Estados alterados de la cama al living, por Ana María Battistozzi sobre la versión escénica de Robert
Colectiva. La casa como espacio familiar y cotidiano en el que de pronto irrumpe la extrañeza es el tema de una muestra que reúne obra de unos 20 artistas argentinos.
De los múltiples teóricos de la arquitectura que han pensado y escrito sobre la casa como organización funcional y simbólica, probablemente pocos hayan alcanzado la hondura de Gaston Bachelard en las reflexiones que desgranó en La poética del espacio. A él pertenece la cita que abre el texto de presentación de la muestra Hogar, dulce hogar. Hábitos artísticos contemporáneos que se exhibe en el MUNTREF de Caseros. El hilo de la selección, curada por Fernando Farina y Florencia Battiti, apunta a una hipótesis perceptiva de ese territorio-albergue-refugio que es la casa en un despliegue de visiones a través del trabajo de veintiún artistas argentinos cuyas obras y tratamientos específicos se orientan en sentidos bien diversos.
Tan diversos que en un punto la cita poética de Bachelard –“Todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de casa”– y sobre todo la acepción de refugio, escenario de la hospitalidad, intimidad y guardián de tesoros y secretos, por momentos se ven desvirtuadas cuando las obras se desplazan hacia un territorio de hostilidad y extrañamiento.
¿Qué ocurre cuando lo cotidiano se vuelve extraño?
Podría decirse que uno de los aspectos más atractivos de esta muestra es haber detectado en la producción del arte contemporáneo argentino esa dimensión de extrañeza que irrumpe en lo cotidiano y seguramente puede encontrar explicación en razones de índole política o sociológica. Pero que adquiere una densidad poética singular si se bucea en el sustento surreal que atraviesa el arte argentino desde Raquel Forner y Berni en los años 30 y pasa por Batlle Planas y Aizenberg en los 50-70 hasta alcanzar a muchos de los artistas que integran esta exhibición. Tal el caso de Mauro Koliva, Marcela Sinclair, Irina Kirchuk, Jorge Macchi, Miguel Harte, Eugenia Calvo y Mariana Tellería. Aunque también a muchos otros que no sería posible encuadrar en el deslizamiento de lo extraño en el ámbito doméstico, que es el principio que articula sentidos en esta muestra.
Así, podría decirse que nuestros hábitos artísticos contemporáneos más bien se han dedicado a poner en entredicho la tierna visión de Hogar, dulce hogar.
La recorrida propuesta por los curadores empieza por la sala –¿podríamos llamarla de recibo?–. Se diría que la hospitalidad que ofrece no le hace demasiado honor al nombre. Más bien empieza por contrariarlo con una pila de libros del piso al techo (intervención de Marcela Sin- clair), un autorretrato baleado de Oscar Bony y una serie de sillas de Eugenia Calvo amarradas por un cepo contra la pared. Nadie podrá tomar asiento en ellas. Un sofocante clima buñuelesco emerge en ese ámbito de muebles sujetados como locos a la cama de un hospicio. Es que los muebles de Calvo son un poco locos. Tienen la mala costumbre de deambular por la casa como copas sobre la mesa de una vidente. Pero están también las cruces y los muebles seccionados de Mariana Tellería que suman lo suyo a ese clima, apenas atemperado por las flores tintineantes de Román Vitali.
Un interesante aporte a la inquietud de esta “sala de recibo” emerge de la sintonía que entablan los dibujos de Mauro Koliva y las pinturas objeto de Miguel Harte. ¿Sustitución del típico paisaje burgués por un desborde orgánico? ¿O acaso plagas magnificadas que se apoderaron de él como el globo de humedad que habita un rincón cualquiera de la casa?
Pocas veces –articuladas como aquí– obras de Marcela Sinclair, Irina Kirchuk y Mariana Tellería se han visto tan potenciadas entre sí y a la vez tan reorientadas a revisar el sentido de la lógica precisa contenida en su producción. Alacenas
cortadas, naranjas que se interponen en las varillas de persiana o una cama partida en dos, todo aquello que pudo haber sido leído como desafío a la tradición constructiva moderna es devuelto al ámbito doméstico del que proviene. Pero para perturbarlo, ya modificado y resignificado desde otros lugares. Tal lo que hace Irina Kirchuk con la batería de elementos de desechos que reconvierte en una suerte de alquimia pop. Restos de ventiladores, varillas de tenders, embudos, viejas campanas de cocina, hornos, sopapas, secadores de peluquería. Cualquier elemento en desuso que pudo recoger en un container de basura puede convertirse en materia de sus operaciones alquímicas a fuerza de reconfiguraciones a puro color. Lo interesante es que se trata de operaciones estéticas que recuperan la definición del objeto de arte como algo esencialmente inútil y, que a pesar de la mala prensa que tiene desde hace un tiempo la belleza, insiste en apelar a lo sensible. Algo que sin duda pone a los objetos de Kirchuk en línea con principios de la tradición moderna, aunque contaminados por Dadá y el pop. Como los ready made rectificados de Duchamp, los objetos de Kirchuk cultivan el humor y el desparpajo. Su linaje también puede remontarse a la plancha con clavos de Man Ray.
No cabe duda que la tradición Dadá ha hecho su aporte a este clima de cocina alterada que incluye el enigmático reloj de esquina de Macchi y unos ekekos de cerámica de Chiachio y Giannone.
No deja de ser sugestivo, sin embargo, que semejante transformación de objetos domésticos haya sido consumada en su mayor parte por artistas mujeres.
Más adelante, en el recorrido que va del living a la cama, una escena de intimidad inquietante combina una instalación de Diana Schuffer con un mural de Viviana Blanco. Original de los años 90, la cama cubierta de “cartas de amor y desamor” de Schuffer se armó por primera vez en 1995 en la Fundación Banco Patricios, y luego en 1997 para la Sexta Bienal de la Habana. Pero hay que reconocer que, traída nuevamente a escena, en diálogo con el trabajo de Blanco, un ventanal en el que ser recortan tres enigmáticos pájaros a contraluz, la obra se ve mejor que nunca antes.
En medio de todo esto Tamara Stuby tomó por asalto el closet y el baño y deslizó en él algunas marcas gráficas que pueden remitir a la rutina de los usuarios. Del otro lado, el tocador de Nicola Costantino se presenta como una instancia radicalmente distinta, más sensual, ciertamente privada y autorreferente
Al fin, si en la reflexión de Bachelard, la casa es un cosmos plagado de recovecos y secretos, cada artista pudo encontrar el lugar que mejor lo representa. Con “un centro y una verticalidad –subrayada quizás por las piezas transparentes de Marcela Cabutti– que va del sótano a la buhardilla”, algo de esto ha sido trasladado a este recorrido que nos conduce a ese rincón de secretos que es el sótano. Allí se abre la instalación “La Reina del Plata” de Miguel Rothschild. Emplazada justo en ese lugar remite en algo al Aleph que atesoraba Carlos Argentino Daneri en un sótano de la calle Garay.
Así, mientras se escuchan cuestionamientos al modelo de exhibición que sostiene hipótesis curatoriales fijadas de antemano a partir de ciertas obras que la ilustran, esta exhibición surge más bien como una atenta lectura de coincidencias en el universo del arte argentino contemporáneo. Su mayor mérito es potenciar cada obra en su relación con el conjunto.