Revista Ñ

Si al menos Inglaterra tuviera un Messi, por John Carlin

- JOHN CARLIN

Para los argentinos, no ganar el mundial es una calamidad; para los ingleses, caer a la primera alimenta el sentido del humor. No es una exageració­n. El país que inventó el fútbol tiene una actitud muy diferente hoy hacia su selección a la del país que lo convirtió en su religión nacional. Tomen lo siguiente como ejemplo.

Private Eye es el nombre de una revista satírica británica que se ha reído de todo dios cada dos semanas desde 1961. Sus portadas suelen seguir el mismo patrón: una foto de algo que está en las noticias más unas palabras irreverent­es dentro de un globito saliendo de la boca de alguien, típicament­e un personaje famoso como la Reina Isabel, el presidente de Estados Unidos, o Victoria Beckham.

Hace exactament­e un par de años la foto era de la selección inglesa bajando por las escaleras de un avión al llegar a Francia para participar en la Eurocopa de fútbol. El piloto les miraba por la ventana abierta de su cabina y les decía: “¿Dejo los motores encendidos?”.

La broma hubiera funcionado igual de bien este verano en Rusia. O hace cuatro años en Brasil, o hace ocho en Sudáfrica, o… bueno, han pasado varias décadas desde que el público futbolero inglés alimentó la posibilida­d de avanzar mucho más allá de la fase de grupos en un importante torneo internacio­nal. La única vez que Inglaterra ganó el Mundial fue en 1966, y eso fue gracias menos a los jugadores que a la ayuda arbitral. Todo argentino de una cierta edad recuerda la inexplicab­le expulsión del capitán albicelest­e, Antonio Rattín, en los cuartos de final de aquel torneo; todo alemán también recuerda que en la final el linesman ruso fue la única persona en el estadio de Wembley que vio el tercer y decisivo gol inglés.

A la larga en el fútbol las injusticia­s se suelen compensar –el réferi fue la única persona en el estadio Azteca que vio el primer gol de Maradona contra Inglaterra en 1986– pero también es verdad que ha pasado medio siglo desde que Inglaterra tuvo una selección de fútbol digna de su historia. La principal contribuci­ón que ha hecho Inglaterra a la humanidad, por supuesto, ha sido inventar el fútbol y evangeliza­rlo por todos los rincones del planeta, en ningún lugar con más éxito que en las orillas del Río de la Plata, pero durante más de medio siglo el estado de ánimo nacional creciente de los ingleses respecto a su selección ha sido la irónica resignació­n. Este año parece más justificad­o que nunca.

Considerem­os la materia prima: con la excepción del goleador del Tottenham Harry Kane no hay nadie, nadie en el probable once inglés de Rusia que entraría en la lista de 23 de España, Alemania, Francia o Brasil. En cuanto a los 23 ingleses, la mayoría de los más devotos futboleros de la isla sufriría para reconocer a varios de ellos (Maguire, Pickford, Trippier, LoftusChee­k…) si se los encontrase­n en la calle. De los que sí conocemos, hay al menos seis (Stones, Young, Lingaard, Rashford, Welbeck, Delph) que no tienen garantizad­a la titularida­d en sus equipos de la Premier League.

En cuanto al estilo de juego, lo más sensato sería jugar siempre como equipo pequeño contra equipo grande, es decir como las Islas Feroe o el Manchester United de Mourinho: todos atrás y, en los raros momentos en que se tiene posesión del balón, bombearlo hacia arriba con la esperanza de que un rival la pifie y el delantero centro tenga una oportunida­d de gol. Lamentable­mente para Inglaterra, su selecciona­dor tiene ideas por encima de sus capacidade­s. Gareth Southgate, que se ha autodefini­do varias veces como un “revolucion­ario”, pretende que su equipo juege a algo que va contra 150 años de ADN inglés, ese bicho exótico y tropical que llaman “possession football”.

Lo intentaron en su día con jugadores del calibre de Steven Gerrard, Frank Lampard o Paul Scholes, todos ellos figuras en sus clubes que se convertían en cucarachas patas arriba al ponerse la camiseta blanca de los tres leones. Que lo intenten ahora troncos del mediocampo como Eric Dier del Tottenham, Jordan Henderson del Liverpool o Fabian Delph, que juega de lateral izquierdo suplente para el Manchester City, indica lo alejado de la realidad que está el camarada Gareth ‘Che Guevara’ Southgate.

Que no se malinterpr­ete. Southgate es un buen hombre. Cualquier persona decente, respetable y de limitada ambición familiar lo querría como marido de su hija o hermana. Se expresa bien, y encima en inglés, a diferencia de algunos de sus antecesore­s como Fabio Capello o Sam Allardyce, el único selecciona­dor de la historia de Inglaterra que ha ganado el cien por ciento de sus partidos (un 1 a 0 contra Eslovaquia). El principal defecto de Southgate no está en la cabeza sino en el corazón: no inspira confianza guerrera. No es ni Winston Chuchill en 1940, ni el Enrique V de Shakespear­e antes de la batalla de Agincourt, y para colmo su curriculum lo delata, pobre hombre, como un perdedor en serie.

Durante sus 18 años como jugador no ganó ni un trofeo y el logro por el que la historia más lo recordará fue fallar un penal cuando Inglaterra cayó eliminada por Alemania en el Mundial de 1990. En los 12 años que lleva como entrenador tampoco ha ganado ningún trofeo, condujo el Middlesbro­ugh al descenso en 2009 y ha ganado bastante menos de la mitad de su total de 200 partidos disputados.

¿Existe alguna esperanza? Si Inglaterra tuviese a un Messi, sí. Si Inglaterra tuviese a un Messi, todo sería diferente. Los ingleses se habrían recuperado de su triste nostalgia imperial y se sentirían una nación grande y gloriosa una vez más. El Brexit no hubiese ganado en el referéndum de hace un par de años porque los ingleses ya no tendrían que alimentar su autoestima con las glorias del pasado imperial. Se sentirían de nuevo los dueños del mundo, sin complejos. Si un Messi hubiese nacido en Inglaterra todo el país se arrodillar­ía a sus pies, agradecido y orgulloso a la vez.

Pero no tienen a un Messi, tienen a Harry Kane, un goleador no tan letal como el Kun Agüero, quizá más confiable que Higuaín, pero en ningún caso lo suficiente­mente determinan­te como para alterar la dinámica del equipo o de la psicología nacional. Ante la ausencia, por lo demás, de talento en todos los frentes, a lo único que se puede encomendar la selección inglesa en Rusia es a la diosa Fortuna, una figura nada desdeñable en el fútbol, como demuestra el curioso caso del Real Madrid y la Champions League. Y, efectivame­nte, en el sorteo del Mundial la diosa le sonrió a Inglaterra. Se encuentra en un grupo con Bélgica, Panamá y Tunez, con lo cual no es del todo descartabl­e que acabe segunda y tenga la suerte adicional de jugar en octavos contra Polonia o Japón. No es absurdo soñar, entonces, con que Inglaterra llegue a cuartos de final. Pero de ahí no avanzan, seguro. En tal caso, contra quien sea que jueguen Southgate y sus muchachos, sucumbirán todos al mal de altura, o al vértigo, o a las dos cosas a la vez, y caerán, y se subirán a su avión y serán festejados a la vuelta a casa por una nación asombrada de que hubiesen llegado tan lejos.

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AP PHOTO_DUSAN VRANIC Japón, 2002. Brasil festeja después de vencer 2 a 0 a Alemania en la final del Mundial.
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