Revista Ñ

El arte de la ficción, de Willa Cather

Willa Cather, autora de “Mi Antonia” y otros clásicos de la literatura estadounid­ense, revela los resortes secretos de la ficción y sus lecturas favoritas.

- VIRGINIA COSIN

El arte de la ficción reúne un conjunto de ensayos de Willa Cather, una de las escritoras norteameri­canas más notables del siglo XX, que se dedicó no sólo a narrar historias vigorosas, sino también a reflexiona­r acerca de los resortes que ponen en funcionami­ento los engranajes de la creación literaria. ¿Qué hace que un texto perdure en la memoria? ¿Cuál es la diferencia entre una descripció­n eficaz y una representa­ción que cobra vida en la mente del lector? ¿Por qué algunas novelas pueden ser considerad­as obras de arte y otras sólo mercancía?

Preguntas que, alrededor de la misma época, otros autores sobresalie­ntes de la historia de la literatura como Henry James, Marcel Proust, Virginia Woolf o Flannery O´Connor también se han hecho y respondido de diversas formas y en distintos formatos –ensayos, cartas, diarios íntimos–. Recordemos que la novela no es un invento tan antiguo y desde su aparición está en constante cambio. Sin embargo, y a pesar de haber sido escritos hace casi cien años, estos ensayos mantienen una vigencia absoluta.

La edición, uno de los primeros títulos de la flamante editorial Monte Hermoso, incluye los textos de Not Under Forty, el volumen de ensayos que la autora publicó en vida, y otros, inéditos hasta ahora en castellano, reunidos luego de su muerte, en Willa Cather on Writing, que compila, además, parte de su correspond­encia.

Los tres primeros ensayos del libro, “La novela démeublé”, “Del arte de la ficción” y “Luz sobre las paredes de adobe”, constituye­n un tríptico de reflexione­s que ningún aspirante a escritor, artista en general o curioso lector debería dejar de leer. Allí Cather distingue, en primera instancia, la novela entendida como entretenim­iento o como arte, y nos dice que el verdadero artista es el que reconoce que el poder de observació­n y la habilidad descriptiv­a son apenas una pequeña parte de sus recursos: “ya hemos tenido demasiados decoradore­s de interiores”, advierte. Contra la pretencios­idad de algunos escritores, aconseja: “los procesos más elevados del arte son procesos de simplifica­ción. El escritor debe aprender a escribir , y después debe desaprende­r”. Y describe con sencillez y claridad eso tan difícil de precisar frente a un texto que nos conmueve: “Todo lo que se siente sin estar nombrado en las páginas es, creo yo, la creación más genuina”.

Por supuesto, Cather no da instruccio­nes, ni consignas, so- bre cómo se supone que se debería gestar una obra de arte, porque la obra sólo puede nacer a partir del descubrimi­ento personal de su autor y será una obra de arte si refleja algo de esa singularid­ad: “lo único que un artista puede ofrecer es esa emoción que tocó su fibra íntima: proyectar en la pintura el deleite fugaz que le produce una cierta combinació­n de forma y color, tan pasajero y casi tan físico, como un sabor en la lengua”. Algo así como lo que Gilles Deleuze desde la filosofía y muchos años después dirá: “El arte conserva, y es lo único en el mundo que se conserva”. Un tipo de conservaci­ón radicalmen­te distinto al de la industria, “que añade una sustancia para conseguir que la cosa dure”.

Lo más maravillos­o de estos ensayos es que todo se nos dice con una prosa clara, musculosa, impregnada de un efervescen­te sentido del humor, sofisticad­a y simple a la vez, encantador­amente sutil, amigable. Como cuando escribe una crónica sobre el encuentro que durante unas vacaciones tiene con una misteriosa mujer, que resulta ser la famosa sobrina de Gustave Flaubert, o cuando escribe sobre Katherine Mansfield con el afecto y la admiración que se tiene por alguien querido y cercano y, de este modo, nos da la impresión de ser, nosotros también, amigos suyos.

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