Revista Ñ

La vida invisible, de Sylvia Iparraguir­re

Sylvia Iparraguir­re confiesa su itinerario con los libros y los colegas y mentores más amados.

- LUIS GUSMÁN

La vida invisible de Sylvia Iparraguir­re comienza con una frase de Marguerite Duras: “Muy pronto en la vida”. Esa temporalid­ad indica la edad de la lectura. Emilio Renzi en el diario de Ricardo Piglia cuenta que, siendo un niño, su abuelo lo sorprendió en el umbral de su casa “leyendo”. Solo que el libro estaba al revés. Eso no le impidió aprender a leer. Iparraguir­re cuenta que, a los ocho años, sentada en el umbral de su casa, leía en las revistas mexicanas La pequeña Lulú. Aprender a leer es cruzar un umbral. Se lee al revés, del final hacia el principio, como en Rayuela, o retroactiv­amente, como lee Borges en su ensayo “Kafka y sus precursore­s”.

La vida invisible testimonia cómo la autora atravesó ese umbral. Esto es literal, hasta su encuentro con la revista El Escarabajo de Oro, donde se cruza con su compañero de lecturas y de vida: Abelardo Castillo.

Lo singular del libro es, precisamen­te, el espacio de las lecturas invisibles. Desde su infancia hasta el resto de su vida esta manera de leer le permitió sustraerse a esa lectura compartida a la que se refiere en la dedicatori­a: “Para Abelardo, porque todos los libros, los compartido­s y los que aun quedan por leer, van hacia él en un diálogo sin fin”. Es verdad. Pero también lo que leyó entre líneas y pudo sustraer a la visibilida­d que le imponía la lectura compartida. Por eso, el libro testimonia sus otras lecturas, que van de los libros infantiles de la colección Billiken hasta los libros de la colección Robin Hood. Esa colección que no es de ella, ni mía, sino de una generación.

Como en todo diario de lecturas en algún momento los escritores de uno toman cuerpo. La joven estudiante cuenta la experienci­a de haber tenido a Borges como profesor de literatura inglesa; ese hombre que enseñaba literatura hasta cuando uno se lo encontraba por la calle, o lo visitaba en su departamen­to de la calle Maipú.

El otro escritor es Julio Cortázar. Iparraguir­re cuenta el día en que los visitó en la casa de la calle Pueyrredón. Cortázar llega y los dos anfitrione­s quieren recibirlo con un poco de música. Abelardo enciende la radio. De pronto, se escucha el saxo de Charlie Parker. Es como si “El perseguido­r” estuviera allí, entre los tres. Cortázar no se sorprende, y cuenta que está acostumbra­do a esos fenómenos de coincidenc­ias “telepática­s” con sus personajes. La anécdota es una bella epifanía de las varias que cuenta la autora.

Como todo lector o lectora, en su infancia hubo una biblioteca donde descubrió los primeros libros, y un lector que le facilitó cruzar el umbral. En este caso fue su padre, que también leía a Salgari, sólo que en los clásicos de la editorial Sopena. Ella, como muchos de su generación, aprendió a leer a dos columnas. En ese recuerdo, la autora transcribe esta cita de Sartre: “La escena representa­da nunca se relaciona con el texto de las páginas vecinas, había que buscar el acontecimi­ento treinta páginas más lejos”.

Las citas de Marguerite Duras y la de Sartre hablan de ese tiempo de la lectura que responde a otra cronología. Es posible que la lectura ocurra entre “muy pronto en la vida” y “treinta páginas más lejos”.

Uno de los pasajes más bellos de La vida invisible es aquel en que los abuelos de Iparraguir­re, para casarse, se prestaban los anillos que pasaban de una mano a otra. Así se consumaron muchos matrimonio­s: “muchas manos que ya son polvo en el polvo”. Los libros suelen circular como los anillos, sólo hay que esperar. A veces se intercambi­an alianzas, en este caso, entre dos lectores: Sylvia y Abelardo: lectores a dos columnas.

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Leer de a dos. La escritora compartió su vida con otro gran lector, Abelardo Castillo. LA VIDA INVISIBLE Sylvia Iparraguir­re Ampersand 138 págs. $290
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ROLANDO ANDRADE

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