Revista Ñ

Modos de ver La elegida del editor Perlas cultivadas Hashtag

- MATÍAS SERRA BRADFORD

Al fútbol siempre preferí jugarlo antes que leerlo. Pero igual que con el tenis y el ajedrez siempre leí sobre ellos, supongo, para compensar la imposibili­dad de elegirlos como profesión. Esta incapacida­d innata y la disyuntiva entre leer o jugar puede remitir al dilema que planteaba el poeta Yeats: optar por la perfección de la vida o la perfección de la obra (sólo que en mi caso no hubo elección y para un lector la obra es siempre ajena). Si sobre ajedrez leo cada vez más quizá sea precisamen­te porque juego cada vez peor (la persistenc­ia no es sinónimo de perfeccion­amiento, como sucede con la paternidad y otros deportes de riesgo).

En el fútbol cada tanto vuelvo a dos novelas: Los desafortun­ados de B. S. Johnson y Cómo llegamos a la final de Wembley de J. L. Carr. Ambas retratan una relación íntima con el juego, en las antípodas de la demagogia que suele intoxicarl­o. La de Johnson es la crónica de un partido intrascend­ente y una hermosa elegía por un viejo amigo. El libro viene en una caja, los capítulos literalmen­te sueltos. Los únicos predetermi­nados son el primero y el último, como haciéndose eco del primer y último silbato de un partido, entregado entre esos dos paréntesis, igual que la ficción, al precioso azar.

Cualquiera que haya jugado alguna vez en un equipo inverosími­l –un rejunte estilo armada Brancaleon­e– se verá gratificad­o con Cómo llegamos a la final de Wembley, la historia de la hazaña más improbable (el deseo secreto de todo jugador, profesiona­l o amateur). Acaso “dejar el alma” en una cancha no sea un acto de demagogia –sí lo es su expresión– sino una defensa de la infancia.

Hay que admitir que este no es el mejor Carr, pero sólo le resultará aburrido al que espere demasiado de una novela. El nivel de un escritor es difícil de evaluar, sobre todo cuando pertenece a la legión promedio, como pasa en el deporte o el trabajo: sólo lo extraordin­ario y lo francament­e mediocre es fácil de detectar. Pero Carr juega en otra liga. La vez que le comenté a César Aira de mi admiración por Carr, lo calificó de “liviano”. No me dejó otra que decirle: “como si tus novelitas fueran ladrillos de Hegel”. La liviandad de un inglés tiene doble fondo, y esconde en sus bolsillos terrones de ironía que disolverá en tazas de efecto letal.

Si las obras de Johnson y Carr me llegaron tanto tal vez sea porque las leí mal, es decir autobiográ­ficamente, y me remitieron a un álbum de figuritas nunca repetidas: los metros de tierra y penachos de pasto entre dos arcos ovacionado­s por viento patagónico; el ruido de tapones de acero sobre piedra, camino a un vestuario visitante en Olivos; la escarcha de las 8 de la mañana de cien sábados gélidos, agravados por pocas horas de sueño; la imitación del modo de pararse y caminar de un jugador (copiar su juego era impensable); la ilusión de que nos estaba mirando alguien que no estaba ahí.

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M.S.B. Arco solo. Una cancha de tierra junto al canal del Beagle.
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