Juana, la mística, el ritmo y la fiebre, por Roger Koza
En “Jeannette, la infancia de Juana de Arco”, el director Bruno Dumont eligió contar la niñez de la heroína en un musical. “La música electrónica equivale al éxtasis poético”, afirma.
Además de ser un indiscutible y enigmático nombre de la historia, Juana de Arco es también un personaje cinematográfico ineludible. Cineastas notables como Carl T. Dreyer, Robert Bresson, Jacques Rivette y Otto Preminger le prodigaron películas de una hermosura dolorosa; muchos otros intentaron imaginar y filmar a esa joven mujer que sintió una conexión sin mediaciones con el Altísimo y que creyó descifrar que los mandatos celestiales estaban en sintonía con el destino bélico de la nación francesa. Lo sublime y el horror, la exaltación y la obediencia signaron el mito de Juana de Arco, nacida en 1412 y condenada a la hoguera en 1431. Tenía 19 años.
El cineasta Bruno Dumont tomó un camino inédito, acaso transgresor. Eligió la infancia y la primera adolescencia de la santa guerrera, y al hacerlo no desalentó la febril intensidad que se asocia a los místicos. A su vez, entendió que la única forma de acceder a la experiencia subjetiva de su heroína era apropiándose de un género que pocas veces se centra en la vida de los santos: el musical. El resultado es tan fascinante como desconcertante, pues Jeannette, la infancia de Juana de Arco parece pertenecer a otro mundo.
–Hay dos decisiones en su filme que difieren de los retratos previos de Juana de Arco en el cine, incluso de los mejores, como los de Rivette, Bresson y Dreyer: la primera, tomar la infancia y la preadolescencia de la santa; la segunda, inspirarse en un libro, Le Mystère de la charité de Jeanne d’Arc, de Charles Péguy, en un período en el que el autor era socialista y ateo. ¿A qué se deben estas decisiones?
–El tema de Juana de Arco era trillado en el cine, había que encontrar algo inédito: la infancia... Por eso, Jeannette termina ahí donde las otras comienzan. Péguy es uno de los pocos autores que escribe acerca de la infancia de Juana. Ateo o religioso, poco importa, el cine es el único lugar donde Dios existiría sin superstición alguna, excepto la de la poética del cine. –Hay una decisión aún más radical: que se trate de un musical y que el género elegido sea el heavy metal. Es bastante evidente la relación entre esa expresión musical y cierta dimensión popular tardía y ya secular de la teología. ¿Qué le llevó a decidirse por un musical y de esta característica? –Sólo la música en general y la electrónica en particular son equivalentes al éxtasis poético de Péguy y de Juana de Arco. Las repeticiones y la rítmica de Igorr son comparables a las de Péguy.
–Todo el filme transcurre prácticamente en exteriores. ¿Por qué toma usted la decisión de absorber completamente un ecosistema en la puesta en escena? El cielo, los pequeños arroyos, las ovejas son mucho más que presencias naturales de fondo.
–Es una historia maravillosa que necesitaba encontrar su paisaje. Lo intemporal yace naturalmente en esos médanos y brezales. Los filmo para extraer sus frutos y la dimensión exterior de la interioridad del corazón de Jeannette.
–Por otro lado, si bien la naturaleza lleva a creer que estamos en un siglo lejano, como si pudiéramos estar observando la infancia de una santa en 1425, el género musical es propio del siglo XX. ¿Por qué intensificó la disonancia entre el tiempo del relato y la música y los gestos?
–Para recorrer la distancia entre el presente del espectador y la eternidad. Para extraer lo intemporal en lo temporal, encontrar las disonancias del alma y sus paroxismos en el espejo de la música. El cine no procede directamente, accede siempre a una cosa con vistas a acceder a otra inaccesible. Filmando lo profano, surge lo sagrado. No hay otra vía. Lo sagrado no se puede filmar directamente. De esta manera, sólo lo ve el espectador. –Una de las grandes paradojas de Juana de Arco constituye la desinhibición con la que ella interpreta la fe y la legitimidad de la violencia en pos de la defensa de una causa superior y nacionalista. ¿Qué le interesa de esta tensión entre la fe y la guerra bajo esta perspectiva?
–Juana es una aleación de lo humano y sus contradicciones internas: santa y guerrera, espiritual y temporal, ningún discurso puede conciliar tantas contradicciones, sólo la mística, o sea, el cine mismo. Esta conciliación de las contradicciones de las que se nutre la vida de Juana de Arco le da al espectador una verdadera experiencia mística de la que tiene que salir victorioso para poder soportar libremente las separaciones y las distinciones necesarias de la vida real. –Recuerdo que en Hors Satan usted filmó en 35 mm y eligió que el sonido fuera monoaural. Aquí, los intérpretes no hacen playback; cantan en vivo. Parece estar pensando el sonido de un modo del que sus colegas prescinden en líneas generales.
–Hace falta lo crudo del sonido para cocinar, si no todo es ideal, artificial, como una ilusión. El sonido directo, como los actores y los paisajes naturales, es una necesidad para empezar a filmar y lograr algo verdadero. El cine ya tiene suficientes trucos de por sí –el guion, el montaje…– para que lo natural, el azar, reaparezcan. De eso se trata el cine.
–¿Las elecciones de registro son siempre suyas? Es posible detectar una lógica persistente en la película: los contrapicados en los que el cielo se vuelve protagonista, los misteriosos picados en algunos cierres de capítulos y también los primerísimos planos de los pies de Juana.
–Sí, y cada película requiere una puesta