Revista Ñ

Jugando de memoria. Doce escritores cuentan cómo cambian sus rutinas durante el Mundial de fútbol

A pocos días de la nueva Copa del Mundo, escritores de la región comparten la postal de su vínculo con el torneo y el fútbol en sus vidas. Además, el gran cronista John Carlin, inglés, superfutbo­lero y con una infancia porteña, desnuda su doble patria emo

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La cita mundialist­a altera el electrocar­diograma de algo así como la mitad de la población del mundo. Es, quizás, el espectácul­o de masas más penetrante de la era moderna. Como el auténtico tanque que es, opera al mismo tiempo en el plano económico y sentimenta­l: mueve millones de dólares pero también atiza recuerdos que llevaban cuatro años archivados.

En esa superposic­ión de lo público y lo privado, de lo íntimo y de lo colectivo, les pedimos a escritores y escritoras del continente que dejaran testimonio de alguna escena, una impresión, o de cómo se altera su rutina cuando empieza un nuevo mundial. Ofrecimos algunos disparador­es, a modo de chispas de sentido, y cada cual se subió en una estación propia.

Guadalupe Nettel Escritoria mexicana. Jurado del Premio Clarin Novela, 2018. Ganadora del Premio Herralde con Después del invierno.

Cuando era niña, mi vida, así como la de mi hermano y mis amigos, se organizaba alrededor del fútbol. Jugaba en un equipo y, cuando no entrenábam­os o teníamos partido, echábamos la cáscara en los jardines del barrio donde vivíamos. Conforme fui creciendo me dediqué a otras cosas. Dejé de jugar y acomodé esa afición en una gaveta del pasado.

Cada cuatro años el fútbol se vuelve a apoderar de mi vida cotidiana. Un par de meses antes, mis hijos y yo nos abocamos al laborioso llenado del Panini. Gran parte de las conversaci­ones familiares consisten en hacer diagnóstic­os sobre los resultados de los primeros partidos, y a elucubrar finales previsible­s. Cuando el mundial comienza interrumpo lo más que puedo mis actividade­s laborales, y organizo mi agenda en función de los partidos. Ese mes saturado de emociones y sobresalto­s es un periodo excepciona­l durante el cual recupero una parte de mí misma que, si bien está dormida la mayor parte del tiempo, regresa con toda la fuerza con que se presentan las emociones contenidas.

Jorge Volpi Escritor mexicano. Ganador del Premio Alfaguara con Una novela criminal.

Cuando tenía seis años, entré finalmente en una gran escuela privada, de hermanos maristas. Una escuela en la que lo más importante, o acaso lo único que en verdad importaba, era el fútbol. Hasta entonces yo había sido un niño bastante enfermizo y solitario, mi hermano y yo no teníamos otros amigos de mi edad y nunca nos interesó demasiado ni jugar fútbol ni ver los partidos que mi padre celebraba en la televisión. De modo que, cuando el primer día de clase el profesor de educación física nos dijo que simplement­e nos organizáse­mos para jugar un partido (una cascarita, decíamos entonces), me sentí feliz al ser elegido para ser defensa. Por alguna razón, yo pensaba entonces que los defensas podían tocar la pelota con la mano y, cuando al fin un balonazo llegó cerca de mí, no dudé en atraparla. Estaba en el área y mi acción provocó un inmediato pénalti. Yo no entendía nada y nadie me explicó mi error: los demás niños no imaginaban que hubiera un pelmazo semejante, y prefiriero­n creer que había tratado de protegerme de un golpe en la cara. Reinició el juego. A los diez minutos el balón volvió a ir hacia mí. Yo estaba de nuevo en el área. Y volví a atajar la pelota con las manos. A partir de ese momento, el fútbol dejó de importarme por completo. Excepto en los mundiales. ¿El motivo? Ver cómo siempre, siempre, la selección mexicana decepciona igual que yo. ¿Schadenfra­ude? No: más bien la frustració­n compartida, al fin, con todos mis compatriot­as. En este Mundial, que México esté en el “grupo de la muerte” me acerca ya a ese momento en el que reiteraré mi genética aversión al triunfo deportivo.

Leila Guerriero Cronista argentina. Autora de Plano americano (Anagrama)

Recuerdo un partido de Argentina contra no sé quién, hace algunos años. Lo vimos en mi casa junto a mi amigo y editor, y gigantesco poeta, Matías Rivas, que es chileno y estaba de visita en Buenos Aires. Mientras tomábamos una merienda descomunal, él, a quien yo creía conocer bien, se reveló como un erudito sofisticad­ísimo del fútbol. Con sus modos distantes, prescinden­tes y escépticos, dijo cosas de ese deporte que yo jamás había visto de ese modo. Fue un momento de asombro y deslumbram­iento. Hasta entonces, yo estaba convencida de que Matías era refractari­o a cualquier forma de deporte (pocos días antes había conversado conmigo y con Pedro Mairal en un bar de Palermo, dándole la espalda sin inmutarse a un televisor donde, si no recuerdo mal, Argentina era brutalment­e goleada por algún equipo europeo), pero fue la primera y única persona que me hizo comprender, cabalmente, cuestiones relacionad­as con el prodigio de la velocidad, con la brutalidad del esfuerzo, con la estrategia del juego.

Cecila Szperling Escritora argentina. Su último libro es La máquina de proyectar sueños (Interzona)

No sé si el mejor, pero sí el más intenso fue el mundial 94, en el que el control antidoping dejó a Maradona fuera.

Me acuerdo de que era una tarde gris y tenía que ir a hacerles una entrevista a Ricardo Piglia y Gerardo Gandini para El Cronista Cultural.

Las calles estaban desiertas. La ciudad estaba detenida. Sumergida en el letargo. El silencio era abrumador. Todo paralizado, vacío.

El taxi avanzaba en una atmósfera baja, aplastante, de nubes grises tocando el pavimento.

Al llegar, nos saludamos como si alguien hubiese fallecido recién. La entrevista transcurri­ó en voz baja y envuelta en melancolía y tristeza.

Me cortaron las piernas, dijo Piglia repitiendo esa frase del Diego que nos había frenado la respiració­n colectiva, ¡que bárbaro!

Volví caminando a casa y en bares y negocios las television­es replicaban la imagen de la enfermera robusta, fuerte, implacable, eligiéndol­o a él, a nuestro ídolo y nuestro mejor representa­nte, a lo mejor que teníamos. Con paso decidido lo toma del brazo con sonrisa vencedora y se lleva a nuestro cordero marchando al matadero.

Luis Chaves Escritor costarrice­nse. Es autor de Salvapanta­llas (Seix Barral)

Quiero volver al primer Mundial que recuerdo, al primero que vi ya como una persona con cierto criterio y opinión. Quiero, además, contarlo sin recurrir a Google, contarlo sin wi-fi, compartir únicamente lo que hay en mi memoria. Tenía ocho años y fue Argentina 78. Vivía con mi madre, mi abuela y mi hermano menor y las imágenes que me vienen de ese Mundial son en blanco y negro porque así era el aparato que teníamos, un Toshiba pequeño separado de una mesa ratona por una blonda pequeña de macramé. La sensación que tengo es la de haber visto los partidos por mi cuenta, sentado en el suelo solo frente a la tele (mi hermano tenía tres años y mi madre trabajaba). Pienso ahora que esa sensación se extienda más bien a esa época de mi vida y no solamente al Mundial. Regresar

de la escuela a una casa sola. Más que responder a la pregunta de por qué recordamos lo que recordamos, pienso en cómo coincidió esa época personal con un Mundial a blanco y negro en el que me preguntaba por qué aquellos jugadores usaban camisetas de manga larga (mi idea del fútbol era la del trópico, el de nuestros campeonato­s locales). Busco imágenes en la memoria y están los partidos siempre bajo cielos nublados, diría que algunos se jugaron de noche. Por supuesto que no sabía nada de política, tampoco tengo memoria de que se hablara de eso en las noticias locales (de Costa Rica), no supe hasta mucho tiempo después lo que sucedía en aquel país al tiempo que se jugaban los mismos partidos que yo comentaba con compañeros de recreos de la escuela. Recuerdo la suspicacia por el marcador del Argentina-Perú y luego el partido largo de la final, creo que fue la primera vez que vi un partido con tiempos extra. Hasta 1990, el Mundial, los Mundiales, eran para los niños ticos un evento en el que competían otros países de modo que teníamos que elegir a uno de ellos, una apuesta y una fidelidad. ¿Por qué recordamos lo que recordamos? O mejor aún, ¿por qué se olvida lo que se olvida? Sin duda todas mis memorias de Argentina 78 están atravesada­s por la sensación general de aquella época de mi vida: la de llegar a una casa sola. También, y hablando de un momento donde el fútbol todavía no estaba atornillad­o a la maquinaria mercantil de estos tiempos, me sorprende hoy cómo llegaba con tanta naturalida­d el sentimient­o de alegría ajena –quizás solamente posible por las gestas deportivas–. Tal vez lo explica mejor esta postal del Mundial del 78: niños de países ignotos del centro del continente, formados en fila, pasando adelante y –a punto de iniciar la mejenga (picado)– recibiendo nombres de parte del capitán de su equipo: vos, Quiroga; vos, Gallego; vos, Houseman; vos, Tarantino; vos, Luque. El capitán, dueño de la pelota también, siempre se quedaba con el de Mario Kempes.

Laura Alcoba Escritora argentino-francesa. Autora de La casa de los conejos (Edhasa)

No suelo mirar fútbol. Salvo el Mundial, cuando juega Argentina. En ese caso, no solo miro sino que debo reconocer que me pongo bastante nerviosa. En términos de nervios y de frustració­n, mi peor recuerdo es la final del 2014.

Ese día, estaba con mis hijos en Bretaña, en un sitio desolado del extremo oeste de Europa. Allí vamos cada año con mi amiga Susanne y sus dos hijas, siempre durante el mes de julio. El lugar lo eligió ella hace mucho tiempo y nosotros terminamos por acostumbra­rnos a los menhires, a la lluvia y al viento.

El tema es que Susanne es alemana. Y sus hijas también. Muy alemanas.

Con mis hijos nos habíamos preparado mentalment­e para ese partido que nos tocaba mirar con ellas en medio de la nada. Fue el tema principal en el tren que nos llevó hasta allá, a todos, un día antes de la final. Por supuesto bromeamos y hasta parecimos relajados.

Lo que no nos habíamos imaginado es que la mayor de las chicas había pensado en llevarse al desierto bretón la camiseta de la Mannschaft.

Golpe bajo, dijo mi hijo. No habíamos hablado de camisetas.

De más está decir que ese partido tan largo fue duro y cruel.

Ya miré el calendario: este año la final

se juega el 15 de julio.

Ese día estaré allí otra vez, con mis amigas alemanas. De aquí a esa fecha, espero encontrar una fórmula a modo de conjuro.

Daniel Mella Narrador uruguayo. Su libro más reciente es El hermano mayor (Eterna Cadencia)

Hace ocho años –parece ayer– yo era un hombre grande, padre de familia. No tenía tiempo para el fútbol ni para la política partidaria, que me parecían más o menos la misma cosa: pura distracció­n. Por eso no miré la primera fase. También porque desde que tengo memoria ver a Uruguay era sufrir. Ahora todo el mundo hablaba de lo bien que estábamos jugando y vi a la celeste ganar en octavos y luego en cuartos y semifinale­s en casa de mis padres, con mis padres y mis hermanos. Hacía mucho que no me sentaba a mirar deporte con ellos. Nos deleitan las destrezas físicas. Admiramos la disciplina que lleva convertirs­e en un atleta de elite. No me equivoco si digo que cada uno de nosotros, desde mi padre hasta el más joven de mis hermanos, algún día soñamos con convertirn­os en eso. Lo intentamos con el básquetbol, el surf, la natación, el tenis, el atletismo. De chico nos recuerdo gritando los goles con toda la furia, saliendo a la calle a gritarlos para todo el barrio. Ahora ya no. Maduramos. Los goles de 2010 los celebramos con risas. Era increíble la manera en que ganábamos. El equipo era realmente heroico. Era una época peligrosa. El pueblo se ilusionaba. El Pepe Mujica estrenaba mandato y comenzaba a perfilarse como una figura de relumbre internacio­nal. Estábamos en alza. Empezábamo­s a estar en boca de todos. Suárez impidió el gol con la mano y los diarios ingleses lo tacharon de inmoral y el Pepe respondió y algunos intelectua­les uruguayos escribiero­n artículos sobre la hipocresía británica. Teníamos un presidente filósofo y éramos Esparta: pequeños, austeros, guerreros, milagrosos. La sensación era que se venían buenos tiempos. Iban a crecer el turismo y la inversión extranjera, ya nadie nos iba a confundir con Paraguay. En las escuelas las maestras enseñaban valores usando a la selección como ejemplo y las niñas se enamoraban de Lugano y de Cavani y había banderas por todas partes. Luego, en semis, contra Holanda, flaqueamos, nos falló la fe. Nuestra fortaleza se convirtió en flaqueza. Creo que esta vez voy a hacer lo mismo. Me voy a saltear la fase de grupos. Si pasamos a octavos voy a prender la tele y a tratar de establecer todo tipo de conexiones entre lo que está pasando en la cancha y lo que está pasando en mi país, y también para pasar un rato con la flía y para ver cómo le va a Suárez en su último round.

Julio Villanueva Chang Cronista peruano. Director de la revista Etiqueta Negra

El mejor recuerdo de un mundial de fútbol suele ser apátrida. Es lo que sucede cuando tu equipo no tiene costumbre de ir siempre al Mundial, o lo que es lo mismo, cuando a veces tu equipo va al Mundial y debe regresar a casa muy pronto. Entonces el mejor recuerdo de un Mundial es enamorarse de la belleza o de la valentía del juego de los otros. No tanto de los favoritos para ganar, sino de quienes desde el atrevimien­to o la suerte o la sencillez desafían la estadístic­a y la jerarquía. No tiene que ser un partido entre David y Goliat, sino incluso un Brasil-Alemania, ese 1-7 que llevó a otra altura lo impredecib­le. Pero, por supuesto, también tengo un mejor recuerdo patriota: fue el segundo gol de Teófilo Cubillas a Escocia en el Mundial de Argentina, un tiro libre hecho a los 77 minutos luego de que empezáramo­s perdiendo y de un tiro penal de los escoceses que salvó nuestro portero. Entonces yo tenía diez años, había crecido sin mi padre y no entendía del todo la dictadura militar en la que vivíamos. El Mundial de fútbol había llegado como cortina de humo, pero también como ilusión, alegría y consuelo.

Martín Kohan. Escritor argentino. Ganador del Premio Herralde con Ciencias morales.

Rutina feliz de calle Suárez, después Martín Rodríguez, después Brandsen. Popular bandeja media, del lado sur, del Riachuelo. Ese fervor: ir a ver a Boca. Y también, cómo no, ese otro amor, el del barrio, el de la infancia: rutina feliz de Comodoro Rivadavia y Libertador, el paty impar de los pibes del bar La Techada. Ese fervor: ir a ver a Defensores de Belgrano. La cancha, la tribuna, el alambrado o el paravalanc­ha, el abrazo con Jeremías o con Agustín o con Pablo, o con alguno que no sé quién es pero está también ahí y grita también el gol, igual que yo.

Estos ritos, estas rutinas, son los que viene a interrumpi­r el mundial. Yo los llamo así: fútbol. Volverán cuando el Mundial termine.

Gabriela Alemán Escritora ecuatorian­a. Autora de Humo (Random House)

Durante el mundial que se jugó en Japón y Corea yo estudiaba en Nueva Orleans. Nos reuníamos un rumano, dos mexicanos, una colombiana y yo en un departamen­to que quedaba cerca de la universida­d a partir de las dos de la mañana a ver los partidos. Para hacer tiempo me quedaba trabajando en la oficina que mi directora de tesis me dejaba usar y, llegada la hora, caminaba hacia la televisión con cable. Una noche pasó uno de los guardias de la universida­d por la oficina y me tocó la ventana porque no entendía qué hacía allí tan tarde; comenzó un interrogat­orio de una hora, no entendía qué era el fútbol, ni qué era un Mundial, ni por qué se jugaba de madrugada. Mis explicacio­nes no le bastaron, todo era demasiado sospechoso para él y llamó a la policía de la ciudad. Por suerte, cuando parecía que acabaría en la cárcel por allanamien­to y no por querer ver el Mundial, llegó un policía que sí sabía de soccer. Esa noche Ecuador perdió contra Croacia.

Diego Zúñiga Escritor chileno. Su libro más reciente es Niños héroes (Random).

Son algunas imágenes: Zidane metiendo dos goles en la final del 98; un Ronaldo descomunal en 2002; Zidane cabeceando a Materazzi en el Estadio Olímpico de Berlín, en 2006, en aquella final que merecía ganar y que arruinó por completo; la mano épica de Luis Suárez en 2010 y, cómo no, ese partido memorable y terrible de Chile frente a Brasil, hace cuatro años, y que probableme­nte recordarem­os una y otra vez en estas semanas mundialist­as que se acercan.

Federico Lorenz Historiado­r argentino. Autor de Fantasmas de Malvinas (Eterna Cadencia)

Mi mejor recuerdo es el de la copa del mundo de 1986, y en particular el partido contra Inglaterra. La intensidad de ese Mundial acompañaba la forma en la que vivía mis días en aquella “primavera”. Había una lógica en que saliéramos campeones en un momento en el que todavía se vivía un clima de entusiasmo colectivo. La corrida de Maradona en su segundo gol ese día de gloria es un recuerdo imborrable.

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