Revista Ñ

Las caras íntimas de la más pop. Entrevista con Marta Minujín

Entrevista con Marta Minujín. Un libro -“Tres inviernos en París”- y dos muestras, una en Buenos Aires y otra en Córdoba, marcan la vigencia de la imparable artista argentina.

- MATÍAS SERRA BRADFORD

En estos días, la artista más fácilmente reconocibl­e de la Argentina eligió mostrar un aspecto íntimo, menos público: sus obras más replegadas. Un libro, Tres inviernos en París. Diarios (1961-1964), revela los pasos precoces de Marta Minujín, la relación entre ella y sus colegas Luis F. Noé y Jorge de la Vega, las reacciones de galerías y críticos, la conexión con su maestro Alberto Greco. La apasionada del color se sometió al blanco y negro de una página impresa y cuenta lo decisivo que fue que alguien creyera en el ímpetu de una joven de menos de veinte años, haciendo sus primeras armas en el arte, sola en el París gélido de los tempranos 60. Una década después, durante una estadía en Washington (en 1973, el año que se legalizó el aborto en los EE.UU.), Minujín recorrió cabarets, cines porno y sex shops y terminó pintando cuadros eróticos, que aquel año en Buenos Aires llegaron a exhibirse durante apenas tres horas, el tiempo que tardó la policía en clausurar la muestra. Ahora esas pinturas, como de suave pop púbico, pueden verse hasta el 4 de julio en la galería Henrique Faria.

–Tres inviernos en París es tu primer libro de escritos. Y fueron los libros los que te dieron una de tus ideas más vistas, el Partenón. ¿Has tenido una relación frecuente con la literatura?

–Me formó totalmente. Antes de los veinte años leí todo, pero todo. Hegel, Sartre, Joyce, Hesse, Henry Miller, Capote, Krishnamur­ti. Me recuerdo leyendo a Sartre en un tranvía. Pero lo que más me gustaba era la filosofía china y la filosofía hindú, porque estaba buscando algo que me sostuviese. Trataba de descubrirm­e a mí misma a través de los libros. Cuando todavía el arte no era mi vida. Después sí, el arte fue mi vida. –¿Y leías libros como el que publicaste, es decir diarios de artistas, autobiogra­fías o biografías de artistas?

–En esa época no. Ahora, más recienteme­nte sí. En los últimos diez años me empezó a gustar más leer biografías.

–Varias veces apostaste por la destrucció­n de tu obra o por obras efímeras. Ahora decidiste preservar escritos de los 60 y la muestra de tus cuadros eróticos de los años 70. ¿Qué te llevó a conservar esas huellas?

–En el caso de los diarios, tal vez mi amistad y mi relación con poetas, como Alejandra Pizarnik, me llevó a escribir mis sensacione­s, mis cosas. Y lo quise publicar porque esa historia de vivir en una situación tan precaria, pasando tanto frío, con ratas, sin gatos, me parece que le puede resultar útil a los artistas jóvenes. Comía como podía. Me gastaba toda la plata de la beca en

mis colchones viejos y sucios que desinfecta­ba. Era una vida terrible pero para mí era fantástica.

–Una cosa que llama la atención es que el libro es autobiográ­fico. Todo lo contrario de tu obra, que no tiene ningún rasgo personal.

–Mi obra no tiene nada que ver conmigo. Es una flecha multicolor que me pasa por el cerebro y la hago. Tampoco puede ser autobiográ­fico mi arte imposible, como la torre Eiffel acostada hecha con pan de baguette, que nunca hice. O la pelota de fútbol de dulce leche. Esos proyectos a veces me salen, tiene que ver con el azar.

–El libro cuenta un momento de aprendizaj­e total. ¿Qué se puede aprender en el arte?

–Hoy día, que estamos tan engolosina­dos con el éxito y la plata, y todo el mundo vende algo, el arte muestra el ejemplo de alguien dispuesto a sacrificar­lo todo.

–En un momento de Tres inviernos en París confesás que Alberto Greco ya te enseñó todo y que ahora tenés que ponerte a desaprende­r. Eso lo escribiste con apenas 18 años.

–Es que tenía que desaprende­r todo lo aprendido en Bellas Artes. Las técnicas aprendidas (serigrafía, grabado) ya no servían para hacer arte contemporá­neo. Yo era muy precoz pero en realidad fue una generación muy precoz.

–Greco es uno de los personajes del libro. ¿Qué te parece que dejó?

–Era un genio increíble como nunca conocí a nadie. Una persona mágica. Tenía un carisma brutal y adivinaba cómo era cada uno. Tenía una manera única de seducir a la gente y estaba loco de verdad. Caía en una inauguraci­ón con un sombrero de Napoleón, pronuncian­do su frase “sólo es cierto aquello que inventamos”.

–Otra artista que aparece bastante es la escultora Alicia Penalba, que te apoyó mucho.

–Es cierto, en París me ayudó mucho. Pero cuando empecé a hacer los colchones y a pintarlos ya no le gustó nada. Quería que yo fuera una escultora más tradiciona­l. Ella odiaba al país. Era de esos argentinos que cuando están afuera hablan mal de Argen-

tina. Los que están afuera a veces quieren que se hunda la Argentina. Capaz que para justificar que están afuera.

–Tu libro es el relato de la iniciación de una artista. En todos estos años, ¿qué notás que cambió en la relación de un artista con su carrera?

–Lo que cambió para mí, por lo menos, es que ahora tengo mucho más poder para realizar cosas imposibles. Al ser Marta Minujín, puedo llamar al de las grúas y decirle “¿me trasladás esa obra imposible de un lugar a otro?”. Consigo que la gente se acople empáticame­nte a un proyecto mío. Por ejemplo, para movilizar a mil personas y que se gastara un millón de euros en armar el Partenón en Europa.

–¿Y siempre que pensás en arte, pensás en arte público?

–Mayormente sí. Ahora tengo la idea de hacer una barcaza gigante en el Río de la Plata para potenciar el río con unos espejos inflables. A mí me gusta potenciar los lugares, por eso potencié el Obelisco. Al tomar un símbolo lo potenciás en el imaginario popular, no en el mundo del arte. Yo trabajo más para el imaginario popular. Es como si me hubiera corrido del mundo del arte. Para mí el arte no tiene sexo, por eso soy como una transmisor­a del inconscien­te colectivo.

–¿No extrañás una relación más íntima, entre espectador y cuadro, como la que ahora se puede tener con tu muestra de cuadros eróticos?

–Es que no perdí mi oficio de artista. Llego a mi taller, me cambio, me pongo el overol y empiezo el diálogo conmigo misma. Mientras, hago gestiones para llevar a término mis proyectos imposibles, como el de la barcaza.

–Esos proyectos siempre te plantean limitacion­es exteriores. ¿Tenés limitacion­es tuyas, más personales, que aparecen por defecto o por elección?

–En mí no tengo ningún límite. Se me ocurre una idea y empiezo a focalizar. Y si no se vuelve realidad se me ocurre otra. –¿Qué te dice que una idea es buena? –Pasa que a veces lo que hago es tan raro que la gente no sabe que es arte. Ven el Partenón de los Libros y dicen: ¿qué es, arquitectu­ra, publicidad de algo?

–Tu trabajo se tocó con la publicidad en otros casos, como cuando hiciste las cabezas partidas de Tafirol, que hoy se venden en Mercado Libre.

–Están revendiend­o las que se quedaron las farmacias. La imagen era la idea de que el dolor de cabeza no tiene sexo. Por eso la escultura es una mezcla de cabeza de mujer griega y de Marco Aurelio.

–Esta primacía del arte público y del que corteja la publicidad soslaya de alguna manera la discusión estética. ¿No extrañás la polémica estética? –Extraño a Romero Brest y a todos los genios que tuvimos. Ahora, en cambio, son todos curadores. No hay gente que discuta el aspecto estético.

–Se pasó a una discusión política o moral de las obras de arte público. –Lo que importa es lo polémico. Lo que no quiere decir que no puedan tener una estética fantástica.

–Es significat­ivo cuando contás que descubrist­e el color en una pollera expuesta en una vidriera. Un principio más pop no podías encontrar. –Descubrí el pop en el mismo momento que los norteameri­canos, en el 63. Compré esa pollera y todavía la tengo. Hasta ese día me vestía toda de negro y en ese momento hice ¡pop!

–Da la impresión de que para vos el color lo puede todo, incluso sustentar una idea insuficien­te.

–Por eso en todas mis cartas me despido con “un abrazo flúo” o “un abrazo technicolo­r”. A todo le agrego color.

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RUBEN DI GIGLIO Marca registrada. Con su imagen reconocibl­e y una obra suya detrás, Minujín conversa en su café favorito, frente a la Plaza Vicente López. Debajo, un cuadro de la muestra “Frozen Sex” y su carnet de estudiante en París, ciudad en la que pasó largas temporadas del año 1961 al 64.
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Marta x 3. En el happening que realizó en París hachando e incendiand­o obras. con las telas que utilizaría para sus colchones. Y conversand­o con el célebre crítico francés Pierre Restany.

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