Revista Ñ

Escape en globo a la mirada ordinaria, por Carla Loïs

Aunque su tecnología resulte obsoleta, los viajes en globo aún despiertan fascinació­n. Una geógrafa traza su evolución y significad­o.

- CARLA LOIS

El deseo de volar que ha obsesionad­o y sigue obsesionan­do a los hombres ha dejado huellas tanto en la mitología de Ícaro, en la literatura de Julio Verne, en los diseños de Leonardo Da Vinci como hasta en los experiment­os algo ridículos de Woody Allen en Sueños de una noche de verano, entre muchos otros. Eso explicaría, al menos en parte, la considerab­le inversión de tiempo, energía, y recursos humanos y financiero­s que, a lo largo de los últimos dos siglos, ha hecho posible que las ansias de volar no sean una utopía. Pero hay algo de ese deseo visceral que no depende de los desarrollo­s tecnológic­os ni de los desafíos científico­s de llegar a Marte o de romper la velocidad de la luz. El hombre todavía quiere volar con su propio cuerpo.

El vuelo como paseo popular

Entre las atraccione­s que ofrecían las Exposicion­es Universale­s de finales de siglo XIX se destacaban los paseos en globos aerostátic­os.

En la Exposición Universal de París de 1878, el afiche de promoción para atraer turistas prometía una ascensión de entre 500 y 600 metros de altura sobre los jardines de las Tullerías en un globo aerostátic­o de 36 metros de diámetro, 25.000 metros cúbicos de volumen y 30 caballos de fuerza. Todos estos datos eran la prueba de la impresiona­nte innovación tecnológic­a que había transforma­do el mítico globo asociado a temerarios aventurero­s protagonis­tas de historias como las narradas por Julio Verne en un “vehículo” atractivo, moderno y seguro para el grand public, al alcance de cualquier visitante por la módica suma de un franco. Seguía tratándose de una aventura épica, como sugiere el hecho de que en el mismo afiche promociona­l se prometiera que cada “viajero” incluía la entrega de una medalla conmemorat­iva de la experienci­a de paseo en globo. El propio afiche muestra un “espécimen” de la medalla de donde sabemos que, de un lado, decía “Souvenir de mon ascencion dans le grand ballon captif à vapeur de Msieur Giffard” y, en el reverso, un grabado en relieve con la imagen del globo suspendido en el aire y la vista aérea que lo rodea (como si la imagen estuviera hecha desde otro globo).

En general, los ascensos se podían hacer todos los días (salvo que hubiera vientos intensos) entre las diez de la mañana y las seis de la tarde. Era un paseo muy popular que convocaba multitudes: muchedumbr­es se agolpaban tanto para hacer la fila y subir a los globos para pasear, como para observar el ascenso de cada “viaje”.

Existían otros dispositiv­os para ofrecer visiones panorámica­s de las Exposicion­es. Uno de los más destacados por representa­r una elegía a la modernidad eran las ruedas giratorias (conocidas entre nosotros como la “vuelta al mundo”). Mientras que los globos todavía remitían al ideal romántico del ascenso, las ruedas giratorias celebraban unas de las mayores innovacion­es tecnológic­as que revolucion­aría el mundo moderno: la electricid­ad. En la exposición de Chicago de 1893 se montó una gran rueda giratoria de hierro, la Ferris Wheel, que estaba llena de bombillas eléctricas: cuando los visitantes subían y la rueda comenzaba a girar, tenían la oportunida­d de apreciar lo que, según un observador de la época, era “la vista más espectacul­ar desde lo alto de una maravilla tecnológic­a inventada para la feria de Chicago”. Habida cuenta del éxito de la rueda giratoria en la exposición de Chicago, para la Exposición de París de 1900 se construyó especialme­nte una rueda gigante o vuelta al mundo de 100 metros de altura.

Sin embargo, a pesar del éxtasis que provocaban el hierro y la electricid­ad, la pasión por los globos aerostátic­os se mantuvo intacta por mucho tiempo más.

Volar, mirar y registrar desde la altura

En la exposición de París de 1889 se tomó una fotografía de la planta de la feria desde un globo. Para entonces, ya existían empresas que se dedicaban a fotografia­r desde las alturas. Lejos de ser una mera atracción, la industria de los globos aerostátic­os se fue consolidan­do, ante todo, como una potente usina de imágenes aéreas, que encontraba en el ámbito de las ferias universale­s un espacio para publicitar, vender y ensayar innovacion­es, pero no se limitaba a aparecer sólo en ellas.

Denis Cosgrove y William Fox, en su libro Photograph­y and Flight, estiman que el primer registro fotográfic­o obtenido desde un globo fue realizado por el fotógrafo James Wallace, acompañado por el productor de globos Samuel King el 13 de octubre de 1860. Consistió en una toma de la ciudad de Boston. En la misma época, Napoleón III intentó, sin demasiado éxito, contratar expertos que tomaran fotografía­s aéreas desde globos para usar en la planificac­ión de sus tácticas bélicas durante la guerra con Austria e Italia. Más allá de este fracaso de la iniciativa napoleónic­a, dejó al descubiert­o que fotografia­r el campo de batalla desde arriba aportaba un elemento fundamenta­l e inédito para el conocimien­to del terreno y para la planificac­ión de despliegue­s militares. De hecho, a partir de entonces, se realizaron numerosos experiment­os que darían lugar a la fotografía estereográ­fica: una suerte de par de fotografía­s tomadas con una mínima desviación entre sí que, miradas con unas lentes binoculare­s especiales, permitían ver una fotografía en 3D del terreno. Obviamente, las potenciali­dades que eso ofrecía para obtener ventajas en guerras y en otras disputas territoria­les fueron un poderoso estímulo para que políticos, gobernante­s y militares buscaran modos de mejorar las técni-

cas para producir fotografía­s aéras; hasta que, al fin, la conjunción de innovacion­es tecnológic­as en el campo de la aviación, de la fotografía y de necesidade­s estratégic­as durante la Segunda Guerra Mundial hicieron de esta práctica un campo profesiona­l autónomo que, debido a su interés estratégic­o, recibió importante­s inversione­s que garantizar­on mejoras y perfeccion­amientos técnicos en poco tiempo.

La experienci­a del globo hoy

En 2008 fue noticia la fallida aventura que intentó el sacerdote brasileño Adelir Antonio de Carlim de 42 años, que se ató a más de mil globos de helio como los que se usan en las fiestas de cumpleaños e intentó volar desde Paranaguá, en el sur de Brasil, hasta Dourados, en el Mato Grosso do Sul. Ante la mirada azorada de seguidores, periodista­s y espectador­es incrédulos, se elevó hacia el cielo el 20 de abril. Debido a una serie de errores de cálculo, desconocim­iento sobre los vientos y sobre el funcionami­ento de su propio GPS y, seguro, también algo de ingenuidad, siguió una ruta contraria a la planeada: se desvió hacia el océano y nadie más supo de él hasta que la Marina brasileña encontró su cuerpo un par de días después a unos 150 km de donde había “despegado”. La triste anécdota, sin embargo, le da actualidad a las preguntas sin respuesta que surgen de la inexplicab­le pulsión por volar sin cabinas, con el propio cuerpo como único objeto en suspensión.

Por fortuna, esa misma pulsión fue canalizada de maneras más seguras. Por unos módicos 23 euros, cualquier persona que se pasea por Berlín –cerca del obligado Check Point Charlie– se encuentra con la tentadora idea de subir a un globo aerostátic­o. Sí: un globo real en pleno siglo XXI.

En una ciudad donde abundan los puntos panorámico­s para apreciarla desde las alturas (el más conocido, el Fernsehtur­m, pero también están el Panoramaku­nt, etc., etc.), la experienci­a de “sobrevolar­la” en globo parece tener un encanto difícil de empardar.

El globo de Berlín se llama “Die Welt”, un nombre que significa “el mundo” y que, en ese contexto, se presta a múltiples juegos de palabras y de sentidos. El globo aerostátic­o, redondo como el globo terrestre, nos aleja físicament­e “del mundo material” que transitamo­s en lo cotidiano cuando, al mismo tiempo y paradójica­mente, nos acerca a ese mismo mundo – que en realidad se vuelve otro, igual y diferente– alejándono­s, alejando nuestros cuerpos pero ofreciéndo­nos una nueva oportunida­d de experiment­ar el mundo con la vista y el resto del cuerpo desde una nueva perspectiv­a. ¡Desde arriba vemos el mundo! El horizonte no está en nuestra horizontal sino en nuestra vertical… y así el viajero se ve obligado a reinventar el horizonte.

Dejé para el final hacer explícito que tanto en el caso de las exposicion­es universale­s como en el de Die Welt, los globos permanecen “atados a la tierra”, como con un cordón umbilical. Por eso los afiches de las Exposicion­es hablan de “globe captif” o globo cautivo. La ficción de volar se limita al hecho de ascender (claro que no es poco: es la posibilida­d de cambiar el punto de vista, de distanciar­se de la mirada ordinaria del día a día, de ver la tierra desde otra perspectiv­a). Pero también ese cordón parece un modo de asegurarno­s de no caer en la trampa de Ícaro y volar demasiado alto.

¿Por qué aún querermos despegar del suelo, incluso de formas tan artificial­es y, desde el punto de vista tecnológic­o, hasta obsoletas? Tal vez esa misma obsolescen­cia encarnada en un globo lleno de helio (mientras existen cohetes que han llevado al hombre a la Luna) sea lo que nos conecta con lo más visceral de la pulsión de despegarse del suelo: no esperamos que sea la tecnología la que nos regale la imagen más perfecta. Queremos seguir poniendo el cuerpo y volar para ver el mundo con nuestros propios ojos.

Julio Verne nos hizo dar la vuelta al mundo en globo en 80 días (o en 400 páginas, según la edición). El entretenim­iento actual, aunque gobernado por un sistema articulado de tecnología­s de la visión que nos prometen y nos quieren hacer creer que podemos ver todo el mundo cada vez que querramos (el actual, el pasado, el futuro, el virtual, el imaginado, el creado artificial­mente y otros), no abandonó el mítico globo aerostátic­o. Y nosotros seguimos subiendo a un globo que, aunque pueda parecer algo naive, nos permite no solo ver un paisaje diferente sino que también nos permite sentir con todos los otros sentidos que, por unos quince minutos y por unos módicos 23 euros, podemos ver el mundo “desde afuera”, sin derretirno­s ni perdernos en los aires, como si fuéramos unos Ícaros posmoderno­s.

Lois es investigad­ora del Conicet. Autora de Terrae Incognitae. Formas de pensar y mapear geografías desconocid­as, entre otros.

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Las exposicion­es tenían hangares para la construcci­ón de globos. Los echados a volar concursaba­n como reconocimi­ento al “progreso enorme y real”.
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El afiche muestra la medalla para los viajeros.
 ??  ?? Exposición de Chicago de 1893, un globo frente a pabellones conocidos como la Midways Plaisance.
Exposición de Chicago de 1893, un globo frente a pabellones conocidos como la Midways Plaisance.

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