El cuaderno tachado, de Nicolás Giacobone
“El cuaderno tachado” será adaptada al cine. Su autor ganó un Oscar por “Birdman”.
Un guionista amateur y antisocial. Un director de cine obsesionado hasta el crimen. Una mucama mexicana muda. Una joven prostituta que no cumple ninguna función como personaje. Párrafos de una sola oración, referencias culturales trilladas (Mozart, Borges, The Beatles) y doscientas sesenta páginas de un puntilloso diario ficcional componen El cuaderno tachado.
La novela se presenta como las notas ocultas que escribe Pablo Betances en la última etapa de un secuestro de siete años; el director Santiago Salvatierra lo ha tenido cautivo en el sótano de su casa en San Martín de los Andes para que produzca tres guiones geniales. El último debe cambiar la historia del cine, pero Salvatierra trastoca las reglas del juego: la presión de tener una fecha límite y conocer, por primera vez, el nombre de los actores que participarán en el film hacen que el guionista se enfrente a su primer bloqueo creativo.
Como lo único que conocemos es el texto que Pablo escribe mientras no está escribiendo el guion que cambiará la historia del cine, la apuesta de El cuaderno tachado es prolongar esa espera. Se trata del relato de un tiempo muerto y, tal vez por esa razón, se formula como una cadena de pensamientos descartables, sometidos al presente eterno de la enunciación: un instante después de escribirlos, los tacha (luego pasarán a un documento encriptado, luego a un documento no encriptado, luego a un cuaderno no tachado, y así). Un pacto de lectura quizás poco original, pero tan válido como cualquier otro.
El problema real es que, aunque la redundancia, insistencia y previsibilidad de esas anotaciones sean intencionadas, el arduo proceso de tener que leerlas las evidencia como, en efecto, redundantes, insistentes y previsibles. Una pereza narrativa colabora con esta impresión, ya que, a contramano de lo que haría cualquier buen guion o novela, el libro de Giacobone prefiere decir antes que mostrar. Santiago Salvatierra mira al protagonista “de esa manera en la que me mira cuando digo algo que él no comparte”; y esta fórmula (que se repite con variaciones y que hasta tiene su gracia al principio) pasa a ser su apuesta literaria mayor.
El protagonista termina por escribir el tercer guion en menos de un día y cae víctima de cálculos biliares. “Excesos de mediocridad que se fueron acumulando, dejando que el genio se desparramara por las páginas, solamente el genio, lo otro se amontonó en tu vesícula”, revela Salvatierra hacia el final, “Me dijo el doctor que nunca había visto piedras tan grandes”. Estas enormes “piedras de mediocridad” constituyen el sustrato de El cuaderno tachado; el resto –el genio– quedaría relegado al guion, fuera de la novela.
Si el libro de Giacobone fuese realmente un ensayo de mediocridad, tal vez sería desafiante. Pero, en lugar de arriesgarse a una escritura antiliteraria, la novela apela a una artillería de nociones teóricas remanidas (“La ganancia de escribir estaba en el acto mismo de escribir”, “Esos son por lo común los mejores libros: los no escritos”, “Imposible escribir bien sin ofender”), una vulgata de la teoría literaria que parece buscar un resguardo bajo el cómodo signo de lo “metaliterario”.