Sirenas olvidadas en el fondo de un sueño, por Julia Villaro
Mariana Tellería propone la extraña, provocadora experiencia de meterse en un sendero de luces policiales en silencio y plagado de sorpresas.
AMariana Tellería no le gusta que las palabras medien entre sus obras y la experiencia de sus obras que tienen los espectadores. Sin embargo pocos títulos más crípticos y al mismo tiempo más certeros para una muestra de arte contemporáneo que el que lleva la suya en galería Ruth Benzacar: lo más interesante de pensar ese espacio, teñido por las luces azules y las ramas secas que configuran la instalación, pronunciando su nombre, Ficción primitiva, radica justamente en que no se sabe bien por qué, pero las palabras dan en el clavo.
Afirmada en una poética controladamente azarosa, la obra de la artista rosarina ha poblado el cubo blanco de la galería con ramas y sirenas mudas. Al fondo un espejo replica las hileras de ramas al infinito, dándonos la sensación de que podríamos perdernos en ese sendero oscuro y también atractivo, un sendero que nos llama y nos repele a la vez, como si estuviéramos ante (o dentro de) una película de David Lynch. Como en uno de esos filmes brumosos del director estadounidense, y como en nuestro mismísimo inconsciente, en Ficción primitiva el sueño y la pesadilla duermen muy juntos.
Las ramas persiguen una disposición rigurosa: son estructuras de más de un metro de alto, organizadas a partir de ramas más o menos fuertes, que la artista pone de pie, y desde las cuales proliferan otras ramificaciones, algo más secas, algo más flacas, terminando de establecer cierta base de apoyo en el suelo, que habilita su disposición por todo el espacio. Acaso sea ese modo de ocupar la sala –un modo prolijo, que configura corredores por don- de los espectadores caminamos hasta el fondo– o quizá ese modo de pararse, pero algo en esas ramas –mutiladas, indefectiblemente muertas– remite a la vida. Entonces esto que podría semejar algo así como un cementerio de árboles (o de partes de árboles, en lo que tal vez configure una de las imágenes poéticas más desoladoras que podamos representarnos) se convierte en un batallón de espectros sutiles, fantasmales, ni vivos ni muertos, pero que susurran.
Sobre cada una de esas estructuras de ramas Tellería ha plantado una luz de sirena similar a las que agregan los policías al techo de sus autos. Las luces azules giran rebotando en las paredes y enfriando con su tono la penumbra de la sala. Es curiosa la experiencia de estar frente a esas sirenas sin sonido (y sin sentido). En el absurdo contexto de una galería de arte, sobre el más absurdo soporte de esos grandes tocados de ramas, las sirenas nos arrojan en la cara todas las emociones –el susto, el peligro, el alerta, la angustia– que automáticamente sus luces disparan. Y sobre la pesadilla racional de sentirnos perseguidos, amenazados, entre un inminente fuego cruzado, se monta la pesadilla irracional, más primitiva, y por eso más verdaderamente potente, de prepararnos para un estruendo agudo que, como los gritos de los sueños, no termina nunca de materializarse en sonido. La desagradable extrañeza que nos genera la disparidad entre lo que vemos y lo que (no) oímos.
Pero eso no es todo. De cada una de las estructuras penden cosas. Todo tipo de cosas. Desde manojos de llaves hasta paños rojos, desde tocados de plumas hasta limones secos. Entre un sinfín de fetiches, más o menos anárquicos, aparecen las pelotas de fútbol, las botas de taco y caña alta, la lanza, el gorro militar, el cristo crucificado en una espada. No son sólo objetos encontrados. En la vejez de cada una de esas piezas, lo que se hace evidente es la dejadez que conlleva su involuntario acopio: si algo identifica todos estos bienes es el abandono. Son objetos olvidados, que probablemente hayan estado años durmiendo en el fondo de la cómoda de un cuarto hasta que, en esta suerte de ritual pagano que cruza el arte con el conjuro, la artista los ató a una rama seca. (En contraposición a ellos unos pocos, como el escudito de un Mercedes Benz o la corteza de árbol cubierta de gordas espinas, parecen estar todavía frescos, como recién arrancados de su lugar de origen).
Algunos objetos saltan a nuestros ojos de inmediato: el cráneo de un alce y su cornamenta, las caracolas, las hojas y cortezas. Otros, en cambio, emergen de a poco enfatizando la atmósfera onírica que invade la sala: el corpiño negro apoyado sobre una pequeña balanza, la red blanca que llega hasta el piso, el libro, la corona de espinas. Al tronco de suelo a techo que ha sido instalado hacia el fondo del espacio, casi junto al espejo, le han incrustado balizas, luces de autos amarillas, rojas, blancas. La rugosidad de la corteza contrasta con la fría homogeneidad del plástico. Poco importa (¿o mucho?) la condición orgánica e inorgánica que distingue a cada una de estas cosas. Aquí todo es vestigio.
Como sucedió con algunas de sus propuestas anteriores (¿instalaciones?, ¿ambientaciones?, ¿intervenciones? Hasta esta dificultad para definirlas llega el deseo de suprimir las palabras), aquí también la artista realiza gestos mínimos, operaciones sencillas, pero que traen cola. La ausencia de un texto que articule tan extraña experiencia es, acaso, uno de las más provocadores. Señala lo complejo que puede resultarnos entregarnos al arte contemporáneo sin que se nos diga cómo ni por qué. (Y que ese señalamiento sea un hecho evidente, y que haya sido puesto de manifiesto por otros artistas antes, en otras situaciones, no lo hace menos efectivo). Entrar en este bosque sin cartografías que nos indiquen cómo haremos para no perdernos desconcierta tanto como encontrar un árbol en la sala de la galería. O un ejército de ramas secas coronadas por sirenas silentes.
Sin saber a ciencia cierta qué debe ser pensado y sentido, no podremos más que dejarnos seducir por el sendero, atravesar sus corredores oscuros hasta hacernos parte de esta ficción. En ese momento, algo de toda esta inverosímil aventura tocará los bordes de lo real. En eso, acaso, radique esta ficción primitiva: en montar un artificio evidente que nos permita, en su exacerbado contraste de realidades, desmontar cualquier sistema lógico posible hasta hacernos morder el polvo de nuestros propios, insospechados, registros inconscientes.