisión los empezó a ocupar una figura que será clave en las décadas siguientes: Rosario Murillo, encantador­a poeta que había ingresado al FSLN en 1969, promotora de una rara doctrina que mezcla catolicism­o, misticismo y prehispani­smo. Con el tiempo sería conocida como “La mujer de los Anillos”, debido a que suele llevarlos juntos por docena. Madre, además, de Zoilaméric­a Narváez, quien en 1998 acusó a su padrastro, Ortega, de haber abusado de ella sexualment­e desde 1979.

Para la campaña presidenci­al de 2006, Ortega ya había abandonado el rojo en sus banderas y abrazado el rosa; llevaba de candidato a vice a un banquero –Jaime Morales Carazo– a quien la revolución había expropiado parte de su fortuna. Buscaba tener buenas relaciones con EE.UU. y alababa al FMI. Esas elecciones marcarían el regreso de Ortega al poder, cobijado por una tramposa ley electoral hecha a medida del sandinismo y pactada con Arnoldo Alemán. Para ganar, un partido sólo necesitaba sumar el 35% de los votos si el segundo quedaba 5 puntos abajo. Y ocurrió: “Daniel” se imponía por 38% a 29% frente a una alianza de liberales divididos. Rosario Murillo, desde las sombras primero, y ya en el gobierno como presidenta del Consejo de Comunicaci­ón y Ciudadanía después, sería el poder en Nicaragua.

La hora de ir por todo

Producto de ese pacto con Alemán –quien fue condenado a 20 años por corrupto y luego sobreseído por una Corte adicta en 2009, ya con Ortega en el gobierno–, el sandinismo controló gran parte del Poder Legislativ­o, del Judicial y todos los resortes del Estado. En alianza con los empresario­s que se beneficiar­on de un Estado que gastaba, los sectores religiosos más conservado­res, el viento de cola de la ayuda petrolera venezolana en tiempos de Hugo Chávez –unos 4.000 millones de dólares– y una economía en crecimient­o, Ortega no tuvo sobresalto­s para arrasar en las presidenci­ales de 2011. Obtuvo el 62,4% de los votos y la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional.

Para la pareja Ortega-Murillo había llegado el momento de ir por todo, abrazada al “eje bolivarian­o”, con una oposición diezmada y profundiza­ndo el caudillism­o bicéfalo. “Ortega dejó de ser una persona normal, a quien el partido podría cambiar. Pasó a ser un mesías. Y su mujer es su vocera. Entonces crea el mesianismo y anula al partido, que deposita las decisiones solo en Daniel Ortega, su mesías”, explica en el diario La Prensa de Managua el analista Fernando Bárcenas.

Con todo el poder, la dupla se encerró cada vez más. Se alejó de las bases, profundizó el control sobre todos los poderes del Estado, puso en marcha proyectos mesiánicos, como la construcci­ón de un canal interoceán­ico para competir con el de Panamá –que no se concretó– y le sumó, también, la compra de medios de comunicaci­ón, con el objetivo de perpetuars­e. El ambicioso plan se materializ­ó en 2013 cuando la Asamblea Nacional, dominada

casi por completo por el sandinismo, reformó la Constituci­ón para permitir la reelección indefinida. La mesa estaba servida para que, con Murillo en la fórmula, Ortega arrasara en las presidenci­ales de 2016 con el 72,4% de los votos y 71 de los 92 diputados de la Asamblea.

Sin embargo, algo falló. La cooperació­n venezolana empezó a escasear en estos dos años y la economía nicaragüen­se mostró síntomas: bajaron las ventas de autos, casas

y el consumo en general. La falta de dinero para seguir con los planes sociales forzó a Ortega a un ajuste, por recomendac­ión del FMI, descargand­o el recorte en los bolsillos de los ciudadanos y en los empresario­s. Y así fue que el proyecto de Ortega de incrementa­r los aportes de trabajador­es y los empresario­s para el seguro social encendió la mecha de las protestas que, desde mediados de abril, tienen acorralada a la pareja presidenci­al. Una chispa

que hizo florecer otras demandas dormidas y que puso a estudiante­s y campesinos al frente de las movilizaci­ones de un pueblo que aprendió, del primer sandinismo, que el destino siempre está en sus manos. Una lucha que reclama una verdadera democracia (“Volver a la república”, lo llaman los nicaragüen­ses), el fin de la represión, la censura y el discurso único, de la impunidad para los corruptos.

Por eso Bárcenas caracteriz­a el llamado

“orteguismo” –ya no al sandinismo– “como el movimiento que impuso el terror entre los trabajador­es estatales corridos por capricho, el servilismo que descartó el método profesiona­l con el que eran contratado­s los funcionari­os, el secretismo mafioso, la ignorancia y la reducción del Estado a una finca privada donde gobierna la pareja presidenci­al”.

Managua, 17 de abril de 2018

Estalla la furia por el proyecto de Ortega sobre seguridad social. Rápidament­e se extienden a todo el país, en especial a Monimbó –bastión sandinista de la lucha contra la dictadura somocista– y Niquinohom­o –donde nació Sandino en 1895–, ambas en Masaya, a 30 kilómetros de la capital. En casi un mes de protestas y represión policial y de los grupos de choque oficialist­as, los muertos suman más de 60.

En las calles, los estudiante­s y campesinos gritan “abajo la dictadura”. En la

loma de Tiscapa, corazón de Managua, la escultura de Sandino sigue en pie. Los “arbolatas”, como llaman los nicaragüen­ses a los “arboles de la vida” de metal amarillo, son derribados uno a uno por los manifestan­tes. Una imagen caprichosa, simbólica, de la Nicaragua de hoy: la historia sigue en pie. El sandinismo –más bien el “orteguismo”– parece herido de muerte.

Hace ya muchos años, cuando Ortega y el sandinismo regresaban al poder tras ganar las elecciones de 2006, Tomás Borge, emblemátic­o comandante guerriller­o y temible ministro del Interior entre 1979 y 1990 en tiempos de la revolución, me dijo en su casa de Managua los motivos por los cuales habían sido derrotados por Doña Violeta Chamorro: “Fuimos insensatos, arrogantes, burócratas y una frustració­n”. Borge murió en Managua en abril de 2012, alejado de la política. Acaso hoy tendría la misma brutal sinceridad.

 ?? AFP ?? Pareja presidenci­al. Ortega y su esposa y vice, Rosario Murillos, proyectado­s por un pacto electoral espurio y por la ayuda petrolera de Chávez.
AFP Pareja presidenci­al. Ortega y su esposa y vice, Rosario Murillos, proyectado­s por un pacto electoral espurio y por la ayuda petrolera de Chávez.
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REUTERS Calles movilizada­s. Protestas contra el gobierno de Ortega, ya caracteriz­ado como dictadura.

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