Revista Ñ

Fragmento

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Mi ventana da a un herbazal que confina con una hilera de abedules. aquellos árboles acercan la raya del horizonte hasta una distancia no superior a los cien metros. Más mundo no se abarca desde mi ventana. Los árboles son jóvenes, espigados. Ha transcurri­do una docena de años desde que nacieron de un desparrama­miento de semillas allá por la época en que vine a vivir a estas latitudes, procedente de un país que hoy queda para mí muy al sur y cuyos habitantes suelen considerar­se norteños. La madre de los abedules es aquel árbol viejo, de tronco inclinado, ennegrecid­o a trechos por costras de liquen. Se yergue un poco aparte, en la linde del campo raso. Alguien desbrozó la parcela por los días de mi venida, ignoro con qué fin. Después la naturaleza se expandió a sus anchas. Hace cosa de un mes, sin esperar la primera acometida del frío invernal, las aves pasajeras emprendier­on el rumbo de cada otoño. Los abedules se conoce que las sintieron marcharse y tomaron precaucion­es, pues casi a la misma hora comenzaron a despojarse de su follaje amarillo.

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