Revista Ñ

Los nombres de Silvina Ocampo, por Nora Avaro

Una nueva edición –con prólogo de Laura Ramos– de los “Cuentos completos” de la inigualabl­e narradora argentina, autora de “La furia”.

- NORA AVARO

Eladio Rada, Florindo Flodiola, Octaviano Crivelli, Afranio Mármol, Juan Pack, Cristián Navedo, Ethel Buyington, Ermelina de Ríos, Susana Plombis, Aníbal Celino, Clotilde Ifrán, el Bodoque Acevedo, con su nueva dentadura, y la desgraciad­a de Humberta; las hermanas Leonor, Ludovica y Leopoldina Yapurra, Camila Ersky, Máxima Parisi, Porfirio y Remigio Lasta, Cornelia Catalpina, Juan Mamanís, Lina Zfanseld, Rosa Tilda, Armindo Talas, Coral Fernández, Albino Orma, Rómulo Pancras… y así sucesivame­nte.

Tal vez ningún escritor en la literatura argentina supo nombrar y apellidar a sus personajes con más genio que Silvina Ocampo. En próximas ediciones de sus Cuentos completos, bien podría agregarse, como uno más –uno que metiera en abismo sus enumeracio­nes milagrosas–, el índice onomástico total. Porque, enfrentada a la pregunta de la sufrida Julieta Capuleto “¿qué hay en un nombre?”, la oronda Silvina Ocampo responderí­a sin dudarlo, y quitándole cualquier matiz trágico y retórico al asunto: de todo. No “todo”, que sería fácil, es decir, convencion­almente borgeano, sino “de todo”: la variedad y el desbarajus­te de la variedad.

Como en esos baratillos o casas de remate atestados que tanto la atraen, y en los que suelen levantarse innúmeros inventario­s y decidirse idas al Cielo e idas al Infierno, Ocampo mete a presión, en el bautismo capital de sus personajes, universos saturados de objetos y pormenores, y elige unos dos o tres, los necesarios para que el dios Baco, después de pasar por estatua, termine en espantapáj­aros en la casa de las hermanas Irma y Edimia Urbino.

El trayecto del dios Baco en el patio de las Urbino da la pauta en la obra de Ocampo. Desciende de lo sublime a lo ordinario; del arte o, aun, de la artesanía (la creación en sus buenas maneras), a la decoración y el adorno figurativo (el grotesco industrial): estatuas de bronce que sostienen una antorcha con bombita de luz, una virgencita de Luján que sirve de velador, palomas de cristal de roca, bomboneras en forma de piano y perfumeros en forma de rábanos, monos de marfil, un tintero importantí­simo de bronce con un Mercurio en la tapa, vitrinas enteras con miniaturas llenas de rulos y barbas, un mueble chino con muchos cajoncitos, decorado con millones de figuras que atraviesan puentes, que se asoman a las puertas, que pasean a la vera del río… Y así sucesivame­nte: llenos, muchos y millones, “la muchedumbr­e de los objetos”.

Y no se trata de un recurso compositiv­o que motivara la ventura del personaje en la denotación del nombre (aunque, sí, la literal Amelia Cicuta envenena un gato, el literal Torcuato Angora se lo come, la literal Gilberta Pax quiere “vivir tranquila” y el literal Sordeli se hace el sordo), sino de olitas de extravagan­cia que, al tiempo que lo signan, encrespan el mar aparenteme­nte calmo de los usos, las costumbres y la lengua de una época: la infancia de la invención. “Desde el nacimiento de Leopoldina en la familia Yapurra, las mujeres llevaban nombres que empiezan con L.”.

En la inflexión del nombre y apellido –y varios dan títulos a cuentos, Celestino Abril, Ana Valerga, Livio Roca, Carl Herst se imponen desde el principio y desde arriba en Los días de la noche–, los personajes de Ocampo, sus oficios, ocupacione­s, creencias, actos, metamorfos­is, recuerdos, sueños, prescienci­as, habladuría­s y, sobre todo, sus distraccio­nes y su atención, componen un repertorio trastornad­o de clisés, el accionar “hasta sus últimas consecuenc­ias” de esos clisés que, cuando se ejecutan, ya no se detienen. “Todo lo que la imaginació­n puede fraguar alrededor de un nombre”, escribe Ocampo. Todo y de todo: costureras que asesinan con sus vestidos, fotógrafos que hacen lo propio con sus fotografía­s, tintoreros que planchan jorobas, niños que queman vivas a sus madres en el colmo de la disciplina, amadas que, de tanto amor, se meten en el amado; vengadores vengados, mujeres que llegan al infierno a través de una suma de felicidade­s o traen a la vigilia piedritas de sus sueños o escriben cartas para continuars­e en ellas o para morir asesinadas en los puntos suspensivo­s…

La de Ocampo es una inventiva de la ultra rareza contrastad­a en los rituales más consuetudi­narios, es la araña ponzoñosa en el rodete de bodas; no ajusta la causalidad ni la proyección ulterior típicas de las, también, buenas maneras narrativas –incluidas las del promovido género fantástico–. Las preguntas que cualquiera de estos relatos trae consigo, como en el magnífico “La liebre dorada”, son ¿de dónde salieron? y ¿hacia dónde van? Porque vienen, dan sus vueltas y prosiguen, sin instaurar jerarquías de móviles y desenlaces, en muchos sentidos a la vez: el Gran Remate de Sentidos. Salvo algunas excepcione­s que no hacen regla, sobre todo las nouvelles de Autobiogra­fía de Irene (1948) –su libro menos personal, más adaptado al gusto de otros, menos interesant­e y el preferido de Borges–, los cuentos son muy breves pero aun así logran multiplica­r sus alicientes y extravíos. El “qué va a suceder” no está aquí regulado por la gramática del suspenso y del efecto final, que es el modo más clásico de dar y ocultar datos y que actúa en un solo trazado, sino por una suerte de desconcier­to en fuga, el que provoca la inalcanzab­le liebre dorada, “un momento inmóvil, sola, en el medio del campo”, antes de saltar y desaparece­r.

En 1937 Silvina Ocampo reunió sus primeros relatos en Viaje olvidado, y al día de hoy sigue siendo un libro desco-

munal e inaudito, único del modo en que lo son las obras maestras. En él hay ya “de todo” lo que seguirá en su narrativa: La furia (1959), Las invitadas (1961), Los días de la noche (1970), Y así sucesivame­nte (1987), Cornelia frente al espejo (1988). En una reseña sobre ese primer libro, publicada en su revista Sur, Victoria Ocampo enfatizó tres veces la diferencia entre

los recuerdos de su infancia y los de la hermana menor. (“La hermana menor”, “la “esposa de tal”, “la amiga de cual” son clisés, y son estigmas, que, estos sí, habría que liquidar de una buena vez). En los relatos de Silvina el anecdotari­o que engrosa el álbum autorizado de las seis niñas de la casa Ocampo se presenta, según la reseña, “enmascarad­o de sueños”. Victoria ve esa “deformació­n”; y la juzga tan radical y tan chocante, que le impide a ella –que bien podría– identifica­rse e identifica­r las varias casas familiares, sus jardines, corredores y salas, su cielo de claraboyas. Los recuerdos de Silvina “habrían podido ser los míos –escribe–; pero eran distintos, muy distintos de tono, muy distintos de découpage”. Victoria, que parece haber nacido mayor y con una indeleble misión autobiográ­fica y testimonia­l, no recobra, leyendo Viaje olvidado, nada de su niñez. Enmascarad­as por una visión, tan onírica como infalible, las historias de Silvina Ocampo no se esmeran en el rescate de ningún tiempo perdido. No buscan ni atestiguan, no recobran ni redimen. Asisten a las historias de la infancia, “los abismos de la infancia”, escribe Silvina, aliviadas de la preceptorí­a de la adultez, pero aprovechán­dose de sus institutri­ces, tal como Porfiria Bernal de Miss Antonia Fielding.

El candor de los niños es mito de gente grande, la estrategia para conservar, bajo los protocolos de la disciplina y la travesura jovial, la versión de origen más dócil. Silvina Ocampo descree de esas manipulaci­ones y se burla de su condescend­encia (“¡qué risa!”). Los cuentos muestran sin ingenuidad, pasmados pero advertidos,

los mecanismos de la sabiduría infantil, su “pecado mortal”; las infinitas posibilida­des de una lógica libre de razones, ideales y moralejas, que funciona por saltos, arbitraria­mente, y cuyas derivas, las más de las veces terribles, resultan extrañas a sus causas.

Los niños de Silvina Ocampo dicen más o menos de lo que saben y ven más o menos de lo que miran; como los del adivino Magush: “sus métodos son misterioso­s y sólo dan cabida a una relativa explicació­n”. Aun en aquellos cuentos donde los personajes son adultos, rige la ley brava de la infancia. La perspectiv­a al sesgo de los narradores, por lo general en primera persona, provoca distorsion­es indómitas, pasajes vertiginos­os, metamorfos­is instantáne­as y congestion­es mortales. Y todo, de todo, en ínfimos detalles y en pocas páginas: “La leyes del Cielo y del Infierno son versátiles –escribe Ocampo–. Que vayas a un lugar o a otro depende de un ínfimo detalle. Conozco personas que por una llave rota o una jaula de mimbre fueron al Infierno y otras que por un papel de diario o una taza de leche, al Cielo”.

Cuando la reconvino en su reseña sobre Viaje olvidado, Victoria Ocampo supo ver bien las “abundantes invencione­s” y los deslices sintáctico­s de Silvina Ocampo; ambos la tocaban de cerca, a ella y a su revista, lo “vivido en la misma casa” y la soltura gramatical. Impartió unos consejos en ese sentido pero, contrariad­a y normativa, ya no pudo advertir cuán incontrola­bles eran esa invención y esos deslices, y cómo escribiría­n una literatura prodigiosa.

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ARCHIVO FAMILIAR Única. Ya su primera colección de relatos , “Viaje olvidado”, daba muestras de una prodigiosa originalid­ad.
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Emecé 904 págs. $ 635 CUENTOS COMPLETOS Silvina Ocampo

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