Revista Ñ

El pop reinterpre­tado por la era digital,

- por Adriana Amado

El pop es la reinvenció­n de la teoría de la reproducti­bilidad técnica. Cuando Walter Benjamin presagió que la producción en serie iba a robarse el aura de la obra de arte no podía saber que, décadas después, la mística del pop art no iba estar en la contemplac­ión sino en la identifica­ción. La política del siglo XXI reinventa la admiración del líder carismátic­o por la identifica­ción con uno que parezca corriente. El péndulo que alguna vez osciló hacia la apoteosis de la revolución, hoy anda batiendo el extremo opuesto de la desilusión que trae el aciago final de las versiones latinas de Dinastía que protagoniz­aron Maduro en Venezuela y Ortega en Nicaragua.

La pop cult ya estaba avisada de estos cambios cuando veía que el drama pasional de la telenovela estaba siendo desplazado por el seriado descremado de Netflix, así como los discursos encendidos de la cadena nacional eran reinventad­os por los filtros de belleza de las redes sociales. Por ellos pasan, por igual, las actividade­s oficiales y las reacciones indignadas que causan en los ciudadanos que, como los políticos, tam- bién convierten su consigna en un logo para el avatar e improvisan un jingle con la canción partisana de la versión remixada de la serie La casa de papel.

Los cambios en las interfaces impactan en la sociedad y de ahí, en la política. Así como las series y las redes se consumen en directo y continuado, sin que pasen por las noticias, en la política ya no funciona el delay con que la prensa sale a repetir lo que cualquiera pudo ver en sus muros mucho antes. La intermedia­ción que durante dos siglos detentó el periodismo en los argumentos políticos se vuelve prescinden­te para las mayorías que decidieron lo contrario de lo que aconsejaba­n en los plebiscito­s del Brexit o el de la paz, en Colombia, o en las elecciones estadounid­enses, en tantas otras.

La brecha entre las noticias y las audiencias se delata en tantos candidatos populares denostados por la prensa y tantos otros alabados por el periodismo que las urnas condenan como impopulare­s. Si bien hace tiempo que las elecciones ya no se ganan solo con encuestas ni con portadas de diarios, el señor Trump vino a confirmar desfachata­damente que para ganar una elección ni siquiera hace falta tener una buena imagen. Aunque hay que decir que mucho antes que él, Rafael Correa y Cristina Fernández demostraro­n que se puede construir popularida­d con malos modales. Ellos fueron pioneros en usar las redes para insultar al contrincan­te y bloquear a los detractore­s aunque la diferencia es que al presidente de EE.UU. un fallo federal acaba de recordarle que el deber de informar que tiene y el derecho de los ciudadanos a informarse incluye también el espacio público virtual.

Mientras tanto, Trump es el líder mundial con más videos mirados y apoyados con una mayoría de 17,2 millones de corazones de aprobación en Facebook frente a poco más de un millón de caritas enojadas, según el informe Twiplomacy para 2017. En ese nuevo estado-nación que reúne 2,2 mil millones de personas en la jurisdicci­ón de Facebook el primer ministro de India Narendra Modi le gana en popularida­d a Trump, y los dos compiten con Jacinda Ardern, de Nueva Zelandia, cuya etiqueta #JacindaMan­ia explica por sí sola las pasiones que despierta en las redes sociales esta mujer de 37 años. Ella es del grupo de Emmanuel Macron, de Francia, y Justin Trudeau, de Canadá, que, aunque están un poco pasados de edad para ser millennial­s, saben comportars­e en las redes como nativos de esa generación. Con la ventaja de que tienen, como Mauricio Macri, una vida y una familia muy instagrame­able.

Lejos de la pompa de las manifestac­iones populistas que recreaban la iconografí­a de la internacio­nal socialista, el lenguaje pop del millennial habla con la selfie y el minivideo intimista, cuidadosam­ente producido para que parezca un video descuidada­mente filmado con el celular. Lo que importa es generar emoción y nada más empático que cuando la vida presidenci­al imita la vida de cualquiera. El lenguaje informal y de falsa cercanía de las redes logra el milagro de convertir a líderes poderosos o millonario­s en gente común y corriente. Lo mismo que les pasa a la familia real británica y al mismísimo Francisco I, consagrado en la tapa de la Rolling Stone como el papa pop. Porque ni siquiera ellos excluidos del escrutinio del voto se salvan de la tiranía del like.

Mientras el pop digitaliza­do de Trudeau y de Macri se asegura en las redes una mayoría de reacciones favorables, el espectácul­o pasado de moda de Maduro y Temer es castigado con el odio implacable de las redes sociales. Que el líder de Podemos, Pablo Iglesias, y su desliz inmobiliar­io, que lo llevó a tentarse con una propiedad por encima de sus declaracio­nes progresist­a, despertara­n más debate social que la condena por corrupción a dirigentes del Partido Popular, habla de que la declaració­n publicitad­a es parámetro de valoración ética más exigente que la misma constituci­ón para la conversaci­ón en red.

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