La hora de las chicas superpoderosas, por Nicolás Pichersky
Películas como “Los Increíbles 2” y “Black Panther” actualizan los temas y problemáticas del género en un tiempo de creciente protagonismo femenino.
Ya era tiempo. Diez años pasaron de Los Increíbles, una de las películas más perfectas de Pixar, esa maquinaria humana que amalgama al mismo tiempo desarrollo audiovisual de punta con una asombrosa sensibilidad creativa. Entre sus bondades la primera parte apelaba al mejor cine de aventuras clásico, a la mirada autoconsciente (como Watchmen pero sin tanta circunspección) y a los conflictos familiares del american dream.
Pero también algo más, inquietante y lúcido: la misión del villano –que todo el mundo sea “súper”, para que entonces nadie lo sea, en una visión de la “igualdad socialista” como peligro, típica del Hollywood macartista de los 50– para nosotros, educados directa o veladamente al calor de los cambios culturales de los 70, nos enfrentaba al famoso prólogo y axioma ético-político de El Eternauta. Ya no se trataba del superador “héroe colectivo” propugnado por Oesterheld, sino (ahora y como antes) de la familia como héroe.
Pero, y he aquí su inteligencia, no valen las anteojeras ideológicas para tildar de “conservadora” esta nueva tendencia de cine de superhéroes. Al contrario, se trata en muchos casos de familias disfuncionales, con más voces y secretos que las familias de las obras de Ibsen, donde las mujeres son verdaderas, con curvas reales (como se muestra a Elastigirl en cada plano animado de Los Increíbles 2) e hijas del movimiento #MeToo. En Los Increíbles 2, ahora los roles se invierten y es Elastigirl (la distintiva y susurrante voz de Holly Hunter, la actriz muda de La lección de piano, es uno de los placeres de ver la versión subtitulada) quien debe salir a vivir aventuras y, por supuesto, salvar el mundo. A la medida de su fuerza y su equilibrio (algo de lo que carece su marido, que no puede lidiar con más de una tarea doméstica a la vez, en un claro antecedente de la imposibilidad masculina para el posmoderno multitasking) no será un hombre el que se cruce en su camino, sino una mujer, una supervillana a la altura de su inteligencia. Tal vez esta nueva entrega no alcance la cima de excelencia de su predecesora y será difícil encontrar una escena en la que se deslicen nuestras lágrimas como cuando la heroína, en el primer filme, salvaba a sus hijos de un misil en una secuencia antológica en la que se conjugaban acción, melodrama y cine familiar con pulso de cine clásico. Pero reencontrar a la adolescente Violet o la misántropa diseñadora de trajes ”súper” Edna Mode es un placer asegurado.
Deadpool 2 no es definitivamente para niños, sino para adultos. Y Deadpool, que no tiene superpoderes sino un cáncer controlado que le da facultades sobrehumanas, es un personaje bocón, que mientras mira a cámara como una imposible mezcla entre Funny Games de Haneke y Bugs Bunny, mata gratuitamente ( juez y parte, en esta nueva secuela sus favoritos son los pederastas). No hay que olvidar que los argentinos, de la mano del programa de TV Cha Cha Cha, pudimos apreciar antes que nadie un naturalismo inédito y tercermundista del mundo “súper” en el que Pablo Cedrón/Superman y Alfredo Casero/Batman charlaban en un bar porteño sobre cómo vencer el mal. La antológica línea de diálogo “pero negro… tengo el batimóvil en el chapista” resume su vanguardismo.
Pero el sueño de Deadpool, no menos que el de la familia de Los Increíbles, es una típica familia americana. No es difícil adivinar que como las mejores visiones cínicas del universo del superheroísmo amateur (desde Mystery Men a Kick-Ass), el núcleo íntimo y familiar lo encontrará de un modo más transversal y antisistema: en esa relación casi homosexual con su compinche Coloso (¡un gigante nacido en una granja colectiva de la URSS!) y con Negasonic, un personaje secundario pero no menor: bogartiana, dura, hermosa, con su corte mohawk y su novia Yukio, Negasonic Teenage Warhead, debería ser urgentemente un spin-off de Marvel. Acaso la extraordinaria Logan, ese filme definitivo sobre Wolverine que pudo enlazar la ultraviolencia con un modelo familiar atípico y deudor de Pequeña Miss Sunshine, fue un antecedente que difícilmente pueda obviar otra película del género. ¿O acaso hay alguna escena más conyugal, intimista y encantadora en el cine de superhéroes que la del mutante Calibán planchándole amorosamente los calzones a Wolverine?
Hace cuarenta años Black Panther hubiera sido una película de blaxploitation, ese género adorado por Tarantino en el que la comunidad afroamericana es la protagonista con bandas de sonido que hoy son clásicos. Pero ni Black Panther es tarantinesca ni, al día de hoy al menos, los ascendentes The Weeknd y Kendrick Lamar que adornan su música, son Curtis Mayfield, James Brown o Isaac Hayes.
Aunque sí tiene, como aquel cine de los 70, persecuciones en auto espectaculares y el desparpajo de una imaginería social y utópica que nos parece al menos justa: en África hay una nación escondida llamada Wakanda que cuenta con la tecnología más avanzada del mundo. Atravesado por un drama familiar con señales shakespereanas que incluyen traiciones entre hermanos, tíos, padres, hijos y primos, en Black Panther se destacan sus
mujeres, más dimensionales que las pálidas valquirias insulares (interpretadas hieráticamente) de La mujer maravilla. Sobre todo la actriz Danai Gurira, Okoje, jefa de la guardia real, que logra un mayor impacto incluso que el protagónico de Chadwick Boseman como Pantera Negra (y ambos repiten sus personajes en la reciente Avengers: Infinity War). Gurira parece haber aprendido la lección de Denzel Washington: se puede ser suave, duro y encantador en la pantalla. “¿Me matarías?”, le pregunta su marido, que ha traicionado, tanto a ella como a su país. “¿Por Wakanda? Sin dudarlo”, le contesta orgullosa Okoje.