Tres años que marcaron su arte
Es probable que nadie esperara de ella precisamente un libro, tan acostumbrados como estamos a sus espectaculares intervenciones a escala. Figura de acción por sobre todas las cosas, el impulso vital de Marta Minujín ha terminado por asociarla a los numerosos proyectos de impacto mediático que concibió y la hicieron conocida y reconocida dentro y fuera del país.
Cuesta imaginarla en la sosegada tarea de la escritura.
Sin embargo, es lo que la ocupó con enorme constancia y dio lugar a Tres inviernos en París, el libro que acaba de publicar con los escritos del diario personal que llevó durante esa fundamental estadía de tres años en la capital francesa que le permitió una sucesión de becas entre 1961 y 1964.
Momento de grandes entusiasmos, también de altibajos de ánimo pero sobre todo de decisiones fuertes y contactos que marcarían su carrera y su vida.
Fue en esos años que concibió La destrucción, el primero de la larga lista de happenings que organizó en su vida, y también La chambre d’amour, la primera ambientación con colchones multicolores. Mientras el primero tenía mucho del impulso destructivo que habitó las derivaciones del informalismo, en La chambre... está claro que ya irrumpía el espíritu del pop.
Con dieciocho años y una curiosidad sin límites, ni bien llegó Marta quedó hechizada por la ciudad, sus monumentos, sus museos, sus cafés, la sombra de los artistas e intelectuales de posguerra que asomaba en cada esquina y todo lo que pasaba en París antes de que dejara de ser el faro de la cultura mundial que había sido desde el siglo XVIII. Curiosamente apenas poco antes de que empezara a advertirse que el meridiano de la de vanguardia ya estaba virando hacia Nueva York. La experiencia parisina la puso frente a esa circunstancia histórica que no le retaceó deslumbramientos ni sinsabores.
“Vivía en muy malas condiciones, comiendo pan con queso, pasando frío, sin un centavo… Nadie podía creer que viviera así, con tan poca plata”, recuerda, al tiempo que rescata el enorme valor que tuvo el diario como compañía. Sentarme por la tarde o la noche, en mi pieza o en bares, a relatar mis vivencias en el diario era mi antídoto contra la soledad, escribe en la presentación de su libro.
Así, el diario y las cartas que enviaba a Buenos Aires se transformaron en una forma de compte rendu, un balance diario que enfrentaba a la artista consigo misma y con las metas que se había fijado al partir de Buenos Aires, que ciertamente no eran pocas ni modestas.
“Mi camino sin camino. ¡Viva el arte! La victoria que busco está lejos, debo verla y verlo todo. Sacudiré a la gente con blasfemias y gritos que serán colores. No acepto las sillas cómodas ni las comidas tibias. Soy he- rida por una flecha de libertad”, escribió en radical tono de manifiesto antes de partir. Quedó claro que ningún tropiezo habría de quebrar semejante determinación de hacerse un lugar en el mundo del arte.
París en aquellos años era el sitio elegido también por muchos argentinos que habrían de convertirse en estrellas del firmamento local, como Antonio Berni, Alicia Penalba, Luis Felipe Noé y Jorge de la Vega; también Alejandra Pizarnik y Alberto Greco, su amigo admirado y odiado. Ella los frecuentó a todos, aunque el derroche de optimismo que irradiaba no siempre fuera bienvenido, “Fui a cenar con Noé y De la Vega a lo de un escultor argentino, Leonardo Delfino, que se pasó todo el tiempo retándome –escribió al cabo de esa velada–, porque a muchos como a él les molesta mi optimismo. París es para mí la locura, la felicidad, y a ellos les da rabia mi carácter. Debería haberme desanimado, pero no lo consiguió, porque el miedo de llegar a ser como él, hizo que me sintiera más fuerte que nunca”. Reflexiones como esta pueden dar idea de la pulsión interna que animó a Minujin a ser quien es.
Con ritmo de vértigo, la narración va detallando estados de ánimo, actividades diarias, visitas a museos, limpiezas de estudio o invitaciones a comer, recetas de cocina, recepciones alocadas y fastuosas. Todo en el tono de espontaneidad verborrágica que auú conserva. Sin solución de continuidad, Minujín podía pasar de la fascinación por la ciudad que le permitía sortear todo tipo de inconvenientes a la melancolía del extrañamiento que le planteaba la duda de volver o no a Buenos Aires. Para luego fugarse a la Bienal de Venecia y participar allí de otro trajín de arte.
Algunos párrafos revisten particular interés por rozar un tema que la artista siempre mantuvo en reserva: son los que refieren a la relación con Bebe, su marido economista, con quien se casó en aquellos años y lograron convivir por décadas sin afectar el desarrollo de sus respectivas carreras.
Acertadamente, Tres inviernos en París dedica un capítulo al primer happening: La “destrucción”, un incendio de obra suya que tuvo lugar en un baldío facilitado por Niki de Saint Phalle y Jean Tinguely. Concebido para destruir cosas viejas y alumbrar cosas nuevas, el incendio de obras de arte y el resto de elementos, incluidos pollos y conejos que consiguió en el mercado de Les Halles, fueron encarados como una empresa. Nadie podrá negar lo que esto significó en el rumbo que tomó su carrera.