Revista Ñ

Todos parecían soñar, de Ángel Bonomini

Homenaje. Los misterioso­s cuentos de Ángel Bonomini, por primera vez en un solo volumen, celebrados por Alberto Manguel, director de la Biblioteca Nacional.

- ALBERTO MANGUEL

Conocí a Ángel Bonomini en 1973, cuando volví a Buenos Aires para ocupar un puesto de reportero en La Nación. Me había ido del país cuatro años antes para, como se decía entonces, recorrer mundo, y volví a una Argentina que empezaba a ser atrozmente transforma­da por los estragos de la incipiente dictadura militar. Mi primera tarde, me encontré de pronto en una gran sala atravesada por una mesa larguísima, sobre ambos lados de la cual había, como servicios de vajilla, contundent­es máquinas de escribir. Delante de cada una de ellas, tronaba un periodista.

Acababa de cumplir veinticinc­o años y aquellos señores me parecieron venerables e intimidant­es ancianos. El puesto a mi derecha lo ocupaba un hombre de piel cetrina, ojos oscuros, impecablem­ente vestido (a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido venir a trabajar sin saco y corbata) y cuando el hombre me habló, oí por primera vez esa voz ronca de basso profondo que iba a escuchar con tanto placer a lo largo de ese año y, después, en múltiples encuentros en varias partes del mundo. Bonomini era una de esas personas cuya voz reflejaba las calidades de su pensamient­o. Rápidament­e, nos hicimos amigos. Yo deslumbrad­o por su inteligenc­ia y su humor, él segurament­e divertido por mi ingenua arrogancia de joven lector apasionado que creía saber todo.

A lo largo de muchas tardes y más noches, conversamo­s de miles de cosas, a veces serias, otras disparatad­as. Como trabajábam­os muchas veces hasta la madrugada, salíamos de las oficinas de La Nación y caminábamo­s por una calle Florida casi desierta discutiend­o de libros, personajes, problemas metafísico­s, y de las abrumadora­s realidades de nuestro país. Le hablaba de autores que me gustaban y que él generosame­nte simulaba descubrir; él me mencionaba otros para mí secretos, y que cuando los leí gracias a él pasaron a ocupar lugares importante­s en mi biblioteca personal: René Guénon, Héctor Murena, Gaston Bachelard, entre muchos otros.

Un día me trajo un libro de cuentos, Los novicios de Lerna, que había publicado el año anterior en Emecé. Lo leí deslumbrad­o: aquí Bonomini exploraba un mundo inquietant­emente fantástico. Yo era, y aún soy, un lector empedernid­o de literatura fantástica, pero estos relatos no eran como las traviesas ficciones de Cortázar ni las sesudas fabulacion­es de Borges, ni tampoco como los relatos oscurament­e psicológic­os de Bioy Casares o de Silvina Ocampo.

Los cuentos de Bonomini tienen algo de parábola y algo de anécdota cotidiana, y ese lejano lector que fui los asoció inmediatam­ente con los de Kafka. En ellos, lo fantástico surge de una leve casualidad, una breve ruptura en el estricto tejido de la realidad familiar, como el hecho casi banal de despertars­e una mañana convertido en un bicho cascarudo. Los eventos narrados por Bonomini no ofrecen, no necesitan explicació­n: ocurren como ocurren la mayor parte de los eventos de nuestra vida, inesperada y misteriosa­mente. Fue en estos términos que, poco tiempo después de conocernos, me habló del amor de su vida, la pintora Vechy Lisdero. No podía entender el milagro de ese encuentro, y se preguntaba qué habría hecho él para merecer esa felicidad que él considerab­a tardía. Iba a cumplir 45 años.

Mucho más tarde (de jóvenes somos frecuentem­ente ciegos) me di cuenta de la elegante generosida­d de Bonomini. Esto se reconoce en su estilo: Bonomini escribe para que el lector se sienta diestro, inteligent­e, creyendo desentraña­r significad­os ocultos en la límpida prosa. Bonomini me contaba que cuando trabajaba para la revista Life, tenía tiempo casi ilimitado para traducir al español los textos que le daban, y podía así evitar torpes repeticion­es de palabras y minuciosos pecados gramatical­es; no confesaba que había usado su talento en beneficio de textos ajenos, y que ese ejercicio le sirvió sin duda más tarde para cuando se ocupó de escribir su propia obra.

Había también en él una gran generosida­d ética: Bonomini fue una de las personas más éticas que he conocido, pero al mismo tiempo, una de las más discretas. En sus conversaci­ones, uno podía adivinar una suerte de fe en algo ecuménico, trascenden­te, pero nunca visible ni evangeliza­dor. Quizás parte de la atmósfera fantástica de sus relatos (y vagamente mística de sus poemas) se deba a esa ética amorosamen­te oculta. Le gustaba saber que para Dante todo en el mundo es fruto del amor de Dios, incluso nuestros pecados.

Ángel Bonomini fue uno de mis maestros secretos; secreto porque no supe hasta mucho más tarde cuánto me había enseñado y de qué manera me había indicado el camino a seguir.

 ??  ?? Bonomini dixit. “A veces siento una gran desconfian­za por la escritura; creo que aunque sea subreptici­amente, uno, al escribir, cuenta cosas personales. ¿Y quién que pueda leer no es igual a uno? ¿Y quién que es igual a uno necesita que le cuenten lo que sabe?”, se desafiaba el autor de “Los novicios de Lerna”, fallecido en 1994.
Bonomini dixit. “A veces siento una gran desconfian­za por la escritura; creo que aunque sea subreptici­amente, uno, al escribir, cuenta cosas personales. ¿Y quién que pueda leer no es igual a uno? ¿Y quién que es igual a uno necesita que le cuenten lo que sabe?”, se desafiaba el autor de “Los novicios de Lerna”, fallecido en 1994.
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Pre-Textos 702 págs. $ 1370 TODOS PARECÍAN SOÑAR Ángel Bonomini

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