La isla del gran teatro. Entrevista con la directora británica con Penny Cherns
La directora británica estrenó “La tempestad” con elenco local: un Shakespeare casi contemporáneo, que explora la venganza, el perdón y la piedad.
Las obras de Shakespeare eran tan convocantes a principios del siglo XVII, en la época de auge del teatro isabelino, como lo fue el estreno de La tempestad, dirigida por la británica Peny Cherns, resposable de la London Academy of Music and Dramatic Art (LAMDA), en el Teatro San Martín. Nadie quiso perdérselo.
Cherns trabajó con un talentoso elenco local para desplegar su versión: Osqui Guzmán, en el papel de Próspero, Duque de Milán destituido a traición por su hermano y desterrado ahora en una isla desierta junto a su hija Miranda; Malena Solda, quién además de encarnar al espíritu de Ariel, habitante de la isla, fue activa gestora del proyecto; Iván Moschner, consejero y bufón del Rey de Nápoles y Gustavo Pardi, Calibán, único habitante de la isla reducido a la servidumbre, entre otros.
Podría pensarse que lo asombroso de las interpretaciones se reduce al orden discursivo en la medida en que la puesta respeta la brillante traducción realizada por los escritores Marcelo Cohen y Graciela Speranza, quienes lograron transponer no sólo el sentido del texto sino también su poética y su métrica. Pero Cherns lleva logradamente la riqueza del texto a la acción. “Lo discursivo –afirma– no es algo que sucede sólo en la cabeza, sino que debe pasar por todo el cuerpo y producir transformaciones en un orden muy profundo”.
Para ello, desde lo escenográfico se buscó evocar tanto lo inhóspito y desconocido de la isla por donde debe moverse Próspero, como el naufragio que sufrió su hermano. Por eso la puesta incluye un escenario completamente irregular –construido de triángulos de dos metros de lado de un blanco homogéneo que están ensamblados conformando planos inclinados– por donde deben moverse los actores (saltan, corren, bailan) al ritmo del guión. Su tarea se vuelve titánica.
–¿Por qué le interesan los clásicos y Shakespeare en particular?
–Para mí el teatro tiene que ver con el lenguaje fundamentalmente. Aquí no se
ven los ojos, como en la televisión o el cine, donde se pueden ver la sutilezas de la expresión en los ojos que indica un cambio de estado de ánimo o una mirada perspicaz. En el teatro, aunque estamos frente a frente con el público, sólo tenemos las palabras. Y en el caso de Shakespeare, esas palabras son versos, son como canciones que permiten distintas resonancias y sentidos. Pero además, me parece que Shakespeare no sólo es universal sino muy moderno, en la medida en que su obra nos plantea siempre caminos distintos sobre los que tendremos que tomar decisiones.
–¿Cuáles serían esas aporías o caminos que plantea La Tempestad? –Aquí lo que está en juego es cómo gobernar, si contra lo que se descubre (en un país o en una isla) o con lo que se descubre: se puede dominar o incluir. Pero también si es mejor optar por la venganza o por el perdón y la piedad. Es esta contemporaneidad lo que nos hace regresar siempre a Shakespeare.
–Quizá sea especialmente sintomática la cuestión de cómo gobernar una isla en estos momentos de cambio. Gran Bretaña con el Brexit optó por la separación; también las Malvinas son islas cuya gobernabilidad está en disputa…
–Sí, es verdad, a mí no me gustan la separaciones. Suelen ser catastróficas. En lo que respecta a la Argentina, leí Inglaterra, una novela de Leopoldo Brizuela que transcurre en una isla del sur de argentina, cerca de Tierra del Fuego, y en ella me he basado un poco para estimular la imaginación de esta puesta.
–¿Cómo se da esa relación entre literatura y teatro en sus obras? ¿Los actores le hablan al público o más bien hablan y se conectan entre sí para un espectador, en el sentido más literal de la palabra?
–Hay distintos momentos, pero siempre se está jugando con la manera de romper la pared con el púbico. No se trata de hablar con el público sino de reflejar una situación, de ponerlo en el aire para quien lo quiera ver. Es como cuando digo “¿dónde dejé mis gafas?” mientras las busco. No le estoy hablando a nadie, pero si alguien las vio va a haber una respuesta. La magia del teatro, es justamente esa complicidad que es posible entablar con el público, sin que sea necesario hablarle a él directamente. Eso no es posible en el cine.
–El escenario, de tan intrincado, genera cierta tensión en el relato. ¿Qué es lo que quisieron mostrar? –Quisimos poner a los personajes en una especie de laberinto y pensamos para ello en algo que se pareciera a los dibujos de M.C. Escher, para sugerir un paisaje extraño, que no se pudiera cruzar fácilmente: hay que buscar los senderos entre el paisaje porque si no vas a perderte. Es como el norte argentino, donde tenés por un lado desierto y por otro ríos y cuevas a las que accedes por caminos complicadísimos. Y podés pasar una montaña y encontrarte con un desierto o un campo de sal, y después con un cerro que parece pintado a mano.
–Hay escenas en las que, gracias a las luces, se pasa del minimalismo a algo más pop, con una estética cercana al video clip y hay focos que parecen trazar un camino y, al mismo tiempo, encandilar al espectador...
–Todas las pistas son ilusorias. Eli Sirlin, que es la encargada de la iluminación, se inspiró para eso en el artista visual James Turrell, que trabaja generando espacios a partir de la luz.